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Los encontré sembrando verduras, cuidando cerdos, echándoles comida a las gallinas, preparando el almuerzo, atendiendo la tienda y el restaurante. Trabajando en las tareas que les demanda la vida civil a la que le están apostando. En dos Espacios Territoriales de Reincorporación y Capacitación (ETCR) del Cauca —La Elvira, en Buenos Aires, y Monterredondo, en Miranda—, los excombatientes de la guerrilla de las Farc no desisten del paso que dieron hacia la paz.
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Hoy, a pesar de que denuncian incumplimientos por parte del Gobierno, y aun con la captura de Jesús Santrich, uno de los líderes de su partido político, dicen que el camino de la lucha sin armas es el único que les queda.
Respecto al último acontecimiento, piensan que “lo que se ha querido con esta noticia es armar un caos, que nuestro personal saliera en desbandada para diferentes partes y que los ETCR desaparecieran. No, nosotros somos mucho más reflexivos y seguimos pensando que la paz tiene que vencer”, dice Carlos Antonio Acosta, que fue segundo comandante del frente Sexto de las Farc y que ahora es el encargado del ETCR Monterredondo. Él, al igual que los 103 excombatientes que residen en el espacio, se rige por las directrices superiores y “el camarada Timo nos ha manifestado que hay que mantener la serenidad”.
Y las instrucciones se cumplen. Eso se nota desde que se pisa el espacio, que queda apenas a unos minutos del polideportivo del corregimiento que lleva el mismo nombre. Al cruzar la calle y entrar en el espacio, lo que debe hacerse es hablar con el encargado, Carlos Antonio, otrora el comandante.
A unas tres horas de viaje, saliendo desde Monterredondo, está La Elvira, otro espacio de reincorporación en el norte del Cauca. Ahí el encargado de los temas productivos es Norbey Rodríguez, a quien todos llaman Mario, porque ese era su nombre de guerra, presidente de la cooperativa que administra los proyectos del lugar. Y Norbey, al igual que Carlos Antonio, tiene una sensación similar: “Tal vez quieren disgregarnos”, dice abiertamente. No se refiere sólo a la captura de Jesús Santrich, acusado de supuestamente acordar el tráfico de 10 toneladas de cocaína a Estados Unidos, sino a los proyectos productivos y las promesas de la reincorporación, que aún no les cumplen.
La respuesta en ambos espacios es que no van a detenerse y van a esperar a que lo prometido llegue. Ya están trabajando en proyectos productivos y de autoabastecimiento financiados por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), de la mano de Suecia y Noruega. Y en La Elvira, contrario a Monterredondo, han realizado gestiones con varios sectores sociales interesados en apoyar el proceso de reincorporación, además del proyecto concertado entre excombatientes, el Consejo Regional de Reincorporación y PNUD.
Lo colectivo
Durante 24 horas, uno de los asociados del proyecto Huevo Feliz tiene que ocuparse de las 500 gallinas que tienen en un galpón, casi en la entrada del espacio Dagoberto Ortiz, en Monterredondo. Quien tiene el turno debe lavar los bebederos, limpiar los ponederos, recoger los huevos, dar alimento y cuidar las aves; luego debe limpiar los huevos recogidos y empacarlos. Cada día salen hasta 15 panales “y todos se venden”, dice con orgullo Edwin, presidente del grupo avícola de Monterredondo.
Edwin es excombatiente del frente Sexto de las Farc, que operaba en Cauca, aunque él no es caucano sino urabaense, y fue aquí donde entró a las filas de la guerrilla. Tenía 11 años cuando ingresó al frente Quinto, en 1993.
Para ese año, en Urabá se estaba consolidando el proyecto de expansión paramilitar iniciado en 1988 por Fidel Castaño Gil. Este incluía el exterminio sistemático de los partidos políticos Unión Patriótica, el movimiento ¡A Luchar! y el Frente Popular. Se cometieron, entonces, las primeras masacres de ese año. Comenzó en Currulao, corregimiento de Turbo (Antioquia), donde precisamente vivía Edwin. Allí, con la masacre de las fincas bananeras Honduras y La Negra, los paras impusieron el miedo y posteriormente se quedarían con esas tierras que los habitantes abandonaron a causa del desplazamiento forzado.
En adelante, el horror no se detuvo, por eso los recuerdos de Edwin están llenos de miedo: “Cuando viene esa represión, yo era un niñito todavía y me tocaba salir en el día y mirar qué se podía hacer en el ranchito donde vivíamos con los viejitos, y en la noche irnos a dormir al monte. Y así duramos hasta que ya no se pudo”. Se refiere a cuando se integraron a las filas de las Farc, él y varios de sus vecinos que, dice, “hoy en día ya no existen”, porque murieron en la guerra.
Más de 20 años después, de militar en la guerrilla en las Farc y hacer del norte del Cauca su espacio de operaciones, Edwin ya no tiene uniforme ni armas. Conserva su barba y su cabello negro, las botas para el pantano y su machete. “De aquí venimos”, dice al hablar del campo, al que ahora intentan volver, en este primer momento, a través del proyecto productivo de gallinas ponedoras Huevo Feliz.
Con él son 14 los que se asociaron para trabajar en esta actividad, planteada por ellos mismos y entregada por PNUD con una financiación de $34 millones. En ese grupo hay en su mayoría excombatientes, pero también familiares e incluso población civil que se ha integrado a algunas dinámicas del ETCR.
Esa es la historia de las muñecas de trapo: un grupo de 11 mujeres, lideradas por una civil, que se reúnen un par de veces a la semana para coser muñecas de varios tipos. Están la excombatiente, hecha con sus antiguos camuflados, la campesina y la afrocolombiana. “Hicimos una igualita a usted”, me dijeron, “y se vendió”. Esta es una de las formas que tienen para obtener ingresos.
Por cada turno, quien lo hace recibe un pago de $20.000 y, al final del mes, un pago de $100.000. “No es mucho”, dicen, pero ayuda, los mantiene activos en el resto de actividades con las que se rebuscan. “A mí me toca jornalear, así sea tirando machete, cogiendo café, donde me den un día de trabajo... estamos nuevamente adaptándonos a esta vida”, es la reflexión de Edwin.
Por otro lado está un grupo que trabaja en una finca cercana, puesta en comodato por Fensuagro, en zona de reserva campesina. Las cinco hectáreas que les facilitaron están empezando a ser acondicionadas para cultivar plátano, yuca y maíz, con la asesoría de la Fundación Paso Colombia. Además, los excombatientes están construyendo una casa donde puedan tener una cocina y un cuarto para quien deba quedarse ahí. También tienen lista una planta de abonos orgánicos que puede producir hasta 40 toneladas de abono mensualmente. La idea, según Carlos Antonio Acosta, es contribuir a la soberanía alimentaria de la comunidad Farc, pero también de los civiles.
En La Elvira, las cosas funcionan diferente. Este espacio, dentro de las montañas de la cordillera Occidental, es de difícil acceso. Se necesita recorrer casi dos horas de trocha para llegar. ¿Por qué allí? Era la zona de operaciones del frente Sexto; allí las Farc eran el Estado, cada montaña la conocen bien. Además, en ese lugar funcionó la empresa Agronaya, que dejó tres edificaciones ya utilizadas por el ETCR.
Pensando todavía en que cualquier cosa puede pasar, hicieron el ETCR en dos partes: la recepción y la construcción. En la primera está la parte productiva, en la segunda están sus viviendas, que, como nunca se terminaron de hacer, siguen llamando la construcción. Además, queda subiendo más la montaña, “para protegernos”, dicen.
En ambos lugares hay una idea de lo colectivo, precisamente porque todo es administrado por la cooperativa Cecoespe, la primera que se constituyó legalmente después de la dejación de armas. A través de ella ingresó el proyecto de autoabastecimiento formulado por ellos y acompañado por PNUD: una granja integral.
Para Norbey, presidente de Cecoespe, el proyecto tenía dos intenciones: dar alivio económico a quienes no estaban bancarizados (alrededor de 10) y demostrar que eran capaces de producir.
Lograron ambos objetivos. El proyecto, que incluía 10 cerdos, 100 gallinas ponedoras, 100 pollos de engorde, una huerta, una tienda colectiva y un restaurante, generó empleo para cinco personas. Fernanda es una de ellas, la encargada de la tienda. ¿Por qué ella? “Simple”, dice Álex, tesorero de la cooperativa, “porque tiene tres niños y con los $700.000 que recibe su compañero, que es excombatiente, no les alcanza”. Se definió también quién iba a atender la tienda, con el ingrediente extra de que tuviera “buena sazón”, dice Álex, que funge como guía.
Su idea, de hecho, es poder hacer ecoturismo en la zona. Aunque Álex rápidamente mueve la cabeza y dice que todavía falta mucho para eso, que primero está el café.
El café La Esperanza. “Uno de nuestros proyectos es poner una microempresa para darle la transformación al café”, explica Norbey, visiblemente emocionado. Es decir, quieren tener los medios para comprar la materia prima y trillarlo, tostarlo, molerlo, empacarlo y comercializarlo.
Hoy ya lo están produciendo y comercializando, pues los procesos de producción los hace un tercero. Esto arroja dos líneas de café: uno tradicional y uno supremo, es decir, especial.
Con ambos hicieron la prueba, durante la Feria Empresarial y Artesanal Expocauca 2018. Vendieron cerca de 300 libras y la actitud de la gente fue positiva: qué les iban a ofrecer, cuál era su historia, cómo iban en su nueva vida. “Yo estoy motivado”, recalca Álex.
Lo cotidiano
El clima templado y en las noches frío de La Elvira no lo confina a su casa. Viendo el espacio, Álex se siente orgulloso del polideportivo que está en el centro de “la recepción”. Una cancha para jugar fútbol o baloncesto, cubierta y con sus gradas a cada lado. La construyeron, dice, “a punta de eventos, cuando estaba el boom de los periodistas porque estábamos dejando las armas”, explica.
Es común que, después de las cuatro de la tarde, los excombatientes jueguen un partido, cuando finalizan su jornada de trabajo. Entonces, la vida en el ETCR se vuelve otra cosa. Los 95 excombatientes que siguen allí concentrados se dedican a las actividades más sociales: jugar con los pocos niños que hay, con los muchos perros que habitan por ahí, hacer deporte, comer helado o tomar tinto.
Otros, en su mayoría mujeres, estudian los viernes y sábados para terminar el bachillerato y prepararse para las pruebas Saber 11. Con las limitaciones de quienes están empezando una nueva vida, dos profesores, pagados por el Consejo Noruego, se turnan los dos grupos y las clases.
Aspiran a entrar a la universidad, tal como lo han hecho algunos de sus compañeros, pues ahora, en alianza con la Universidad del Valle, tienen un cupo en cada carrera universitaria, por el que tendrán que competir.
En Monterredondo, la cotidianidad y las dinámicas sencillas imperan: comprar comida, ropa, elementos de aseo, tramitar documentos o esperar una cita médica durante días o meses. Esto, aunque parezca básico, no lo era en las filas de la guerrilla, pues tenían una atención médica precaria, pero tenían, y era inmediata. La motivación, entonces, decae.
Carlos Antonio Acosta también se ve decepcionado cuando habla de todo lo que falta, es decir, de los no bancarizados, de los presos, del ambiente electoral y de los proyectos productivos que apenas están en etapa de formulación. Sin embargo, también intenta destacar que cinco excombatientes se graduaron como técnicos agropecuarios en Panaca, que están trabajando en el proyecto avícola y en la producción agrícola, y que otros más se capacitaron como escoltas en la Unidad Nacional de Protección. Subraya, especialmente, que no se han ido.
A La Elvira llegaron inicialmente 400 personas y hoy quedan 95, pero los otros están en los nuevos asentamientos, ubicados en Argelia, Santander de Quilichao y Cali. A Monterredondo llegaron 224 y hoy quedan poco menos de la mitad. Acosta aclara que están en Corinto, Florida y Caloto. Desde ahí siguen su proceso de reincorporación, expectantes. “¿Qué pasará luego?”, se preguntan, esperando que sus superiores no se echen para atrás, porque ellos sí quieren continuar en la vida civil.
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