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Tristemente los hechos de violencia acaparan casi por completo los noticieros diarios no solo en Colombia, sino en el escenario internacional.
Como habitantes de un país con un largo conflicto armado, grandes injusticias y profundas desigualdades nos hemos habituado a las malas noticias. La sociedad ha naturalizado estas calamitosas situaciones y ha aprendido a vivir en medio de la violencia y los crímenes o simplemente asumiendo una posición de indiferencia, mirando de reojo lo que sucede en el entorno. Así han venido formándose generaciones y generaciones de colombianos que no ven un futuro en el que se superen estas claras condiciones de vida.
Colombia cuenta con 9′514.863 de personas reconocidas como víctimas del conflicto armado, con un universo probable de 800.000 homicidios y 752.964 víctimas de desplazamiento forzado entre 1985 y 2019 (Comisión de la Verdad). También, al margen de este contexto, puede registrar en un año hasta 13.968 homicidios, como en 2022, una estadística altísima en el concierto mundial, aparte de una multiplicidad de delitos de gran impacto social. Un ingrediente que sazona todo este crudo panorama es el permanente enfrentamiento por situaciones nimias en distintos escenarios, la creciente polarización y la costumbre de agravios y agresiones para dirimir problemas.
En la proclama adjunta al informe de la Misión de Sabios de 1994, titulada “Por un país al alcance de los niños”, el nobel Gabriel García Márquez aludió a la historia funesta y sangrienta, desde los tiempos de la colonización, del territorio que habitamos; a nuestras virtudes y defectos, que cohabitan de manera ambigua en la sociedad, y a la necesidad de una reflexión profunda para el necesario cambio social, un escenario en el cual los expertos ubicaron la educación como una pieza sustancial.
“Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna a la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma”, dice un fragmento de este importante texto que retrotraigo en esta columna por la urgencia -tanto entonces como ahora- de recomponer el camino del país con un profundo enfoque de paz y de convivencia.
Una de las precursoras de la educación para la paz fue la pedagoga italiana María Montessori, quien llevó sus ideas sobre la paz hasta importantes certámenes internacionales, incluso cuando sonaban las campanas de la guerra. La creadora del método Montessori aseguraba que, aunque todo el mundo habla de la paz, nadie educa para la paz: “La gente educa para la competencia, y este es el principio de cualquier guerra. Cuando eduquemos para cooperar y ser solidarios unos con otros, ese día estaremos educando para la paz”.
La formación para la paz debe ser transversal e integral en todos los niveles y áreas del saber, tiene que ser connatural a la sociedad. Empecemos a soltar ese duro lastre que arrastramos y que se evidencia en nuestro relacionamiento interpersonal diario, en la calle, en los medios de transporte, en las organizaciones, en las redes sociales y que ha ahondado y maximizado nuestras diferencias a límites insostenibles. Es posible hacerlo.
*Rector de la Universidad Simón Bolívar.