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Hasta ahora el tema era claro: el cerebro se beneficiaba de las prácticas religiosas. Así lo habían demostrado estudios científicos realizados a creyentes de diferentes religiones, que concluían que la espiritualidad ayudaba a manejar el estrés y a desarrollar ciertas áreas de la corteza cerebral. Incluso una investigación de la Universidad de Toronto (Canadá) aseguró que los enfermos de cáncer que siguen alguna religión pueden sobrevivir “hasta 18 meses más que los pacientes que no tienen ese vínculo con Dios”.
Sin embargo, un estudio de la Universidad de Duke (Carolina del Norte, EE.UU.) viene a matizar el caso, cuestionando los efectos positivos de las prácticas religiosas sobre el funcionamiento y el desarrollo cerebral.
Sus resultados muestran que la religión y la espiritualidad no siempre permiten reducir los niveles de estrés y ansiedad, sino que pueden generarlos.
Amy Owen y sus colegas de la Universidad de Duke quisieron determinar los efectos de la religión a largo plazo sobre el cerebro. Una iniciativa interesante, ya que la mayoría de las investigaciones realizadas hasta la fecha se habían centrado en los efectos inmediatos de las prácticas espirituales.
El estudio midió el volumen cerebral de 268 hombres y mujeres mayores de 58 años. La investigación buscó las diferencias de volumen entre personas que desempeñan una vida religiosa intensa y personas no religiosas.
Las conclusiones contrastan fuertemente con lo comúnmente admitido. Las personas religiosas presentaron volúmenes cerebrales inferiores a los de aquellas no religiosas, y se evidenció en ellas atrofias del hipocampo, una estructura de la corteza cerebral relacionada con las emociones y la formación de la memoria.
Esta atrofia es particularmente marcada en el caso de los born again, los que “volvieron a nacer” al encontrar a Dios o, más concretamente, un camino espiritual.
Según los investigadores, esta reducción del volumen cerebral podría deberse al estrés que experimentan las personas religiosas en su vida espiritual, tanto en casos de una experiencia fuerte —como la de los born again— o, simplemente, por las dificultades de vivir la cotidianidad como creyente.
Asumir sus creencias religiosas ante los demás, temer un castigo divino o angustiarse por respetar los mandamientos de la religión son algunas de las situaciones que generan un brote de hormonas del estrés que, con el tiempo, podrían reducir el volumen del hipocampo.
Según los investigadores, se trata de un “dolor religioso y espiritual” que se puede hasta confundirse con el dolor físico. Y, como toda situación de estrés y malestar, tiene repercusiones negativas sobre el cuerpo humano.
No obstante, no se deben sacar conclusiones prematuras de estos resultados, y se necesitarán más estudios para aclarar la relación causal entre religión y estado cerebral. Además, las experiencias estresantes en la vida son tantas que resulta casi imposible aislar el efecto de las prácticas espirituales sobre el cerebro humano a largo plazo.
Este estudio, más que aportar una respuesta contundente, plasma la complejidad de las relaciones entre religión y ciencia. Y además plantea una pregunta clave : la religión nos afecta a todos, pero ¿positiva o negativamente?