El coronavirus y el periodismo

Todo lo que no se pueda verificar, no existe. Este principio periodístico entra en conflicto con la velocidad de las redes sociales. En este texto, algunas reflexiones sobre el oficio del periodismo en estos tiempos de coronavirus.

Jorge Espinosa / especial para El Espectador
23 de marzo de 2020 - 02:55 p. m.
En tiempos de coronavirus, queremos toda la información y la queremos ya, inmediatamente, sin demoras... La buena información requiere una pausa. / El Espectador / Gustavo Torrijos
En tiempos de coronavirus, queremos toda la información y la queremos ya, inmediatamente, sin demoras... La buena información requiere una pausa. / El Espectador / Gustavo Torrijos
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Un señor preguntó a dos periodistas, yo uno de ellos, por qué los medios locales decidimos, deliberadamente, omitir el deber de informar a los colombianos sobre las severas consecuencias del COVID-19. Decía, como el más informado de los epidemiólogos, que ocho de cada diez se enferman y diez de cada 100 requieren hospitalización. Una señora, tan indignada como aquel, le respondía que sí, que lo contamos, pero solo para señalar y desprestigiar a China como el único culpable de la pandemia. Es indudable, concluían, que hay una agenda oculta en todo lo que hacemos. Y dejamos de hacer.

La verdad, sin embargo, es mucho más simple. El oficio periodístico consiste, básicamente, en enfrentarse a situaciones complejas que, en general, desconocemos o conocemos solo superficialmente. Así ocurre con las crisis económicas que llegan por el conflicto petrolero entre rusos y saudíes; o con las consecuencias de romper, de un día para otro, el acuerdo nuclear que el gobierno de Barack Obama y otros cuantos en Europa firmaron con Irán; o con esta pandemia que nos corta la respiración mientras nos recuerda lo insignificantes y vulnerables que somos. Lo que se deriva de esta circunstancia es también elemental: cualquiera que sea responsable con la información requiere tiempo para entender lo que pasa. Sí, tiempo para leer y para buscar dos, tres, cuatro y ojalá cinco expertos que respondan las preguntas que uno tiene, y que deberían ser las mismas que tiene el resto de la gente.

Dudas como: ¿Qué es un coronavirus? ¿Por qué se denomina así? ¿De dónde viene y cómo surgió? ¿Qué letalidad puede tener y qué tan contagioso puede llegar a ser? ¿Cómo lo tratamos? ¿Hay vacunas? ¿Hay tratamientos que reduzcan su mortalidad? ¿Qué tan confiable es la prueba? ¿Qué población es más vulnerable? ¿Qué pasa con las embarazadas? ¿Afecta a los niños menos que a los adultos mayores? ¿Por qué? ¿Por qué en Italia hay miles de muertos y en Alemania no? ¿Qué hacemos para protegernos? El ejercicio periodístico responsable requiere, antes de salir a advertir y a explicar lo que no entiende (que no lo sabe con certeza ni la ciencia todavía), preguntar estas cosas a múltiples expertos en distintas áreas de la medicina. También a médicas y enfermeros que ya lo están enfrentando en el terreno, en las salas de emergencia que colapsan en Italia y en España.

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Pero el tiempo no es una virtud que se aprecie en la velocidad de las redes sociales. Queremos toda la información y la queremos ya, inmediatamente, sin demoras. En WhatsApp, por ejemplo, circuló masivamente un testimonio desgarrador de quien parecía una doctora en España que contaba, con precisión y detalle, el infierno que vivían en los hospitales tratando de contener la enfermedad. Llegó a mi celular porque mi papá, que es médico, me lo envió junto a un mensaje, escrito por él, que decía: “Si esto es cierto, estamos en un lío ni el tremendo”. Después de oírlo pregunté quién era la persona que hablaba, y en el noticiero radial en el que trabajo tratamos de buscar a la doctora, de encontrar su nombre, su lugar de residencia y su teléfono para pedirle una entrevista. El productor general, un tipo serio y con mucha experiencia, le preguntó al doctor al que ella le enviaba el mensaje si conocía a quien hablaba. Respondió que “no conocía el audio”, pero que era importante valorar lo que decía y aprender de ello.

Mientras escribo esto, sigo tratando de verificar algunos datos básicos: cómo se llama la doctora, dónde está, a quién le envió el testimonio y cuándo, qué especialidad tiene, a qué momento de la pandemia se refiere. No lo he logrado. Y mientras no pueda responder estas preguntas, no replicaré su contenido en redes sociales, ni lo mencionaré en el noticiero. Un oyente, indignado, reclamaba por qué seguía dudando de su contenido, y concluía que sufríamos (los periodistas, claro) de una suerte de superioridad moral porque consideramos que, si no lo publicamos nosotros, no existe. Permítanme ser claro: todo lo que no se pueda verificar, no existe. A mí, como individuo, me puede parecer que el contenido del audio es estremecedor, impactante, imprescindible. Y, sin embargo, como periodista, me niego a reproducir y multiplicar contenidos anónimos de fuentes que desconozco. Ya bastante desinformación padece el mundo.

No me malinterpreten. Este texto no pretende ser una justificación a las metidas de pata de nosotros, los periodistas. Una de las tristezas que se ha puesto en evidencia en estos tiempos de pandemia, es que el periodismo de ciencia es casi inexistente en Colombia. Hay excepciones como Pablo Correa --que trabaja en El Espectador-- y Lisbeth Fog (perdonen si olvido mencionar a varios más, que los hay), que hacen un trabajo excepcional por su rigurosidad. Hace unos días, para no ir más lejos, publicaron este artículo explicando las metidas de pata del científico Manuel Elkin Patarroyo durante la pandemia. Su sobreexposición mediática, para no ir más lejos, tiene todo que ver con la poca preparación científica de los periodistas, que ni siquiera tenemos un criterio claro para saber a quién se debe entrevistar dependiendo de la circunstancia.

No caigamos en falsas equivalencias. Entrevistar a cualquier “experto” que afirma con cara de serio que el coronavirus es un invento macabro en un laboratorio oculto bajo tierra y que Bill Gates lo predijo antes de que ocurriera puede ser muy popular en redes y generar muchos likes, pero no es periodismo. Es propaganda barata y peligrosa. Y no reproducirlo no hace parte de una conspiración internacional que incluye en su nómina a crueles y desalmados periodistas colombianos.

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Hay, claro que sí, errores en el cubrimiento, y se explican, en general, por la falta de preparación de las redacciones, en este y en otros temas especializados. Y es un problema mundial. Recordemos el titular de la prestigiosa revista Time sobre oler pedos y prevenir el cáncer, probablemente el peor y más mentiroso texto en la historia de la publicación. Los estudios científicos, tendremos que aprenderlo a la fuerza --y este parece ser un buen momento-- no se pueden usar como clickbaits de incautos y perezosos. Es un irrespeto peligroso a la ciencia, al periodismo y a los lectores. Y es una fuente más del desprestigio crónico que padecemos los periodistas.

Cuando está en juego la salud de millones de personas, es preferible pecar por precaución que por “culiprontismo” informativo. Decir, como dijo algún noticiero local, que China ya tenía la vacuna es irresponsable y es falso. Reproducir contenidos sin verificación científica puede producir pánico o relajamiento excesivo. Ni el coronavirus es una “gripita” cualquiera, ni se puede establecer todavía cuál será su mortalidad. Nunca como ahora hemos necesitado tanta rigurosidad con cada palabra escrita y cada palabra dicha. Tenemos la doble función de contrastar y depurar la enorme cantidad de información que circula, y de transmitir de la manera más simple y confiable posible las respuestas que la gente necesita. Además de la disciplina en la cuarentena, combatir este coronavirus requiere información pausada, contrastada y verificada. Todo lo demás es tan peligroso como el virus mismo.

@espinosaradio

Por Jorge Espinosa / especial para El Espectador

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