El coronavirus y el poder de la oración: Pensamientos desde casa, día 15

El tema de hoy es un llamado a pensar en el significado de rezar, sean creyentes o incrédulos, invocado desde algunos clásicos de la literatura.

Nelson Fredy Padilla *
08 de abril de 2020 - 07:00 p. m.
En tiempos de nuevo coronavirus fueron cerradas las iglesias católicas y no católicas y la oración se trasladó a los hogares. / Archivo
En tiempos de nuevo coronavirus fueron cerradas las iglesias católicas y no católicas y la oración se trasladó a los hogares. / Archivo
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Sin importar la religión que profesemos, incluso si se trata de presuntos ateos, en los momentos más extremos el ser humano acude a la oración, más cuando se siente impotente ante una realidad trágica como la actual pandemia. Para acercarlos a la trascendencia del “arte de rezar”, como lo llamó el escritor checo Franz Kafka (1883-1924), quiero citarles momentos gloriosos de la literatura universal sobre el tema. Y casualmente empiezo por otros dos judíos: (Recomendamos más temas de esta serie: El coronavirus y los días de tedio).

Imre Kertesz (1929-2016), Nobel de Literatura 2002 de origen húngaro, escribió la novela Sin destino desde la voz de un niño de 15 años, la edad que él tenía cuando él y su familia fueron prisioneros de los nazis: “Mi tío me agarró la mandíbula con sus dedos peludos y húmedos de sudor y levantó mi cara para decirme en tono tembloroso: ‘Tu padre se está preparando para un largo viaje. ¿Has rezado por él?’. Ante su expresión tan grave me invadió un sentimiento de culpa por haber descuidado algo relacionado con mi padre: no se me había ocurrido rezar por él. Inmediatamente ese sentimiento empezó a pesarme y, deseando cumplir con mi deber, le confesé que no lo había hecho. ‘Entonces, ven conmigo’, me indicó. Lo seguí hasta una habitación exterior que daba al patio. Allí nos dispusimos a rezar, en medio de muebles destartalados, que no tenían uso alguno. El tío Lajos se puso una gorrita de tela negra reluciente sobre la calva. Yo tuve que ir al vestíbulo a buscar mi gorro. Después, sacó de un bolsillo de su abrigo un librito de tapa negra con bordes rojos, y de otro bolsillo, sus gafas. Comenzó a leer las oraciones, deteniéndose para que yo repitiera todo lo que él decía. Al principio, lo hice bien, pero terminé por cansarme; me molestaba no entender una palabra de lo que decíamos a Dios, lógicamente en hebreo, idioma que yo desconozco… Al final, el tío Lajos parecía contento, y la expresión de su rostro me hizo pensar que de verdad habíamos hecho algo por mi padre”.

Uno de los momentos más sobrecogedores del Diario de Ana Frank (1929-1945) lo escribió el 27 de abril de 1943: “¡Ay!, otro pecado viene a agregarse a mi larga lista. Anoche, cuando ya estaba acostada, aguardando a papá que debía rezar conmigo, antes de darme las buenas noches, mamá entró, se sentó en mi cama y me preguntó muy discretamente:

—Ana, papá no puede venir todavía, ¿quieres que recemos juntas esta vez?

—No, mamá -contesté.

Mamá se levantó, se detuvo un momento junto a mi cama y luego se dirigió lentamente hacia la puerta, de donde se volvió de pronto, y, el rostro demudado por la aflicción, dijo:

—Prefiero no enojarme. Al cariño no se le ordena.

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, cuando cerró la puerta. Yo permanecí inmóvil, juzgándome odiosa por haberla rechazado tan brutalmente, aunque sabiendo que no podía responder de otra manera. Soy incapaz de hipocresías, así como de rezar con ella a disgusto. Lo que ella me había pedido era sencillamente imposible”.

En la novela Pedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo (1917-1986), leo sobre la atmósfera espectral del pueblo de Comala: “¿Dígame si Filomeno no vive, si Dorotea, si Melquiades, si Prudencio, el viejo, si Sóstenes y todos ésos no viven? Lo que acontece es que se la pasan encerrados. De día no sé qué harán; pero las noches se las pasan en su encierro. Aquí esas horas están llenas de espantos. Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. Y a nadie le gusta verlas. Son tantas, y nosotros tan poquitos, que ya ni la lucha le hacemos para rezar porque salgan de sus penas. No ajustarían nuestras oraciones para todos. Si acaso les tocaría un pedazo de Padrenuestro. Y eso no les puede servir de nada. Luego están nuestros pecados de por medio. Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios”.

También podemos ir a “la violencia y la dulzura de una ardiente oración”, como anotó el francés Víctor Hugo (1802-1885) en su novela Los Miserables. Contó sobre los rezos de las monjas Bernardas Benedictinas: “El desagravio es la oración por todos los pecados, por todas las faltas, por todos los desór­denes, por todas las violaciones, por todas las iniquidades, por todos los crímenes que se come­ten en la superficie de la tierra… Durante doce horas consecutivas, desde las cuatro de la tarde hasta las cuatro de la mañana, la hermana que está en desagravio permanece de rodillas sobre la piedra ante el Santísimo Sacra­mento, con las manos juntas y una cuerda al cue­llo. Cuando el cansancio se hace insoportable, se prosterna extendida con el rostro en la tierra y los brazos en cruz; éste es todo su descanso. En esta actitud ora por todos los pecadores del universo. Es de una grandeza que raya en lo sublime. Nunca dicen ‘mío’, porque no tienen nada suyo, ni deben tener afecto a nada". Según él, eran épocas donde la gente se encorvaba de tanto orar. Ahora la gente se encorva de tanto encomendarse al teléfono celular.

Muchos evadimos tanta formalidad a la hora de rezar. En El guardian entre el centeno, del estadounidense J. D. Salinger (1919.-2010), el adolescente Holden no es muy afecto a la oración: “Tenía ganas de rezar o algo así, pero no pude hacerlo. Nunca puedo rezar cuando quiero. En primer lugar porque soy un poco ateo. Jesucristo me cae bien, pero con el resto de la Biblia no puedo”. Con esa misma irreverencia cuenta: “Ossenburger nos dijo que cuando tenía alguna dificultad, nunca se avergonzaba de ponerse de rodillas y rezar. Nos dijo que debíamos rezar siempre, vamos, hablar con Dios y todo eso, estuviéramos donde estuviésemos. Nos dijo que debíamos considerar a Dios como un amigo y que él le hablaba todo el tiempo, hasta cuando iba conduciendo. ¡Qué valor!  Me lo imaginaba al muy hipócrita metiendo la primera y pidiendo a Dios que le mandara unos cuantos fiambres más. Pero hacia la mitad del discurso pasó algo muy divertido. Nos estaba contando lo fenomenal y lo importante que era, cuando de pronto un chico que estaba sentado delante de mí, Edgard Marsala, se tiró un pedo tremendo. Fue una grosería horrible, sobre todo porque estábamos en la capilla, pero la verdad es que tuvo muchísima gracia. ¡Qué tío el tal Marsala! No voló el techo de milagro. Casi nadie se atrevió a reírse en voz alta y Ossenburger hizo como si no se hubiera enterado de nada”.

Y para rematar, el muy católico Gabriel García Márquez (1927-2014) y por qué creía en el poder de la oración, según testimonio de su autobiografía Vivir para contarla, llegando de joven a Cartagena: “Apenas empezábamos a vislumbrar el perfil de algunas cúpulas de iglesias y conventos en la bruma del atardecer, cuando nos salió al encuentro un ventarrón de murciélagos que volaban a ras de nuestras cabezas y sólo por su sabiduría no nos tumbaban por tierra. Sus alas zumbaban como un tropel de truenos y dejaban a su paso una peste de muerte. Sorprendido por el pánico solté la maleta y me encogí en el suelo con los brazos en la cabeza, hasta que una mujer mayor que caminaba a mi lado me gritó:

—¡Reza La Magnífica!

Es decir: la oración secreta para conjurar asaltos del demonio, repudiada por la Iglesia pero consagrada por los grandes ateos cuando ya no les alcanzaban las blasfemias. La mujer se dio cuenta de que yo no sabía rezar, y agarró mi maleta por la otra correa para ayudarme a llevarla.

—Reza conmigo —me dijo—. Pero eso sí: con mucha fe.

Así que me dictó La Magnífica verso por verso y los repetí en voz alta con una devoción que nunca volví a sentir. El tropel de murciélagos, aunque hoy me cueste trabajo creerlo, desapareció del cielo antes de que termináramos de rezar”.

Estos días he visto a más personas y familias orando con fervor. Piden por la salud y por un mundo más solidario. Hablan de piedad y misericordia. Eso las fortalece para pensar en el futuro. Sin importar si creemos en un dios o no, es buen momento para pensar en el milagro de la oración.

@NelsonFredyPadi / npadilla @elespectador.com

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Por Nelson Fredy Padilla *

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