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El Decreto 457 del 22 de marzo de este año, firmado por Iván Duque y sus ministros, enumera una lista de 34 “casos o actividades” cuyo funcionamiento durante la cuarentena es considerado necesario para garantizar la medida de aislamiento obligatorio del gobierno. Entre esas actividades esenciales, claro está, figuran la asistencia y prestación de servicios de salud, la adquisición de bienes de primera necesidad y los organismos de seguridad del Estado. En un escueto renglón del numeral 27 de esta larga lista – en la cual figuran incluso actividades mineras y religiosas – se menciona la labor periodística: “El funcionamiento de los servicios postales, de mensajería, radio, televisión, prensa y distribución de los medios de comunicación”.
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Por lo menos en papel queda consignado que, para el gobierno, son necesarios los comunicadores para mitigar el avance de la pandemia. Garantizar el flujo de información veraz en medio de la emergencia, podría argumentarse, es tan vital como garantizar que haya transporte o abastecimiento de alimentos. Sin embargo, hoy por hoy existen amenazas al ejercicio periodístico, derivadas de la actual coyuntura, que es pertinente monitorear y denunciar.
El Decreto enaltece el “poder de policía” del presidente, de gobernadores y alcaldes, y se extiende en recordar que “los derechos fundamentales no son absolutos”, y que el orden público es un derecho ciudadano. Además, en el texto se faculta a “algunas autoridades territoriales” para imponer medidas de restricción a la circulación y toques de queda. En pocas palabras, es un decreto de estado de excepción el cual, de acuerdo con el que se le pregunte, podría ser (o no) necesario para garantizar que el coronavirus no se esparza y cause daños impensables para el país.
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¿Están justificadas las medidas como el toque de queda? El control político y judicial a los excesos del poder ejecutivo durante un estado de excepción da pie para otra conversación, quizás a cargo de los constitucionalistas. A continuación, me limito a revisar el estado de la libertad de prensa durante la cuarentena.
Entre el pasado 24 de marzo, fecha de inicio del aislamiento preventivo obligatorio, y el 30 de abril, la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) documentó 39 violaciones a la libertad de prensa en el país, entre amenazas, obstrucciones, acosos y espionajes. La cifra es similar a la registrada en el mismo periodo del año pasado; sin embargo, llama la atención que once de esas violaciones – en su mayoría obstrucciones al trabajo periodístico – ocurrieron por el cubrimiento de temas relacionados con el COVID-19.
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Hace unos días, durante un viaje para documentar un tema de orden público, encontramos que durante la pandemia se han generado zonas grises donde la autoridad militar se traslapa con la civil y crea barreras que impiden el ejercicio periodístico. Por ejemplo, en el departamento del Huila, nos impidieron el paso en un retén militar donde unos soldados confundidos preguntaban por radio quién podía pasar y quién no. Al parecer la respuesta variaba de acuerdo con el ánimo de un coronel al otro lado de la línea. Al insistir, el oficial se lavó las manos y – según dijo – consultó con alguien de la alcaldía del municipio, quien a su vez envió su mensaje: si no traen un examen de laboratorio comprobando que no son portadores del coronavirus, no pueden seguir. Y así fue.
En tiempos de cuarentena, la militarización y la arbitraria segmentación de los espacios de vida social, así como la restricción de la movilidad por parte de autoridades y/o grupos de ciudadanos son el pan de cada día. El 19 de abril, un equipo de CityTV quedó atrapado un largo tiempo en la entrada de Usme y reportó que quienes obstruían el paso cobraban $20.000 pesos para dejar pasar cada carro. En el video de la denuncia se oye una agente de la policía responsabilizando a la alcaldesa por la situación. Un absurdo episodio que muestra el cruce de cables entre autoridades —en el terreno, nadie sabe quién tiene la última palabra y muchos aprovechan la confusión para imponer su voluntad.
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Sin embargo, los obstáculos no se limitan a los abusos en calles y caminos: el coronavirus también ha servido de excusa para que algunos sectores de la opinión publica exijan la censura de columnas de opinión, como sucedió con las controversiales “crónicas coronavíricas” de Fernando Vallejo en El Espectador. Afortunadamente, Fidel Cano —director de éste diario— defendió la decisión editorial de publicar los textos de Vallejo bajo el rótulo de opinión, como una perspectiva alternativa frente a la pandemia, por más provocadores y desatinados que resulten.
Otro ejemplo desafortunado se dio a mediados de abril, cuando la alcaldesa Claudia López se salió de sus casillas y atacó por Twitter a Pablo Correa, editor de salud y ciencia de El Espectador, por la falta de precisión en un trino sobre la negociación para la adecuación hospitalaria de Corferias. La funcionaria tildó al reportero de amarillista y especulador y, pese a que Correa rectificó su error prontamente, la acusación de la alcaldesa dio pie para una arremetida de odio en contra de él y del periódico.
A principios del siglo pasado, el fundador de la ética periodística, Joseph Pülitzer, ya había advertido sobre el poder que puede asir esa “suma de opiniones personales” que es la opinión publica en contextos de crisis y sobre su capacidad para incidir en favor o en contra de la democracia y la libre opinión.
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También hay casos en que las zancadillas a los periodistas vienen de adentro. Medios y agencias ya han usado la crisis económica que se avecina para justificar despidos de reporteros, editores y fotógrafos. Colprensa despidió a Adolfo Ochoa – jefe de redacción – y tres periodistas más, reduciendo el total de su planta a 11 comunicadores que hoy deben cubrir el espacio que dejaron sus colegas. Quizás, el caso más sonado es el de Revista Semana: despidió cerca de 250 trabajadores, entre administrativos y periodistas que incluían el editor José Guarnizo, la fotógrafa Diana Rey Melo y el personal de la publicación cultural Arcadia. Semana redujo su planta y suspendió la impresión de cinco de sus revistas antes del inicio de la cuarentena, pero se escudó bajo “el impacto económico creado por el fenómeno del coronavirus” para justificar su “reestructuración”.
Algunos de estos despidos presentaron un agravante: en los días inmediatamente anteriores a perder su empleo los periodistas estuvieron expuestos al coronavirus y, claro está, el despido les hizo perder también su seguro de salud. Además, circulan quejas de reporteros que, si bien conservan aun su empleo, están cubriendo la pandemia con medidas de seguridad deficientes, sin garantías de transporte privado ni primas que los recompensen por el riesgo que están asumiendo.
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En cualquier parte del mundo hoy es crucial, tanto para la salud de los ciudadanos como para la salud de una democracia, tener información veraz sobre todos los aspectos que rodean el COVID-19, obtenida de primera mano y en tiempo real. Algunos gobiernos lo saben. Por ejemplo, esta semana el secretario de salud del Reino Unido, Matt Hancock, lanzó un programa de pruebas de COVID-19 para trabajadores esenciales que cobija a la prensa. Los periodistas pueden recibir un test en su casa o acercarse a un centro de pruebas y recibirán los resultados del examen en un máximo de 72 horas.
En un país como Colombia, la importancia del periodismo se redobla pues la emergencia del coronavirus se superpone a otras dinámicas que, al parecer, ni la peor pandemia lograría detener: los asesinatos de lideres sociales y firmantes del acuerdo, la bonanza de la corrupción, los dineros de la mafia que enturbian las cuentas de altos funcionarios y la vertiginosa destrucción de nuestro medio ambiente, por dar solo algunos ejemplos. No es momento para guardar las cámaras y las libretas pues, cómo bien reza el refrán, “cuando el gato se va, los ratones hacen fiesta”.
Los periodistas vamos adaptándonos a las nuevas condiciones y estamos listos a salir a trabajar siempre y cuando haya garantías. Los medios, por su parte, tienen que rechazar el camino fácil de la precarización y deben buscar estrategias para garantizar el cubrimiento de todos los temas de interés publico, más allá del coronavirus. La ciudadanía interesada también debe contribuir: es el momento de pagar suscripciones, de comprar el periódico, de hacer donaciones a medios independientes. Así mismo, el gobierno podría destinar una fracción mínima de lo que costará un “plan de rescate” de la economía —como el que reclama la ANDI— a garantizar que el periodismo nacional no salga en ambulancia de esta emergencia.
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Es fácil darse cuenta que en Colombia la prensa sigue siendo vista con sospecha, como una presencia incómoda, por autoridades y gente de a pie. Otra mala maña del repertorio nacional que requiere un esfuerzo institucional y social para superarse. Al país le convendría. Repitan conmigo: los periodistas son trabajadores esenciales.
*Periodista y politólogo con maestría en Estudios de Medios de The New School for Public Engagement y en Comunicación Política de New York University.