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El Coronavirus y sus devastadoras consecuencias sobre la salud humana, sobre la economía y sobre la sociedad en su conjunto, son una contundente lección de humildad para la ciencia moderna. Un virus como lo es el COVID 19 es la forma de vida más simple, mucho más pequeño que una célula bacteriana, es un minúsculo trozo de material genético (ARN, Acido ribonucleico) rodeado de algunas proteínas que para algunos ni siquiera clasifica como un organismo vivo.
No obstante, su aparente sencillez es hoy la causa de una pandemia que tiene paralizado el planeta entero. Por su culpa, las más robustas economías del mundo se comienzan a derrumbar, y la poderosa medicina del siglo XXI se muestra impotente. Nadie parece tener la verdad al respecto (mucho menos un historiador que pasa más tiempo tratando de entender el siglo XVI que el siglo XXI) y si hay claridad en algo es que no sabemos con exactitud lo que puede pasar.
Es un buen momento para pensar sobre el papel de la ciencia, sobre su poder y sus límites, sobre quiénes tienen autoridad en la sociedad para tomar decisiones que nos afectan a todos. Sin duda es nuestro conocimiento, como ha ocurrido antes, el que nos puede sacar adelante, más que nunca necesitamos la voz de los expertos y de quienes tienen la mejor información y la capacidad de guiar a los gobiernos a tomar decisiones acertadas. Pero la pregunta de qué tipo de ciencia y quienes son esos expertos es hoy más pertinente que nunca. No se trata de ahora montar un ataque anticientífico y volver a las tesis relativistas de cierto tipo de posmodernidad, y hacer del COVID 19 una mera construcción social. Tampoco es el momento de dejar nuestro futuro en manos de dioses o demonios. Por el contrario, es el momento de cuidar y proteger el conocimiento basado en evidencias robustas, la reflexión crítica y el diálogo. Es decir que es el momento de aprender de forma colectiva y con una fuerte dosis de humildad, de unir fuerzas para la consolidación de una ciencia más potente y pertinente.
No hay duda de que la capacidad de la ciencia en el siglo XXI es muy distinta a la de la sociedad medieval frente a la peste negra en el siglo XIV o a la medicina de inicios del siglo XX frente a la aparición de la gripe española. La gripe de 1918 acabó con la vida de 20 a 40 millones de personas y la medicina de entonces poco pudo hacer, el control de la enfermedad fue posible más gracias a los naturales procesos que hicieron inmune a buena parte de la población. Mucho más nefasta fue la llamada peste negra a finales de la Edad Media. Según cálculos actuales la peste causó la muerte de 25 millones de personas, la tercera parte de la población europea. Las consecuencias sociales y económicas, como es obvio, fueron de grandes dimensiones y la rápida disminución de mano de obra condujo a innovaciones tecnológicas importantes, algunos historiadores incluso han señalado la peste como uno de los antecedentes importantes del Renacimiento en Europa occidental. Hacer de la peste negra la causa de la revolución científica del Renacimiento no parece ser una tesis fácil de defender, pero incluirla como una de las variables para explicar la emergencia de una nueva ciencia puede tener sentido. La historia y la sociología de la ciencia nos ha enseñado que el conocimiento es un producto humano, el resultado prácticas sociales complejas, un producto social histórica y culturalmente determinado. Es un reflejo del orden social y si reconocemos algo de verdad en las tesis de historiadores como Thoma S. Kuhn , las grandes revoluciones científicas tiene lugar en momentos de crisis, cuando paradigmas o modelos dominantes se derrumban.
Hoy la ciencia y la medicina tienen capacidades distintas y en muchos aspectos superiores a las de hace 600 0 100 años. Pero también el desafío es mayor. Hoy nos enfrentamos a una población de siete mil millones de seres humanos en su mayoría conviviendo en enormes centros urbanos y con miles de personas movilizándose cada minuto a escala global.
Hoy, a pesar de los recientes avances médicos y científicos, para detener los efectos del virus, no parece haber más remedio que aislar a los seres humanos y así romper las cadenas de inevitable contagio. El aislamiento puede atenuar la velocidad o postergar la dispersión de la enfermedad; pero la medida también rompe violentamente con las prácticas sociales que hacen posible el funcionamiento de nuestra economía y nuestra cultura como la conocemos.
En los medios de comunicación el tema del COVID-19 parece estar monopolizado por ciertos campos del conocimiento, por un lado, epidemiólogos y por otro, economistas. Con todo el respeto que merecen estos campos de conocimiento, es importante reconocer también sus limitaciones. La pandemia es demasiado grande e importante para dejarla en manos de la epidemiología o la economía. Las curvas de frecuencias y las regresiones estadísticas son muy poderosas, pero no suficientes para entender lo que está pasando. De ahí el llamado a que las ciencias humanas y sociales tengan una voz y la necesidad de una ciencia capaz de incorporar y poner en diálogo dimensiones diversas, un conocimiento con capacidad de incorporar aspectos técnicos, científicos, culturales, psicológicos, políticos y éticos. Necesitamos la activa participación de múltiples formas de entender un fenómeno complejo y allí no pueden faltar las ciencias sociales, las humanidades y las artes.
No sólo las ciencias “duras” deben ampliar sus horizontes, también los antropólogos, sociólogos, filósofos, politólogos, historiadores, psicólogos y demás deben poder escapar de sus terrenos de confort y incrementar su capacidad de entender y dialogar con médicos, economistas y con quienes toman decisiones que afectan a la sociedad en su conjunto. Como es obvio, el virus no solo afecta el sistema inmune o las células del nuestro sistema respiratorio; ya mostró sus estragos sobre la sociedad donde la vulnerabilidad de ciertos grupos sociales se ha hecho más evidente y la comprensión de sus consecuencias requiere de mucho más que mediciones y más o menos torpes predicciones econométricas. La sociología y la antropología deben dar una mano. Imposible ignorar las dimensiones éticas de lo que está ocurriendo, las decisiones que hoy toman los expertos bajo la ilusión de cierta neutralidad tienen consecuencias directas sobre quienes tendrán más opciones de enfermar, de vivir o morir. De manera que la filosofía y la bioética deben estar trabajando de la mano con los médicos y políticos. El virus y las medidas que hemos tomado para enfrentarlo ya han afectado nuestra cordura, pero las ayudas para enfrentar la ansiedad y el miedo son poco visibles, la psicología tiene aquí una función definitiva. Estos son sólo algunos ejemplos, pero la complejidad del problema hace evidente que las parcelas de los especialistas son insuficientes.
No se si lo logremos, pero el futuro necesita una ciencia distinta, más abierta, multidimensional, que rompa con las limitaciones disciplinares y logre incluir miradas diversas entre las cuales no puede faltar la voz de la gente que se ve afectada por el virus y por las acciones humanas para detenerlo. Los medios de comunicación tienen una responsabilidad especial en esta historia, cualquiera que sean las medidas a tomar, esta supone un componente pedagógico sin el cual es imposible la reflexión y las acciones colectivas que requerimos.
*Mauricio Nieto es historiador de ciencia y decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes.