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Las emergencias de salud pública global son fenómenos complejos que van más allá de la biología. Las epidemias transforman la vida en sociedad y que, como en prácticamente todo en salud pública, afectan de forma desproporcionada a los grupos socioeconómicos más vulnerables. Desde hace un par de meses el coronavirus SARS-CoV-2 y la enfermedad que este genera, COVID-19, están poniendo a prueba no solo a los sistemas de salud del mundo sino también sus estructuras sociales.
En 2014, Salome Karwah, una enfermera de Liberia quien sobrevivió al Ébola y que por su inmunidad al virus logro asistir heroicamente a muchos pacientes que cayeron víctimas de la epidemia en su país, se convirtió en la imagen de la portada de la popular revista Time, que en esa edición nombró Personaje del Año a los 'luchadores contra el Ébola'. Tres años después, Karwah falleció por complicaciones después de un parto que no fueron atendidas porque otros trabajadores de la salud tenían miedo de acercarse a ella por temor a ser contagiados del virus. El estigma que surgió tras la amenaza del Ébola sumado a un sistema de salud debilitado terminó de manera injusta con la vida de una persona dedicada a cuidar a los demás.
Las reflexiones sobre el costo social de una epidemia como la del Ébola desafortunadamente se quedaron en los pocos países africanos afectados. Ahora es nuestro turno. De acuerdo con The New York Times, la cuarentena de 60 millones de personas para contener el SARS-CoV-2 en la provincia de Hubei, en China, ha resultado en pérdidas de empleos y problemas para acceder a los alimentos. Activistas feministas en China han denunciado que algunas mujeres están siendo víctimas de abuso físico por parte de familiares en su hogar. Empresas surcoreanas están reduciendo el salario de aquellas mujeres que han faltado a sus trabajos por quedarse en casa cuidando a los hijos que no pueden ir al colegio porque están cerrados. En Irán los ciudadanos han dejado de confiar en las autoridades después de múltiples críticas sobre cómo se ocultó la verdadera situación de la COVID-19 en el país para evitar que las personas participaran en las elecciones parlamentarias en febrero. Seis personas murieron en amotinamientos en prisiones de Italia luego de que se suspendieran las visitas como una medida para responder a la epidemia.
En Colombia, la mayor preocupación está enfocada en si nuestro sistema de salud está listo para enfrentar esta emergencia global. Sin embargo, aunque algunos nieguen reconocerlo, la solidaridad de la cobertura universal en salud de nuestro país es tal vez nuestra mejor defensa. La desprotección financiera es algo por lo que afortunadamente no debemos preocuparnos en estos tiempos críticos. Lo que sí nos debería preocupar más es el efecto que tiene la desigualdad en nuestra capacidad de respuesta a la epidemia. La profunda inequidad social nos hace más vulnerables.
Entre las personas de la tercera edad, el grupo más susceptible a los efectos graves de la COVID-19, solo el 25% reciben una pensión. Esto hace que ante un posible aislamiento tengan dificultad para responder por sus gastos o para acceder a alimentos. El cuidado de muchos de ellos depende de su núcleo familiar, lo que necesariamente afectará la dinámica de sus hogares. La naturaleza de los empleos formales e informales de muchos colombianos no permite que puedan trabajar a distancia, lo que aumenta su exposición al nuevo virus en comparación con otros empleos mejor remunerados que pueden adaptarse más fácilmente al teletrabajo. Más de 2 millones de personas en el país carecen de acceso a servicios de acueducto y alcantarillado, lo que de entrada les quita la posibilidad de tomar medidas como el lavado de manos para protegerse de infecciones o la adecuada disposición de aguas residuales. La ruralidad desde hace muchos años es vulnerable a la falta de acceso a servicios de salud especializados, indispensables en el manejo de las complicaciones de esta enfermedad respiratoria. Nuestros amigos migrantes no solo tienen que enfrentar barreras en el acceso al sistema de salud, sino también a señalamientos xenófobos incoherentes pues el riesgo al SARS-CoV-2 en nada tiene que ver con la nacionalidad o el estatus migratorio.
El impacto social que está generando la respuesta global ante el SARS-CoV-2 y la COVID 19 muestra la necesidad de incluir una mirada de derechos humanos en las estrategias locales e internacionales. El pasado 6 de marzo la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, pidió a los gobiernos que tomen acciones integrales que busquen proteger a los grupos sociales más vulnerables tanto en lo sanitario como en lo socioeconómico. Bachelet resaltó la importancia de implementar estrategias que por una parte respeten la dignidad humana y los derechos de los ciudadanos, y que por otra combatan la discriminación y el estigma.
La COVID-19 nos tiene que servir para entender que la lucha global por eliminar la inequidad social no solo nos beneficia a todos. Nuestra salud y la de todas las personas que amamos dependerá siempre de nuestra capacidad para superar la pobreza y la discriminación. Dependerá de líderes que entiendan que la salud pública es un asunto de justicia social.
*Investigador de Dejusticia y profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes. Twitter: @harimetsu
* “Estamos cubriendo de manera responsable esta pandemia, parte de eso es dejar sin restricción todos los contenidos sobre el tema que puedes consultar en el especial sobre Coronavirus".