Las tejedoras, el espejo de los Wayuu
Por: Gloria Castrillón
Periodista de CROMOS
Fotos: Inaldo Pérez
Bajaba siempre de noche. Tejía chinchorros, fajas y mochilas mientras todos dormían. Wale Keru, la araña, tenía su secreto bien guardado. Tejía y tejía con cada luna, esperando que una inquieta niña le pidiera conocer el arte de urdir hilos, mezclar colores y lograr diseños.
Una noche, Wale Keru recibió la visita de una niña que quería aprender a tejer. La araña la instruyó durante varias lunas, le regaló los diseños más hermosos, y desapareció. La niña, convertida en mujer, salió del encierro al que fue sometida cuando le llegó su primera menstruación con el valioso secreto del tejido entre sus manos.
Así aprendieron a tejer las mujeres wayuu. Y así ha sido desde el comienzo de los tiempos. Desde que este pueblo tiene memoria, las niñas cumplen con el ritual del encierro apenas se desarrollan. Son tres meses en los que aprenden de la madre, la abuela y las tías maternas el conocimiento y los valores para ser una wayuu en toda su dimensión.
Al salir del encierro ya no son niñas. No deben jugar ni reír con varones. Solo así serán bien valoradas y pagarán una mejor dote por ellas cuando un hombre se fije en ellas y las pida en matrimonio. En ellas descansa el prestigio de la familia.
Las mujeres en la cultura wayuu son las encargadas de llevar el linaje. Sobre sus hombros reposará el hogar. Antes de llegar a los 18 deberán hacerse cargo de los hijos, cocinar, pastorear los animales, cuidar el cultivo, conseguir el agua y la leña. Y tejer. Entre más hábil sea una indígena con el tejido, más prestigio tendrá dentro del clan.
Entre los wayuu, ser mujer es saber tejer. Por eso, algunas madres se preocupan por que sus hijas sean excelentes tejedoras y las inician en el arte de los hilos, las agujas y el telar desde muy pequeñas. Solo ellas conocen ese secreto ancestral de combinar los colores y hacer las figuras alegóricas a los animales, a la Luna, al Sol.
Antes utilizaban materiales que conseguían en la naturaleza: algodón, fique o fibras vegetales que teñían con raíces, cortezas o frutos. Luego los españoles que intentaron conquistar estos territorios trajeron lana de oveja y crin de caballo. Ahora las wayuu tejen con hilo y algodón procesados industrialmente, intentando mantener los kanaas o figuras que aprendieron varias generaciones atrás.
Pero cada vez es más difícil.
Las mujeres están dedicadas a parir los hijos que les toquen. De sus manos salen los chinchorros que marcan la vida de los wayuu pues allí nacen, descansan, se reproducen y mueren.
En telares, que siempre están en la cocina, las wayuu tejen chinchorros, mientras están pendientes de las labores del hogar.
Para no olvidar
Gran parte de la vida de una ranchería transcurre en la cocina, bajo la batuta de las mujeres. Es un espacio amplio, más grande que las habitaciones. Es en realidad una enramada, cercada con madera, sin puertas ni ventanas. Su único mobiliario bajo techo es una mesa de madera para poner las ollas y los trastos; el fogón de tres piedras está en la parte destechada. Siempre hay un chinchorro para tener cerca a los bebés. Al lado, descansa el telar.
Estamos en Patsuain, una ranchería de Manaure. La vida aquí transcurre lenta, con ese letargo propio de la vida del desierto donde parece que no pasara nada. En esta ranchería, en horas de la tarde, solo se ven mujeres. Los hombres están trabajando (en estos tiempos de crisis se diría rebuscando, las fuentes de empleo escasean cada vez más).
En la cocina de Esperanza Pushaina, un bebé duerme la siesta. Mientras ella trae el agua para el almuerzo, la mamá teje en el telar; los más pequeños están consiguiendo leña; otros corretean y juegan al carrito de cardón.
Este universo es femenino. Las mujeres siempre están aquí, dedicadas a parir los hijos que les toquen. De sus manos salen los chinchorros que marcan la vida de los wayuu pues allí nacen, descansan, se reproducen y mueren. De sus manos salen las mochilas y aperos de las bestias que sirven para cargar su existencia, desde aquellos tiempos en los que recorrían el desierto en una vida seminómada. De sus manos también salen los fajones y pequeñas mochilas del wayuco que vestían los hombres sin pena antes de que prefirieran esconderse debajo de unos pantalones.
En fin, han sido las manos femeninas las que han tejido el conocimiento y casi todo lo que se puede tocar y tiene alguna utilidad en la vida de estos indígenas.
La anciana madre de Esperanza mueve sus manos muy rápido. Está sentada en un pequeño banco de madera frente al telar. Entrelaza los hilos como si estuviera tocando un instrumento de cuerda e interpretara una melodía que solo ella conoce. Las nietas la rodean, mientras teje un chinchorro.
Está muy concentrada en su oficio y no le interesa mucho explicarle su arte a unos alijunas (mestizos). En realidad no hay mucho que pueda explicar ni mucho que podamos entender. Solo cuenta que hay unos chinchorros sencillos y otros más grandes y que dependiendo del tamaño puede tardarse entre uno y tres meses en terminarlo.
Estas mujeres son muy celosas con sus conocimientos y su espacio. No es fácil entrar a su entorno ni mucho menos lograr que hablen de cómo combinan los colores o qué significan las figuras que con maestría dibujan tan solo con un hilo y una aguja.
Y tienen razón. En esos tejidos está la esencia de su cultura. En esas figuras de colores vivos que van desde el azul agua marina intenso, pasando el rojo y el naranja, hasta el café y el verde, está el ADN de este pueblo que ocupa indistintamente territorio colombiano y venezolano y que fue el único que logró resistir el embate de los conquistadores españoles, aunque sucumbiera después a la arremetida de los alijunas que intentaban formar sus repúblicas después de trazar fronteras.
Gracias a esos tejidos las mujeres aportan a la economía doméstica desde que el comercio se convirtió en una alternativa de vida y los hombres traían mercancías de las islas caribeñas. Lo que después sería llamado «contrabando» ha sido el sustento de este pueblo durante décadas. Y tal vez por eso, y por adaptarse a las duras condiciones climáticas de la península, son hoy la etnia más numerosa tanto en Colombia como en Venezuela, aunque aun no haya un censo real que nos indique cuántos son.
La anciana madre de Esperanza no habla español –casi el 70 % de la población indígena solo habla wayuunaiki–, pero con ayuda de su hija Esperanza explica que hace los chinchorros por encargo y que por los dos o tres meses de trabajo alcanza a cobrar apenas cien mil pesos. El resto se le va en hilos que manda comprar en Manaure o le traen de Riohacha. Se queja porque por un chinchorro le pagan apenas 300 000.
La Yotna es un baile ritual con el que los wayuu celebran varios acontecimientos de su vida. La salida del encierro de las jovencitas es uno de ellos. En los colegios de las rancherías se practica para no perder la tradición.
Las manos femeninas han tejido el conocimiento y casi todo lo que se puede tocar y tiene alguna utilidad en la vida de estos indígenas.
El ayaawataa, el espejo de los wayuu
Esperanza prefiere hablar del ayaawataa, un gran tapiz que les ayuda a llevar el control de los niños menores de diez años que hay en su comunidad. Cuenta que fueron su mamá y su tía materna las encargadas de tejerlo y que tardaron dos meses en hacerlo.
«Escogimos el verde por las hojas de la abija, un árbol que cuando llueve se pone muy verde», dice Esperanza, como evocando las lluvias que hace casi dos años no caen en esta región. En el tapiz ella, que es la líder de la comunidad, cuelga una borla por cada niño de la ranchería, bajo un letrero según el rango de edad: de 0 a 2 años, de 2 a 5 años, de 5 a 10 años.
Las borlas de color café representan a los varones, las de color rojo, a las niñas. Hay un espacio especial para las mujeres embarazadas; otro para los niños que no tienen identificación, y uno más para la promotora de salud. Esperanza explica que algunas borlas llevan además una cinta de color verde, cuando los niños están enfermos; los que llevan la cinta color naranja son los que no tienen carné de afiliación al sistema de salud.
Los borlas que adornan las guaireñas (alpargatas) tienen un especial significado para las indígenas.
También hay un espacio, al final, reservado para poner las borlas negras, las que identifican a los niños que han muerto. Hace dos años que Esperanza no cuelga borlas negras en la ayaawataa de su comunidad. El último fue su sobrino de seis años. Un médico del hospital de Riohacha le dijo que había retenido líquido, hasta que le llegó a los pulmones.
«Anteriormente los niños se nos enfermaban mucho –cuenta Esperanza–, es que pasábamos mucha necesidad con el agua; la consumíamos del jagüey (pozo que recoge las aguas lluvia) y no era apta para el consumo. Ahora ya estamos más organizados y la alcaldía nos la manda en carro tanque. Toca tasarla, pero es potable».
La diferencia entre el antes y el ahora que relata Esperanza radica en la presencia de la Fundación Caminos de Identidad, Fucai, en la comunidad. Antes, reconoce la líder, los niños se morían por descuido de las madres que no los llevaban a tiempo al médico o porque las mujeres no iban a control prenatal y los niños morían al nacer.
Pero ya no, insiste esta mujer de apenas 24 años. Ella sufrió en carne propia el drama de la muerte de niños, que puso en alerta al país tras conocerse la escandalosa cifra de 4171 menores muertos en los últimos ocho años por desnutrición o enfermedades asociadas al consumo de agua contaminada. Es decir, muertes que se podían prevenir. Esperanza hizo parte de esa fría estadística que tardamos años en conocer en el resto del país: perdió a uno de sus hijos por la ausencia de agua potable, por la falta de alimento, por ese lastre histórico heredado por el afán del arijuna que sobreexplota la tierra y acapara el agua para sus grandes cultivos o la extracción del carbón, por la corrupción que les arrebata el derecho a tener agua y un cultivo donde cosechar lo que se comen.
En once comunidades de Manaure donde Fucai está presente hay promotoras de salud como Esperanza que están pendientes de los niños y las madres gestantes o lactantes. Y utilizan la ayaawataa como un instrumento de medición y control.
Saber tejer es sinónimo de inteligencia, creatividad y juicio. Las wayuu saben que deben tejer en un ambiente de armonía y tranquilidad. Si no es así, la combinación de color puede no ser acertada o fallaría la simetría de las figuras.
Por ejemplo, en Tatsua viven 22 familias; en total 142 personas, de las cuales 36 son niños menores de diez años; dos de esos menores tienen problemas con su afiliación a la EPS y solo uno estaba enfermo.
Esperanza cuenta que ya no hay problemas de identificación en su comunidad. Hace un par de años algunos jóvenes decidieron aprender español para evitar que los políticos llegaran otra vez a engañarlos y entregarles cédula antes de los 18 años a cambio de un par de billetes y su voto. De tal manera que cuando completaban la mayoría de edad que la ley arijuna estipula, ya estaban cedulados y ambas identificaciones quedaban anuladas, hasta que cumplieran un engorroso e inexplicable trámite.
«El ayaawataa es nuestro espejo, ahí nos podemos mirar», asegura Élida en wayunaiki. Ella fue la que tejió el tapiz en la comunidad de Ichien. Las mujeres de la ranchería eligieron el azul porque representa la cercanía al mar, que les ha ofrecido una alternativa de alimento.
Lo mejor del ayaawataa, dice Ermelinda Ipuaná, una de las lideresas de la zona que ayuda a capacitar a sus hermanas wayuu, es que se trata de una construcción colectiva. «Ahí nos encontramos… y nos cuidamos».
Muchas de estas mujeres no saben que sus artesanías se han vuelto famosas de la mano de grandes diseñadoras de la alta costura en el mundo y que primeras damas y empresarias las han entregado como presentes en eventos diplomáticos. Muchas de ellas no saben ya qué significan los entramados y las figuras que reproducen con sus manos; solo saben que así se las enseñaron sus madres, tías y abuelas.
Lo importante para ellas es que hoy el tejido las sigue uniendo, como ha sido desde el principio de los tiempos, con los saberes de su pueblo, con sus hijas, con la tierra, y les recuerdan todos los días a sus descendientes que ser mujer es saber tejer.
Los colores del desierto. La complejidad de los diseños y los colores utilizados reflejan la sabiduría de las tejedoras. Con figuras geométricas representan elementos cotidianos como animales, plantas, estrellas, el sol, la tierra.