A este hombre se le ha muerto su gata: lee la columna de Álvaro Castillo Granada
El escritor Álvaro Castillo Granada evoca la memoria de una gata que, a pesar de su partida, sigue presente. Es más que un recuerdo, es similar a un latir incesante, que se quedó para siempre.
Por Álvaro Castillo Granada
03 de diciembre de 2024
“Ni siquiera sabe si es capaz de hablar de la muerte de su gato”, leí en Las casetas de baño, de Monique Lange. Novela deslumbrante y conmovedora. Cerré el libro un momento.
Siempre estoy esperando (no buscando) la primera frase cuando quiero o necesito escribir un texto. Por alguna circunstancia misteriosa e indescriptible, una idea comienza a rondarme. Esa idea se transforma en un argumento, una historia, una sensación, que busca transformar en texto. Mientras camino voy dándole vueltas. Contándomelo a mí mismo de una manera o de otra, sin anotar jamás nada, con el peligro cada vez más cierto de que se me olvide. No me angustia: sé que se transformará en otra cosa apenas encuentre la primera frase.
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A este hombre se le ha muerto su gata. Y no fue ahora. Fue hace doce años. Parece que el tiempo no hubiera transcurrido. Es como si las siete vidas que debió vivir (esa oportunidad de infinito), las vidas que la habitaron, hicieran que el tiempo de su ausencia fuera un eterno presente. No se trata, por supuesto, que reviva su muerte todo el tiempo. Eso sería horripilante. Lo que lleva consigo constantemente es su presencia. La presencia de esa gata que se le ha muerto a un hombre.
Sigue a Cromos en WhatsAppAntes de ella, ese hombre sólo había tenido contacto con un gato. Se llamaba Tinto. Pertenecía a alguien que habitó su vida durante cinco años. Era un gato que permanecía más tiempo fuera de la casa que en ella. Desaparecía con frecuencia. Regresaba sin avisar. Varias veces se sentó en sus piernas. Sin mirarlo. Esperando que lo acariciara un rato. Un día no volvió. No se supo qué pasó. Como sucede con el amor: se esfumó.
La gata de este hombre perteneció, primero, a una mujer que también habitó su vida. No recuerda exactamente cuándo fue la primera vez que la vio. Sólo sabe que cabía en su mano y que siempre, que se quitaba las botas, se lanzaba como una acróbata a morderle los dedos de los pies.
Por esas cosas que tiene la vida, pasó a vivir con él. Tenía cuatro años. Nunca, en su vida adulta, había vivido con un animal. De niño tuvo dos perros: Borona y Manchitas. Esa gata llegó a su vida y, desde la primera noche, dejó en claro que se iba a quedar con él hasta el final. ¿Cómo lo supo? Porque ella decidió confiar en él desde el principio. Desde ese día su espacio pasó a ser suyo.
Aprendió con ella que casi todo lo que había escuchado sobre los gatos no era cierto. Descubrió que los gatos no eran tan independientes y huraños. Y que eran absolutamente rutinarios. Lo miraba irse, mientras tomaba el sol en su camita al lado de la puerta del patio, en las mañanas, y lo esperaba, al lado de la puerta, cuando llegaba en la noche. Sabía sus pasos.
Fueron seis años los que vivieron juntos. Se entregaron todo el amor que les fue posible.
Y, cuando llegó el momento inevitable de partir, le entregó a ella su presencia hasta el final: se durmió sobre su pecho, escuchando el latido de su corazón.
De eso hace doce años. Aún la siente. Su presencia sigue habitando su casa. De cuando en cuando pareciera que cruza, como una ráfaga, de un cuarto a otro. Como cuando jugaban a perseguirse. Regresa, a veces, en sus sueños. Siempre igual. Delgada y cariñosa. La última vez ella le trajo un regalo: una flor. Roja.
Seguí leyendo a Monique Lange: “Cuando se acuerda de ello, aún le duele todo. Mao el negro, Mao el arisco, Mao el inolvidable. (...) Y, con todo, Mao ha entrado en la eternidad de su corazón. Mao, suyo e irreemplazable. Mao, que ya no la abandonará jamás”.
Esa gata, mi gata, se llamaba Potota. Y sé que hasta el final me acompañará.
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