Aprenda a agradecer para mejorar su vida
La modernidad nos ha hecho pensar que todo lo que recibimos es una
obligación. Quien así actúa nunca estará satisfecho. Haga lo contrario,
agradezca, y verá cómo todo cambia.
Por Redacción Cromos
15 de agosto de 2011
Aprenda a agradecer para mejorar su vida
La gratitud es uno de los dones del alma, y significa devolver a su fuente un gesto equivalente a lo que hemos recibido en algún momento de la vida. Es, quizás, el mayor acto de grandeza del espíritu después del perdón. Es, además, un acto de generosidad: honrar dando de lo que recibimos, para producir abundancia y conservar el equilibrio. Así como recibo, doy.
Pero sucede que la modernidad nos ha contagiado de su voracidad. Y entonces sólo nos gusta recibir. Vamos por ahí chupando, vampirizando, confundiendo talento con oportunismo. Pareciera que sólo queremos acumular. Ignoramos que todo es un fluir abundante, que cuando algo entra a la vida nos inspiramos para devolver: los grandes dan a los más pequeños y estos a su vez dan a otros, haciendo una cadena de gratitud que sigue el curso de la vida, fluyendo, pulsando, manteniendo el ritmo del dar y el recibir: el compartir.
Ciegos frente al milagro
La velocidad a la que vivimos nos llevó a olvidarnos de la gratitud. Pasamos por encima de las personas, de los eventos y de las cosas maravillosas, sin siquiera darnos cuenta de que su existencia es, de por sí, un milagro.
Sigue a Cromos en WhatsAppDía a día nos levantamos como locos buscando la ducha, y pasamos por ella sin darnos cuenta, pues en un abrir y cerrar de ojos, luego de un “baño de gato”, logramos estar de pie para empezar la jornada diaria. Tomamos una taza de cereal y nos atarugamos con un banano mientras bajamos al parqueadero a sacar el carro a toda velocidad, y luego tímidamente levantamos la mano para decir adiós al portero que abrió la puerta del garaje con la poca fuerza que le queda luego de un turno de 8 horas de vigilancia… Para dar las gracias no hay tiempo, sobre todo si en el hermetismo del carro llevamos encendida la radio, y la blackberry en altavoz para hablar mientras conducimos con alguien del trabajo o con un amigo con el que tenemos un negocito entre manos.
Llegamos a la oficina sin percatarnos de si el cielo sigue siendo azul, y vamos derechito a revisar los mensajes que atestan el correo interno de la empresa –tarea en la que los empleados modernos gastan la mitad de su jornada laboral–, mientras pasamos por alto que la señora de los tintos ya tenía sobre el escritorio un mug personal con café, un vasito de agua a la temperatura que nos gusta, y un sobrecito de panela para endulzar, pues ella sabe que la dieta nos impide endulzar con azúcar.
Y así vivimos: a dieta, no sólo de azúcares y carbohidratos, sino a dieta de agradecimientos. Parece que nos costara decir gracias mirando a los ojos a la señora de los tintos; al portero que pone en riesgo la salud de su columna vertebral cada vez que jalonea la puerta del parqueadero; a los padres por lo recibido, a los amigos por su presencia, y a la vida misma porque el cielo nuevamente amaneció azul o gris.
Nos acostumbramos a vivir en automático, y por eso pasamos por encima de los demás, de sus acciones, pensando que todo lo merecemos de gratis, que todo lo que nos dan es un derecho adquirido.
Nos consumió el apuro, y por eso nos olvidamos de mirar la belleza, no esa de los estereotipos –a la cual sí estamos acostumbrados, pues tenemos un radar muy sensible que detecta el contoneo de ellas o la estela de testosterona que dejan ellos–, sino la belleza en sí, la no construida, la belleza natural que tiene el viento, la sonrisa de un hijo, el maullar de un gato, el calorcito del sol sobre la piel en un domingo, o del agua que nos moja cuando tomamos un baño luego de un largo día de trabajo.
Nos acostumbramos a pensar que estamos por encima del mundo. En medio de esa soberbia y de ese egocentrismo tan odioso, nos convencimos de que el sol, la tierra, la lluvia, el agua, en fin, cada cosa no es más que un accesorio del decorado de la vida, al que no le damos el valor que se merece. Es como se comportan las divas de la tele, esas que suponen merecer cada cosa y que llegan a grabar cubiertas con una bata de seda, mientras se pavonean entre sus “súbditos”, menos bellos, menos importantes, menos especiales. Seguramente así nos vemos cuando caminamos por la vida sin agradecer, sólo mirando por encima del hombro a “lo demás”.
El avaro no disfruta
A veces han recibido tanto, tanto, que se ven comprometidos a devolver. Y es tanto lo que tendrían que hacer, que toman el camino de la ingratitud, un camino menos esforzado y en detrimento de sí mismos. Todo aquel que no agradece, tampoco toma, no hace suyo lo recibido. Por ende, no disfruta sus logros.
Los desagradecidos vagan por el mundo como hienas carroñeras, movidos más por el oportunismo que por la creatividad, con la actitud de que el mundo está en deuda con ellos, de que todo hay que dárselos, de que pueden tomar sin devolver. Ignoran que se condenan no sólo a desarrollar una personalidad carente, sino una profunda sensación, en el fondo, de no merecimiento. Quien no agradece lo que le es dado, y no devuelve el gesto, se endurece y aprende a vivir copiando, hurtando, acechando sin humildad.
El poder de la gratitud es ir más allá de lo esperado, es saber tomar y aprender a devolver multiplicado. Dar las gracias en las cosas simples y en las complejas. Activar el poder de la gratitud es ir aceptando la vida con todo, con lo que viene. Es ir bajándonos de la arrogancia, de que podemos ir por ahí tomando todo, chupando todo, sin tener que devolver, sin dar las gracias.
Mañana, levántese un poco más temprano, abra la cortina y respire profundo, y agradezca que el cielo aún está ahí para usted. Póngase la mano en el cuello, muy suavecito, y sienta cómo la sangre corre por su cuerpo; dese cuenta de que está vivo y celébrelo. Vaya a la ducha y busque la temperatura perfecta, báñese despacio y disfrute la manera como el agua lo recorre. No espere ir a África y regresar para arrodillarse y bendecir el hecho de recibir agüita fresca con sólo abrir el grifo. No espere estar al borde para valorar lo que le rodea, y deje de calificar como “accesorio” todo lo que cree que está a sus pies. Recuerde que quienes lo rodean, y las cosas que ahora está observando, al igual que usted, son un milagro.