Compartimos un capítulo de ’La chica de nieve’, la novela de Javier Castillo
Este es el comienzo de lo nuevo del autor español. La búsqueda de Kiera Templeton atrapará al lector de principio a fin. El libro ya está disponible en las librerías del país.
Por Redacción Cromos
30 de agosto de 2020
El escritor malagueño ha vendido más de 650.000 ejemplares. 'El día que se perdió la cordura' es su obra más conocida.
Por Javier Castillo
Capítulo 1
Nueva York
26 de noviembre de 1998
Sigue a Cromos en WhatsAppLo peor siempre se fragua sin que lo puedas intuir.
Grace levantó la vista e ignoró durante algunos momentos la majestuosidad de la cabalgata de Acción de Gracias para observar a su hija, subida a hombros de su padre, radiante de felicidad. Se fijó en que sus piernas colgaban juguetonas y en cómo las manos de su marido sujetaban los muslos de la pequeña con una firmeza que más tarde recordaría como insuficiente. El Santa de Macy’s se acercaba sonriente en su gigantesco trono y, de vez en cuando, Kiera señalaba y chillaba de felicidad a la comitiva de duendes, elfos, galletas de jengibre gigantes y peluches que desfilaban delante de la carroza. Llovía. Una suave y fina cortina de agua empapaba chubasqueros y paraguas, y aquellas gotas, quizá, siempre tuvieron aspecto de lágrimas.
—¡Allí! —gritó la niña—. ¡Allí!
Aaron y Grace siguieron el dedo de Kiera, que señalaba un globo blanco de helio alejándose hacia las nubes, haciéndose diminuto mientras volaba entre los rascacielos de Nueva York. Luego bajó la vista hacia su madre con ilusión y Grace supo al instante que no podía decirle que no.
Grace observó una de las esquinas de la calle, en la que había una mujer vestida de Mary Poppins, con el paraguas en alto bajo un montón de globos blancos, que regalaba a todo aquel que se acercaba.
—¿Quieres un globo? —preguntó su madre, sabedora de la respuesta.
Kiera no contestó de la emoción. Tan solo abrió la boca con una mueca de felicidad y asintió, mostrando sus hoyuelos marcados.
—¡Pero ya está ahí Santa Claus! ¡Nos lo vamos a perder! —protestó Aaron.
Kiera perforó de nuevo sus hoyuelos, dejando ver entre sus paletas un pequeño hueco en el que a veces se le quedaba la comida. En casa les esperaba una tarta de zanahoria para celebrar el cumpleaños de la niña al día siguiente. Aaron pensó en ella y quizá por ese motivo aceptó.
—Está bien —continuó su padre—. ¿Dónde se con siguen esos globos?
—En la esquina los está repartiendo Mary Poppins
—respondió Grace, nerviosa. La gente había comenzado a agolparse donde ellos se encontraban y la tranquilidad de los minutos previos empezaba a diluirse como la mantequilla del relleno del pavo que esperaban cenar esa noche.
—Kiera, quédate con mamá y guardad juntas el
sitio.
—¡No! Yo quiero Mary Poppins.
Aaron suspiró y Grace sonrió, consciente de que
iba a ceder una vez más.
—Espero que el pequeño Michael sea menos cabezón —añadió Aaron, al tiempo que acariciaba la incipiente barriga de su mujer. Grace estaba embarazada de cinco meses, algo que en un principio consideró una temeridad, especialmente con Kiera tan pequeña, pero que ahora veía con ilusión.
—Kiera ha salido a su padre —rio Grace—. No me lo puedes negar.
—Está bien, pequeñaja. ¡Vamos a por ese globo! Aaron se recolocó a Kiera sobre los hombros y luchó por abrirse camino hacia la esquina, entre una muchedumbre cada vez más numerosa. Cuando se encontraba a unos pasos y antes de alejarse más se volvió
hacia Grace y gritó:
—¿Estarás bien?
—¡Sí! ¡No tardéis! ¡Ya viene!
Kiera le dedicó una amplia sonrisa a su madre de nuevo desde los hombros de Aaron, con esa cara que irradiaba alegría en todas direcciones. Ese fue el consuelo de Grace, años más tarde, cuando intentaba convencerse de que el vacío no era tan oscuro ni el dolor tan intenso ni la pena tan asfixiante: en la última imagen de Kiera que recordaba la pequeña sonreía.
Cuando llegaron hasta Mary Poppins, Aaron bajó a Kiera al suelo: una acción que nunca se perdonaría. Pensó que quizá así ella estaría más cerca de la señorita Poppins, o que tal vez, quién sabe, podría agacharse a su lado para animarla a que fuese ella misma la que pidiese el globo. Uno hace las cosas con ilusión, incluso cuando estas pueden tener las peores consecuencias. El sonido de la banda se entremezclaba con los gritos del público, cientos de brazos y piernas se movían con dificultad a un lado y a otro de ellos dos, y Kiera agarró con fuerza la mano de su padre con algo de miedo. Luego alargó la otra hacia la chica que estaba disfrazada de Mary Poppins, quien dijo aquellas palabras que se clavarían para siempre en la memoria de aquel padre a punto de perderlo todo:
—¿Esta niña tan preciosa quiere un poco de azúcar? Kiera rio. También emitió un sonido que más tarde Aaron recordaría como un ligero bufido entre una risa y una carcajada a punto de estallar. Ese es el tipo de recuerdos que se te clavan en la mente y a los que uno intenta agarrarse como sea.
Fue la última vez que la oyó reír.
Justo en el instante en que Kiera agarró el cordel del globo que la señorita Poppins le extendió con unos frágiles dedos hubo otra explosión de confeti rojo, de nuevo el grito eufórico de todos los niños y, de pronto, padres y turistas se pusieron nerviosos por una serie de empujones que provenían de todas direcciones y de ninguna al mismo tiempo.
Y entonces pasó lo inevitable. Aunque Aaron más adelante pensase que podría haber cambiado tantas cosas en esos escasos dos minutos en los que sucedió todo. Aunque Aaron creyese que quizá podría haber cogido él el globo, o incluso haber insistido en que se quedase con Grace, o incluso se hubiese acercado a la mujer desde la derecha en lugar de desde la izquierda, como había hecho. Alguien tropezó contra Aaron, quien dio un paso atrás y trastabilló con una barandilla de unos treinta centímetros de altura que rodeaba un árbol en la 36 con Broadway. Y ahí, en ese preciso instante, fue la última vez que sintió el tacto de los dedos de Kiera: su temperatura, su suavidad, cómo agarraba su manita los dedos índice, corazón y anular de su padre. Ambas manos se soltaron y Aaron no supo entonces que sería para siempre. Aquello podría haber quedado en un simple tropiezo si tras su caída no se hubiera producido la de varias personas en cadena, y lo que podría haber su puesto tan solo un segundo en reincorporarse desde el suelo se convirtió en un largo minuto recibiendo pisotones de gente que, al dar algún paso atrás para apartar se de la comitiva del desfile y montarse de nuevo en la acera, aplastaba sin querer una mano o una tibia. Desde el suelo, como pudo, Aaron gritó:
—¡Kiera! ¡Quédate donde estás!
También desde el suelo a Aaron le pareció escuchar:
—¡Papá!
Dolorido por los pisotones y tras forcejear y pelear para ponerse en pie, se dio cuenta de que Kiera ya no se hallaba junto a Mary Poppins. El resto de personas que habían caído consiguieron ponerse en pie y trataron de recuperar sus posiciones. De pronto, de entre todos ellos, Aaron, gritó de nuevo:
—¡Kiera! ¡Kiera!
Las personas alrededor lo miraban extrañadas, sin saber qué pasaba. Él se acercó corriendo a la mujer disfrazada:
—Mi hija, ¿la ha visto?
—¿La niña del chubasquero blanco?
—¡Sí! ¿Dónde está?
—Le he dado el globo y me he apartado en los empujones. La he perdido de vista con el alboroto.
¿No está con usted?
—¡Kiera! —gritó Aaron de nuevo, interrumpiendo a la mujer y volviéndose hacia su alrededor. La buscaba entre cientos de piernas—. ¡Kiera!
Y sucedió. Lo que sucede en los peores momentos y lo que alguien que mirase a vista de pájaro hubiera resuelto en un instante. Un globo de helio blanco se escapó de entre las manos de alguien y Aaron lo vio. Eso fue lo peor que pudo ocurrir.
Con dificultad, apartó como pudo a la muchedumbre que le bloqueaba el paso y corrió hacia el lugar desde el que había surgido el globo, alejándose de donde estaba, mientras vociferaba:
—¡Kiera! ¡Mi hija!
A su vez, la señorita Poppins también empezó a gritar:
—¡Se ha perdido una niña!
Cuando Aaron por fin consiguió llegar al lugar del que había partido el globo blanco, justo frente a la entrada de una oficina bancaria, un hombre y su hija con dos coletas rizadas se reían mientras se despedían del globo.
—¿Han visto a una niña con un chubasquero blanco? —irrumpió Aaron, con tono desesperado.
El hombre lo miró preocupado y negó con la cabeza.
Siguió buscando por todas partes. Corrió hacia la esquina y apartó a empujones a todo el que encontraba en su camino. Estaba desesperado. La gente se aglutinaba a miles a su alrededor, con piernas, brazos y cabezas que le impedían ver, y se sintió tan perdido y desamparado que el corazón hizo amagos de desaparecer también del interior de su pecho. La música de las trompetas de la comitiva de Santa Claus sonaba estridente en los oídos de Aaron, como un timbre agudo que hacía que sus gritos se diluyesen en el aire. La gente se agolpaba, Santa Claus reía sobre la carroza y todo el mundo quería estar cerca para verlo.
—¡Kiera!
Se acercó como pudo a su mujer, que miraba, ajena a todo, unas galletas de jengibre gigantes que bailaban con pasos muy exagerados.
—¡Grace! No encuentro a Kiera —exhaló.
—¡¿Qué?!
—¡No encuentro a Kiera! La he bajado al suelo y la he… la he perdido. —A Aaron le tembló la voz—. No la encuentro.
—¿Qué dices?
—No la encuentro.
La cara de Grace tardó un instante en viajar de la ilusión a la confusión y luego al pánico, para acabar gritando:
—¡Kiera!
Ambos la llamaron a voces por toda la zona, y la gente a su alrededor dejó lo que estaba haciendo para unirse a ellos en la búsqueda de Kiera. La cabalgata continuó ajena a todo, con Santa Claus sonriendo y saludando a los niños que seguían sobre los hombros de sus padres, hasta detenerse en Herald Square y anun ciar, oficialmente, el inicio de las navidades.
En cambio para Aaron y Grace, que se habían dejado la voz y el alma buscando a su hija, no sería hasta una hora más tarde cuando todo cambiaría para siempre.