Compartimos un fragmento de la novela ’El secreto de la casa del río’
Ofrecemos un anticipo de una historia apasionante y envolvente sobre cómo el pasado puede irrumpir con fuerza y cambiar el presente para siempre. La autora Sarah Lark es editada en español por Ediciones B.
Por Redacción Cromos
07 de agosto de 2020
'El año de los delfines' es otra novela traducida al español de la escritora alemana.
Por Sarah Lark
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—¿Quieres ir a Nueva Zelanda? —Gernot pareció sorprendi do, pero no tan negativo como Ellinor había esperado. Le acaba ba de comunicar su intención de seguir el rastro de su bisabuelo—. Pensaba que no hablaríamos de viajes de vacaciones hasta nuevo aviso... por... el plan familiar... —Dibujó una sonrisa torcida.
Jugueteó inquieta con los prospectos que había solicitado espontáneamente en una agencia de viajes camino del trabajo.
Sigue a Cromos en WhatsApp—No va a ser un viaje de lujo —señaló—. Al fin y al cabo se trata de mi familia. Claro que es caro. Pero, a pesar de todo, en cierto modo siento que debo hacerlo.
—A lo mejor... —Gernot sonrió misterioso—, a lo mejor yo puedo colaborar en los costes. Incluso podría ser que pronto tuviera mucho dinero en la cuenta.
Ellinor miró inquisitiva a su marido.
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—¿Vas a asaltar un banco? —preguntó. Él rio con superioridad.
—No, podría ir contigo y obtener legalmente una fortuna gracias a los neozelandeses —explicó—. Nueva Zelanda dispo ne de museos y galerías de renombre y un círculo pequeño pero exquisito de coleccionistas de arte muy ricos. Maja me lo ha contado. Aunque está en el otro extremo de mundo, no es nada provinciano.
—¡Vas a exponer allí! —Miró a su marido sin dar crédito—. Por supuesto sería estupendo, pero resulta bastante poco realis ta. Necesitas buenos contactos. ¿Los tiene Maja?
—¡De todo tipo! —Gernot se mostró de pronto entusiasmado—. No hace más que decirme que tengo que hacer una ex posición en el extranjero para ganar fama internacional. Y co noce a un galerista en Auckland, un antiguo compañero del que me ha hablado a menudo.
Ellinor frunció el ceño. Naturalmente, estaba encantada con la idea, pero a duras penas podía disimular su escepticismo.
—¿En Auckland? Bueno, por supuesto sería fantástico unir esto a la búsqueda de Frano. Al menos podríamos desgravar los gastos de tu viaje. Pero por extranjero yo entiendo más Francia, España o Italia.
—¿O tal vez solo Bélgica u Holanda? —ironizó él, haciendo una mueca de desaprobación con la boca—. Típico de ti, Elin. El concepto de Think big no va contigo. Siempre tienes que em pezar con pasos pequeños, no planear cosas demasiado grandes, no viajar demasiado lejos. Maja, en cambio, piensa en otras di mensiones. Cuando habla de «por todo el mundo», piensa en
«todo el mundo» y no en «a la vuelta de la esquina».
Ella se reprimió la respuesta de que en ese caso ya podría pensar en Nueva York y el MoMA.
—No soy una experta en arte —cedió—. Así que cuenta:
¿crees que tanteará el terreno en Auckland para exponer tu obra?
Gernot asintió.
—Seguro —contestó él—. ¿Cuándo quieres marcharte?
—Para las vacaciones. —Lo tenía claro. Al fin y al cabo, pedir otro permiso habría significado otra pérdida de ingresos.
Él se encogió de hombros.
—No tengo ni idea de si es posible, es muy repentino. Y en Nueva Zelanda, en febrero es verano, no es una buena estación
para las exposiciones de arte. Llamaré a Maja. ¿Tienes ya planes concretos? —Señaló los prospectos.
Ellinor sonrió. No se habría atrevido ni a pensar que fuera así de fácil hacerle tan apetitoso el viaje a su marido.
—En un principio me he informado en general de los vuelos y de cómo organizar el viaje —explicó—. Lo mejor es volar a Auckland o Christchurch y alquilar allí un coche o una caravana. Esto último es la solución más barata. En lo que respecta a mis objetivos precisos... Creo que el fin de semana me engan charé a internet. A ver qué averiguo sobre los gumdiggers y so bre Frano Zima en concreto...
—Crees que fue lo suficientemente conocido como para que dar perpetuado en internet? —preguntó Gernot, burlón.
Ella se encogió de hombros.
—Con probar nada se pierde —contestó—. Todo es posible. Tal vez alguien ha colgado las listas de los pasajeros de los barcos de emigrantes. Y en lo que respecta al apellido Zima... Seguro que en Nueva Zelanda hay pocos. En caso de que Frano o Jaro tengan descendientes, podría encontrarlos. Me limitaré a echar un vistazo por las redes sociales. Viajar hasta allí sin ninguna planificación seguro que no aporta nada. Debe de haber puntos de referencia con los que empezar a investigar.
La autora es una de las más vendidas en su país. Ha publicado varias novelas, entre la que se destaca la serie Trilogía del fuego.
Después de cenar, ella se dedicó a su ordenador y Gernot llamó por teléfono a Maja. La agente estaba entusiasmada con los pla nes de viaje y prometió ponerse enseguida en contacto con los galeristas amigos. La diferencia horaria entre Austria y Nueva Zelanda era de doce horas. En ese momento ya era de día y los comercios y galerías estaban abriendo.
Ellinor esperaba que a Maja no se le ocurriera la idea de acompañar al artista. Pero se tranquilizó al pensar que los agen tes solo podían permitirse viajar con sus clientes cuando estos
ya habían alcanzado cierta celebridad. Y a Gernot todavía le fal taba mucho. Maja seguramente lo dejaría viajar a solas con su esposa, incluso si...
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En cuanto tecleó las palabras «Nueva Zelanda», enseguida se olvidó de la antigua relación entre Gernot y su agente. «Estado insular en el Pacífico Sur —leyó—, antigua colonia británica independiente desde hace largo tiempo. Flora y fauna fascinantes...» Cuanto más averiguaba, más atractiva encontraba la idea de explorar con él ese país en el otro extremo del mundo. Al final, con el corazón en un puño, introdujo «Frano Zima», pero con esta combinación de palabras no encontró nada. El buscador dio con varias entradas relacionadas con el apellido Zima. Las primeras se referían a Rebecca Zima y sus cuentas en Facebook, Twitter e Instagram. Inició sesión en Facebook y enseguida se encontró ante una galería de fotos. La mayoría eran de aves: suaves pollitos de kiwi.
«Tumi, salido del huevo el 2 del 11 —rezaba uno de los pies de foto—. ¡Y pude presenciarlo! Fue una sensación increíble oír el ruido que hacía en el huevo y ver luego la primera grieta en la cáscara cuando con su piquito la golpeaba desde el interior...»
Rebecca Zima describía entusiasmada el «nacimiento» de un pollito de kiwi y su cuidado, en el cual, por lo visto, colaboraba. Ellinor enseguida descubrió que la chica cooperaba con una or ganización llamada Kiwi Encounter en Rotorua, que se dedicaba a la protección de los iconos de Nueva Zelanda. No tardó nada en encontrar también fotos de ella. Como su entusiasta estilo de escritura ya dejaba intuir, era joven, calculó que andaría por los veintipocos años. Era bonita, con el cabello negro y rizado, el rostro redondo y unos vivos ojos azules bajo unas cejas espesas. En los selfis que la mostraban pegada a unos graciosos pollitos de kiwi se la veía con una bata blanca. En su tiempo libre disimulaba que era gordita con unos vestidos anchos, de colores vivos; además, llevaba aros en las orejas y talismanes maoríes de
jade. Parecía gustarle el look étnico. Le cayó simpática. Pero no le encontró ningún parecido consigo misma o con su madre.
El parentesco, si es que existía, seguro que era muy lejano. Frano debía de ser el bisabuelo de Rebecca, cuando no el tatara buelo. En cualquier caso, ella representaba para Ellinor una pri mera pista. Pensó en escribirle a través de Facebook y pregun tarle por Frano. Pero cambió de idea al considerar el modo en que Miká Kelava había reaccionado cuando le había pedido in formación sobre Liliana. Era mejor visitarla personalmente.
Después de teclear la empresa en el buscador, colocó la esta ción de cría de kiwis al principio de su lista. El Rainbow Springs Nature Park ofrecía encuentros con distintos animales típicos de Nueva Zelanda y se encontraba en una interesante región tu rística. Rotorua era una población conocida por sus fuentes ter males y había varias tribus maoríes que mostraban diferentes aspectos de su cultura. Pero Rebecca Zima no parecía sentirse allí en su casa. Por lo que contaba en Facebook, solo estaba ha ciendo un año de prácticas en el parque, luego planeaba estudiar Biología en la universidad. El período de prácticas concluía el 15 de febrero, lo que alarmó a Ellinor, pues la joven no daba ningún dato sobre su lugar de residencia. Así que decidió viajar en primer lugar a Rotorua, no quería correr el riesgo de no en contrarse con ella.
Después de tomar nota, se dedicó a otras entradas de internet que incluían el nombre de «Zima». Se referían a una empre sa llamada Kauri Paradise en Te Kao, Northland, en el extremo norte del país. El propietario parecía ser un tal David Zima. Tropezó con unas fotos de muebles y esculturas en parte realmente bonitos y en parte increíblemente kitsch. El kauri, un árbol gigante protegido que solo crecía en los bosques húmedos de Nueva Zelanda estaba protegido de manera muy estricta desde hacía más de cien años. Ni se podían talar los árboles ni se podía trabajar su madera. Por esa razón, todas las obras expuestas en el
Kauri Paradise habían sido construidas con madera de kauris que habían caído en tiempos prehistóricos y que la naturaleza había conservado de un modo inaudito. En las zonas pantanosas todavía se hallaban fragmentos de árboles y de raíces de kauri que unas empresas especiales recuperaban, limpiaban y trabajaban. Entre ellas se encontraba la dedicada a la fabricación de muebles adherida al Kauri Paradise. Por supuesto la madera era muy cara, aunque muy bonita, desde un marrón rojizo hasta un color dorado con vetas finas.
La página no contenía más información sobre David Zima, el propietario de la compañía no estaba presente ni en Facebook ni en otras redes sociales. Ellinor la encontró, pese a todo, muy interesante. A fin de cuentas la emigración de Frano y Jaro tenía que ver con los kauris, aunque se tratara de su resina. Decidió ampliar la búsqueda y tecleó gumdigger.
Más tarde, cuando Gernot se reunió con ella y le contó sobre la tan prometedora toma de contacto de Maja con los galeristas de Auckland, ya se había informado con creces.
—Hasta la década de los años veinte del siglo pasado, la resina de kauri fue un importante artículo de exportación de Nueva Zelanda —comunicó a su medianamente interesado marido—. A primera vista es parecida al ámbar, pero mucho más joven, solo tiene un par de miles de años y no un par de millones. —Sonrió—. Y en el siglo XIX todo el mundo la solicitaba para elaborar el barniz. Por lo visto se mezcla con el aceite de linaza con más facilidad que otras resinas. Sea como fuere, se exportaban grandes cantidades a Londres, pero también a América.
—¿Y se extraía? —preguntó Gernot después de echar un vistazo a la pantalla del ordenador, que todavía mostraba imágenes y textos sobre el tema—. A ver, yo en realidad vinculo la palabra digger más bien con oro.
Ellinor asintió.
—Es cierto. Una gran parte del léxico en torno a los gumdig gers recuerda al que se utilizaba durante la fiebre del oro. Por ejemplo, se habla de gumfields, es decir, «yacimientos», y de nuggets, «pepitas», para referirse a los hallazgos de resina. Puede que eso se deba a que muchos gumdiggers llegaron a la isla como buscadores de oro y cuando no pudieron hacerse ricos en los ya cimientos se dedicaron a la resina. Más tarde se reclutaba a gente directamente para eso. Sobre todo en Dalmacia.
—¿Por qué justo allí? —insistió Gernot. Ella se encogió de hombros.
—Ni idea. ¿A lo mejor algún comerciante o mayorista tenía raíces dálmatas? Fuera como fuese, hubo muchísimos hombres de Dalmacia entre los emigrantes que cavaron en busca de la resina. El material se encontraba en la tierra, restos de bosques de kauri fosilizados. Al principio era fácil de encontrar, pero luego había que cavar a metros de profundidad, algo compara ble a la búsqueda del oro. A los primeros que llegaron a los ya cimientos las pepitas les caían fácilmente en las manos, pero lue go hubo que esforzarse para encontrarlas. Un trabajo duro, sin duda alguna...
Gernot arqueó las cejas.
—Y apuesto que así no se enriquecían. Ellinor negó con la cabeza.
—No. Y eso ocurrió desde un principio. La resina de kauri nunca fue tan valiosa como el oro. Los que sí se hicieron ricos fueron los exportadores, los mayoristas y los intermediarios. Pero algunos de los hombres de Dalmacia se labraron más tarde otra existencia, como pescadores, en la restauración o en la viticultura. Por decirlo de algún modo, volvieron a las raíces. Tal vez Frano también cambio de orientación. En realidad era carpintero, como su amigo. Es posible que al final los dos se dedicaran a la madera en lugar de a la resina.
—¿Y sus descendientes continúan con el negocio? —se interesó Gernot—. En tal caso lo tendrías fácil con la genealogía. Entonces, ¿sigue en pie? ¿Nos vamos a Nueva Zelanda?
Ella asintió. Estaba firmemente convencida de que había una relación entre David y Rebecca Zima y Frano, o al menos con Jaro, y ardía en deseos de llegar al fondo de la cuestión. También apuntó en la lista Kauri Paradise, en Te Kao, además de Dargaville, un lugar que en el siglo XIX había sido un baluarte de buscadores de resina. Todavía existía allí un Museo del Kauri y podían admirarse ejemplares vivos en los bosques.
En los días siguientes, Ellinor no pudo menos que admirar la eficacia de Maja. En su opinión la buena fama de la joven agente estaba justificada por primera vez. Incluso Karla, quien ya se había recuperado, tuvo que admitir que tenía contactos excelentes. Habían bastado unas pocas llamadas telefónicas para que organizara una exposición de ventas, aunque no con su antiguo compañero, sino en una galería de Auckland cuyo propietario, Winston Calverton, parecía ser una persona muy comprometi da. Era joven y buscaba artistas desconocidos que él pudiera mostrar en su sala y eventualmente dar a conocer. Debido a la falta de tiempo renunció a ir a Europa y dar en persona el visto bueno a los cuadros. Con ello corría un gran riesgo, lo que Maja valoraba muchísimo. También Ellinor estaba encantada con el galerista. Había hablado un par de veces por teléfono con él para organizar el envío de los cuadros y asegurarlos. Gernot ya estaba lo suficientemente ocupado con la selección de obras que quería exhibir. Dejaba las labores de organización a su esposa. Lamentablemente, no tardaron en surgir conflictos. Tanto Calverton como Ellinor estaban a favor de no enviar los cuadros del formato más grande a Nueva Zelanda; el galerista, por razones técnicas relativas a la venta y ella, por razones técnicas
relativas al seguro, y de ahí a la economía. El precio por un transporte seguro de los lienzos era escandaloso. Calverton asumía solo la mitad de los costes y eso después de que ella hubiera empleado todo su talento en la negociación.
Por fortuna no existían barreras lingüísticas. Ella había pasado dos semestres en Dublín durante la carrera y hablaba inglés con fluidez. Tampoco Gernot tenía problemas con el idioma, después del bachillerato había recorrido Estados Unidos haciendo autostop y había pasado dos meses en una colonia de artistas de San Francisco. No admitió, sin embargo, ningún tipo de discusión con Calverton, sino que insistió en mostrar todo el espectro de su evolución. Cuando Ellinor vio el presupuesto de los gastos del envío, se sorprendió a sí misma pensando que habría sido más barato planificarlo todo simplemente como un viaje de vacaciones. Gernot, en cambio, estaba de buen humor y convencido de que no le supondría ningún esfuerzo amortizar los costes.
Ellinor reservó el vuelo, un hotel en Auckland y el alquiler de una caravana para cuatro semanas. Calverton le había advertido que en febrero había mucho tráfico a causa de las vacaciones y que valía la pena reservar lo antes posible. Aunque todavía faltaban dos meses largos para el viaje, encontró un vuelo más o menos asequible con parada en Dubái. A él le habría gustado pasar una o dos noches allí, pues le parecía que había buenas exposiciones de arte, pero iban justos de tiempo.
—El nueve de febrero llegamos a Auckland —anunció Ellinor—. El vernissage está programado para el quince. Antes tengo que ir sin falta a Rotorua para ver a Rebecca. Así que solo tendrás unos pocos días para estar presente durante los últimos preparativos de la exposición.
—Y eso no me lo pierdo pase lo que pase. ¡A mí no van a con vencerme fácilmente de cómo hay que exponer los cuadros! —ad virtió Gernot—. Una gran parte de la exposición depende de ello.
Tengo la sensación de que Calverton preferiría hacerlo todo él con su equipo. La última vez que hablamos por teléfono casi me peleo con él.
—Seguro que solo quiere aconsejarte —lo tranquilizó. El galerista le parecía muy competente—. Calverton ha trabajado muchos años en galerías de todo el mundo. Sabrá cómo presentar los cuadros de modo que puedan venderse bien.
Gernot hizo una mueca.
—¡Vender no lo es todo! Se trata de mi primera presentación internacional, de mi renombre como artista. Se trata de cómo van a verme, cómo me presento. Y yo soy quien determina cómo me presento y no un galerista cualquiera.
Ellinor suspiró y esperó que los propósitos de su marido y Calverton no fueran muy diferentes. Ella, por su parte, ya estaba preparada. Lo había planificado todo minuciosamente. Después de aterrizar se dirigirían al hotel en Auckland y recoge rían la caravana el día después de su llegada. Con ella ya tendrían autonomía y podrían marcharse a Rotorua siempre que el trabajo de Gernot lo permitiera. El viaje duraba unas tres horas. Si no pasaba nada, podrían volver a Auckland el mismo día. Eso significaba que, exceptuando la estación de cría de kiwis, no verían nada más de Rotorua, lo que encontraba decepcionante. Se alegraba de hacer ese viaje, y no solo por seguir la pista de Frano, sino por conocer un país y reunir nuevas vivencias.
Siempre había soñado viajar con su marido, compartir con él experiencias especiales. Hasta el momento lo habían hecho en contadas ocasiones, no tenían dinero suficiente para los viajes independientes y a Gernot no le interesaban los viajes en grupo a destinos convencionales. De ahí que solo de vez en cuando habían viajado juntos a alguna ciudad. Ellinor viajaba a Mallorca para relajarse. ¡Pero ahora se iban a Nueva Zelanda, iban a emprender juntos una auténtica aventura!
Ellinor deseaba que por fin llegaran las vacaciones.