¿Cuál es el secreto de una buena comunicación de pareja?
Todos sabemos que la especie humana tiene el rango más amplio de comunicación del reino animal. Pero no hace falta vivir muchos años entre ella para corroborar que es la especie que se empecina en desarrollar exquisitas y sofisticadas formas de incomunicación. Si pudiéramos atravesar las paredes y llegar a la intimidad de los actos comunicativos privados que se dan en cualquier tipo de sistema humano, lo que encontraríamos sería infinitas formas de no comunicar y de negar la plenitud del encuentro comunicativo.
Las estrategias son variadas: el silencio, los mensajes dobles, las ironías, los sarcasmos, los golpes, las mentiras piadosas y las mortales, los eufemismos, los mimetismos; las preguntas que son acusaciones, las acusaciones que son preguntas, las interpretaciones, las interpretaciones de las interpretaciones, las películas internas con que suplantamos en encuentro; dar por sentado el rechazo parcial o definitivo y hasta la muerte, entre muchas otras.
Incomunicadores típicos
Podemos sintetizar estas formas de incomunicación en tres grandes categorías de estilos comunicativos:
En primer lugar tenemos al campeón de la cobardía: el agresivo. Su vida es un camino construido sobre las víctimas de un miedo que aprendió a convertir en rabia. Sus órdenes vehementes, sus manotazos directos y cortantes, su mirada fruncida y penetrante, todo quiere decir: «¡Cállate que estoy hablando, no existas que yo existo, no me amenaces que te llevo por delante!». Este canalla no escucha, solo habla; no observa, solo se muestra y en su falta de ritmo no puede encontrarse, solo atropella. Por eso se queda o solo o se rodea de idiotas que solo saben decir sí, lo cual aumenta su agresividad y su frustración.
En segundo lugar tenemos al pasivo, perfecto compañero del explotador. También está dominado por el miedo, pero no ataca; huye y se esconde. Aprendió desde muy pequeño a no existir, a hacerse a un lado, a borrarse solito. Digamos que, aunque es una persona democráticamente libre, para efectos reales no es más que un vil esclavo, condenado a servir aunque no esté de acuerdo, dispuesto a dejarse atropellar para no decir «no», listo para vivir pensamientos, emociones, acciones, deseos y expectativas ajenas. El pasivo no vive su vida.
Y en tercer lugar tenemos al campeón de la incomunicación: el pasivo-agresivo. Este cuenta con la rabia del agresivo y el miedo del pasivo. No ataca de frente, sabotea; no confronta directamente, pregunta; no dice «qué mamera de cita», ni tampoco la atiende, pero llega tarde y se disculpa. Va al paseo, pero hace cara de nalga. Se queda callado para que sepan que no está de acuerdo. Es un saboteador de situaciones, procesos y ambientes. Sabe hacer no solo que sientan el desacuerdo, sino que se sientan también culpables. El pasivo-agresivo es el rey de la incomunicación.
En síntesis, las formas de incomunicarse se basan en no tener un límite sano en el encuentro. El agresivo lo corre tan lejos que te borra del mapa. El pasivo lo corre tan cerca que se borra del mapa. Y el pasivo-agresivo diluye el límite en una especie de guerra de guerrillas psicológica.
El justo límite
La asertividad, por el contrario, es un estilo comunicativo que implica un justo límite donde yo puedo ser yo y pensar, sentir, actuar y exponerme, pero siempre aceptando que el otro también puede hacerlo. Podemos encontrarnos sin perdernos, hacer un nosotros sin desdibujarnos. No se trata de que las personas aprendan a hablar duro y decir siempre la verdad. Tampoco se trata de obtener la capacidad de lograr todo lo que uno quiere. ¡Es mucho más que eso!
Porque la asertividad, además de un estilo comunicativo y unos comportamientos observables, es una actitud. Una que empieza por entender que la vida no se acaba en el miedo, y que el amor solo existe donde este último se trasciende. Cuando gana el miedo, pierde el amor, porque nos enmascaramos, nos escondemos, nos camuflamos, nos amurallamos, nos armamos, etcétera. El miedo es lo que nos hace desencontrarnos y sentirnos solos.
Pero el miedo nunca está solo. Siempre va de la mano del apego. Nos apegamos a nuestra máscara, al control, a un statu quo, a una tibia hipocresía relacional que garantice la permanencia de nuestras endebles ilusiones. Y todo eso a expensas de la comunicación, el encuentro y la autenticidad. Somos demasiado susceptibles y la verdad nos hiere con demasiada facilidad. Pero nunca nos percatamos de que esto es un indicador de lo mentirosos que somos y de nuestra imposibilidad de amar.
Por eso la asertividad empieza por la búsqueda de honestidad y transparencia; por un desenmascaramiento. Debemos estar dispuestos a quitarnos la máscara y aceptar que los otros se la quiten. Y hablo de quitárnosla poco a poco. Algunas veces tendremos que ponérnosla. Pero no tenemos que confundirnos con ella, ni pensar que haciéndolo florecerá el encuentro. Esto nos hace irremediablemente vulnerables. Pero en la aceptación de la vulnerabilidad está el verdadero coraje.
La comunicación asertiva es un acto de confianza. De confianza en nosotros mismos en primer lugar. Y de confianza en los otros en segundo lugar. Y hago énfasis en ese orden, porque es imposible confiar en alguien cuando se desconfía de si mismo.
Pero también requiere un desdén por lo fácil y una exaltación del reto en las relaciones. Porque lo más fácil es el miedo y el engaño mientras los mas difícil es la autenticidad y el encuentro. Es más fácil seguirnos la cuerda. Es más fácil hacer que el otro se trague sus verdaderos deseos y opiniones. Ahora bien, ese facilismo nos condena a la inmadurez, la soledad y la angustia. Por eso creo que la actitud asertiva es una de las marcas del que ha hecho el camino de conocerse y asumirse a sí mismo. Pero más que eso, es la condición imprescindible para que nuestra vida crezca en el amor y no en el nebuloso templo de la neurosis. Por eso, hay que pensarlo bien antes de tirar a la basura los deseos legítimos, o antes de aplastar la autenticidad de la persona que se ama.
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