¿Cuándo vale la pena luchar por amor?
Por más doloroso que suene, nadie puede sacrificarse por el otro.
Por Juan Sebastián Restrepo
09 de febrero de 2016
¿Cuándo vale la pena luchar por amor?
Todos hemos tenido alguna vez amores difíciles, apasionados pero no carentes de traiciones, obsesiones, dependencias, desencuentros, maltratos… que se suceden una y otra vez y nos llevan a preguntarnos si en realidad valen la pena. ¿Cuándo luchar y cuándo partir? Porque algunas veces quedarse es una tontería; porque algunas veces irse es una cobardía. Para responder a la pregunta es importante revisar la motivación que nos tiene unidos. Y una muy común es la cobardía. En más de una ocasión las personas se enfrascan en relaciones dependientes, basadas en la creencia de que no se puede vivir sin el otro. Muchos sacrifican su alma y su vida en una relación que en el fondo es mediocre, porque creen que no hay vida ni amor sin su pareja. Es una fantasía que comparten millones de dependientes, y sus contrapartes, millones de explotadores que, en su ámbito falso, fabrican día a día vidas miserables. La realidad es que siempre hay vida y amor sin la pareja. Si la motivación más grande para quedarse en un amor difícil es el miedo, entonces es mejor irse. En términos generales, las motivaciones dependientes y mendicantes garantizan un amor amargo. Por más duro que nos parezca, es mejor desprenderse.
La actitud también es determinante. Ante un amor difícil, ¿hay una apuesta por la verdad o hay alguien empecinado en hacerse el tonto? ¿Hay apuestas totales o proliferan las promesas que nunca se cumplen? ¿Ambos están poniendo el pellejo en el intento, o hay alguno apostándole a la comodidad, matándose lentamente y esperando un salvador que se tire al abismo con él?
La lucha debe ser mutua
Sigue a Cromos en WhatsAppComo primera medida, cerciórese de que sea una lucha de dos. Un amor difícil no se sobrelleva con presencias tenues ni con apuestas flojas. La dificultad exige contundencia. Con frecuencia emprendemos largas y dolorosas batallas hasta darnos cuenta demasiado tarde de que estuvimos peleando solos, de que la guerra no fue justa, de que durante mucho tiempo preferimos apegarnos a una ilusión, que escuchar una realidad que hablaba de mil maneras.
Uno no se puede quedar cuando el otro (o uno mismo) se resguarda en el letargo, en la indolencia, en las verdades a medias o en las mentiras. Si hay una búsqueda decidida de hacer consciencia, de desvestirse y mirarse con honestidad, entonces tal vez valga la pena amar. De la negación nunca brotan frutos amorosos.
Quedarse exige autenticidad y el cese bilateral de los juegos dramáticos. Y de estos hay muchos: jugar a la víctima y al victimario; al viejo y a Peter Pan; a las madres y los hijos, etcétera. Pero, sobre todo, el juego de los salvadores y los desvalidos. Cuando los amores difíciles se convierten en la patética tragicomedia de una persona tratando de rescatar a otra que ni siquiera quiere rescatarse a sí misma, lo mejor es desistir. Yo tengo muy claro un axioma terapéutico que veo todos los días en mi consultorio: se cura el que quiere, cuando quiere.
El amor propio
Por otro lado, el que no se quiere a sí mismo no puede querer a nadie. Si estamos apegados a una pareja que se suicida rápida o lentamente, no le podemos creer cuando diga que somos lo único que ama en la vida. Es mentira: uno no puede dar de lo que no tiene. Si nuestra pareja se odia y se autodestruye a sí misma, es mejor la retirada.
Las relaciones de pareja exigen un delicado equilibrio entre el dar y el recibir. Un amor difícil no se supera cuando un miembro da y da y da, y el otro recibe y recibe y recibe. La deuda se hará demasiado grande. Devuelva siempre un poco más de lo bueno, y también un poco menos de lo malo. Si no hay manera de alcanzar el equilibrio entre el dar y el recibir, lo sano es cambiar de camino.
Si el amor requiere renunciar a la esencia, no es viable. Si uno de los dos no puede tener hijos y la realización del otro depende de tenerlos, no hay nada que hacer. Tarde o temprano se notará la frustración, el desequilibrio de propósitos trazados. Así sucede también con las inclinaciones, los deseos, las vocaciones, etcétera. Hay partes de nosotros que si renunciamos a ellas nos dejan sin alma y con el corazón vacío. En esas condiciones no podemos amar. En estos casos, amar es también dejar ir al otro para que florezca donde sí puede.
En los retos vemos la madera de la que estamos hechos. Crea lo que ve. Si su pareja es admirable hasta en las peores situaciones, entonces ahí hay una apuesta por hacer. Pero si lo que usted ve es bajeza, no crea que las cosas cambiarán en mejores situaciones. La gente no cambia porque la pareja lo implore. La gente cambia cuando la vida le abre los ojos.
La tolerancia sistemática es algunas veces una de las caras de la tontería. Si las mismas cosas se repiten una y otra vez, pregúntese qué es lo que no quieren admitir, qué elecciones y decisiones no han tomado y qué acciones no han emprendido. Tenga un límite en su paciencia y establezca un punto de quiebre. Las repeticiones son los signos de las fallas que no se han asumido.
Finalmente, la confianza es un elemento crucial para afrontar los amores difíciles. Muchos asumen la batalla sin confianza. ¿Confiamos plenamente en nuestra pareja? Si es así, vale la pena luchar; si no, no hay nada que hacer. La pareja lo agradecerá.
Pero si es la generosidad y el coraje lo que se mueve detrás de las tormentas; si es la verdad lo que siempre queda después de las batallas; si hay una danza de dos que se perfila a través de la oscuridad y la bruma; si la relación, en lugar de tapar, desnuda; si cada uno conserva el sagrado espacio de la libertad; si su esencia está comprometida hasta la médula de la empresa azarosa, y si a ojo cerrado se entrega en las manos de su compañero en la adversidad, entonces vale la pena quedarse. Cuando amanezca, podrá contar lo que es un amor de verdad.
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Foto: Showbiz