Foto: Fox
Víctor Zola (el número dos de la selección de Japón) recibe el balón cansado. Se tambalea. Ttubea. Sus 62 años le pesan y su rodilla lesionada lo hace sentir vulnerable. Su equipo, desconfiado, no le hace pases con frecuencia, pero justo en ese instante es el jugador que se encuentra más cerca del área del contrincante. Hace un pase frágil pero preciso, que Jhon Ocampo coge con profesionalismo y, de taquito, empata el partido, a 30 segundos de que el árbitro dé el pitazo final. “¡Goooool! Grita el narrador que acompaña la transmisión del Canal Capital. Ocampo, de 29 años, es soldador, tiene cuatro hijos y acaba de hacer el mejor gol del campeonato”.
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En el Parque El Salitre, en el occidente de Bogotá, el público enloquece y aumenta la adrenalina de Ocampo, quien corre por la cancha hasta llegar a una de las cámaras de televisión, frente a la cual besa el tatuaje que lleva en el antebrazo. Luego, se encarama a la tribuna y abraza a dos de sus hijos. Su emoción no se diferencia en nada a la de James cuando le dedicaba a Salomé sus goles en la Copa Mundo de Brasil. Y es que el empate frente a la selección de España fue una hazaña: el equipo de Japón estaba reducido a la mitad, llegó al partido sin entrenador y sin suplentes. “Estamos incompletos – dijo el responsable del gol, antes de que empezara el partido–, pero vamos a hacerle. ¡Vamos por el tercer puesto!”. En penaltis, sin embargo, los certeros españoles les arrebataron el lugar en el podio. Pero fue una derrota digna, respetuosa, limpia.
Además del Mundialito de Rusos, se realizó uno de taxistas, uno femenino, uno mixto y uno sub 12. Todos tuvieron uniformes oficiales y entrenador.
El siguiente partido, el de la final entre Marruecos y México, fue mucho más acalorada y provocadora. En esa medida, también se vio un fútbol más emocionante, ágil y tensionante. Así debe ser un mundial de banquitas, en el que los jugadores tienen que hacer magia para que el balón logre ingresar a ese arco miniatura que el arquero cubre casi en su totalidad. Se necesita un juego acelerado y de remates fuertes que distraigan e intimiden al portero. Eso fue justamente lo que hicieron Jonathan Carreño y Ómar Gónzalez para lograr las dos anotaciones con las que le dieron el triunfo a Marruecos. “Hacer un gol en la final parece un sueño”, le dice a Cromos Carreño, después del partido. “Es una sensación indescriptible, especialmente cuando llega en el momento perfecto, estábamos muy apretados con México”, agrega González, mientras le pasa la medalla a uno de sus hijos, que anda feliz con la victoria de su papá.
Los equipos estaban conformados por jugadores muy diversos, de todas las edades, razas y hasta tallas. Había jóvenes que aportaban agilidad, hombres mayores que daban precisión y participantes que eran la alegría y la fiesta de sus equipos.
En el torneo, organizado por el Instituto Distrital de Recreación y Deporte, participaron 320 obreros del sector de la construcción de Bogotá, que se repartieron en 32 equipos. Algunos de ellos trabajan tanto que les quedaba poco tiempo para prepararse; otros, como los integrantes de Marruecos, entrenan cada ocho días, desde hace siete años. Y se les nota. Algunos son jugadores que un cazatalentos habría podido fichar en su juventud. Pero ellos no necesitan un campeonato profesional para sentirse grandes; ahí –en medio de la camaradería de sus compañeros, del apoyo de sus familias, de la barra de vuvuzelas, bombas y tambores– ellos se creyeron campeones del mundo.
Además de las medallas y las copas para los tres primeros puestos, el equipo de Marruecos se llevó cinco millones de pesos, el de México tres y el de España dos. El incentivo económico era motivante, pero para estos jugadores, lo más importante era enorgullecer a sus familias que vitorearon como si ellos fueran héroes, ídolos.
Fotos: David Schwarz