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El verdadero valor de la amistad

Una lectura para salvar y limpiar este concepto que se ha degradado con el tiempo. Honestidad, desafío, entrega y dureza.

Por Juan Sebastián Restrepo
14 de septiembre de 2016
El verdadero valor de la amistad

Vito Corleone decía que “la amistad lo es todo. La amistad vale más que el talento. Vale más que el gobierno. La amistad vale casi tanto como la familia”. Y porque vale tanto, como todo lo que vale en la vida, es escasa. Por eso nos recomendaba Sócrates: “Sé lento al entrar en una amistad, pero cuando estés dentro, continúa firme y constante”. Y porque creo en la grandeza de la amistad, me gustaría hablarles hoy de ella, diferenciándola, salvándola y limpiándola del fácil y trillado concepto en que la tenemos hoy en día. 

 

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Me gustaría empezar por decir que la amistad no es un simple entusiasmo, un asunto de bacanería, una manada donde personas extraviadas encuentran su identidad, un refugio contra la soledad y el rigor de la vida, un ícono en la interfaz de una red social, una coreografía de halagos sin fundamento, el nombre que uno le pone a un masato indiferenciado de personas que se juntan para volverse iguales, ni una máquina de chismografías. Decir que la amistad son las alianzas mundanas, interesadas y de modas pasajeras es prostituirla. 

 

Y aquí nos topamos con el primer obstáculo. Si una amistad es esencialmente una relación amorosa verdadera, y la nuestra es la era del narcicismo y el simulacro, entonces la amistad requiere en nuestros días un poco de locura, es una suerte de contravía. ¿Cómo podemos entender entonces esa amistad con mayúscula?

 

En primer lugar, la amistad parte de una actitud ante la vida. Se trata de una actitud amorosa que afirma la vida, le apuesta al sentido, la integridad, la sabiduría, la dignidad y la verdad. Es una apuesta al crecimiento y a la virtud en el hombre. No puede ser amigo el que se empeña en correr de narices hacia el abismo, el que no es amigo de sí mismo, el que no ha aprendido el arte del amor y tiene, por ende, una actitud compasiva y generosa hacia sí mismo y la vida. Y eso ya de entrada nos dice, señor lector, que no tenemos tantos amigos como creemos. 

 

Una amistad verdadera es un pacto sellado para acompañarse en esa apuesta de retarse, cuidarse, enseñarse y deleitarse haciendo sentido en ese camino que es vivir. Sin camino, sin propósito, sin un para qué en la vida, la amistad carece del hilo esencial para cuidar ese pacto. 

 

Pero la amistad no es solo el pacto; es también el camino. No es una promesa rimbombante que se hace en el calor de la infatuación, sino una apuesta que se concreta ante la contundencia de las acciones, que dejan la vida marcada en la carne. En la amistad, “las obras son amores y no buenas intenciones”. Solo puede llamarse amistad a esa relación que permanece indemne en las verdes y las maduras, en la abundancia y la carencia, en la coronación y el ostracismo, y que pasa por todas las imágenes del camino y siempre está más allá del camino. 

 

Una amistad es un diálogo, y como tal, siempre es entre dos. Varios amigos pueden hacer parte de un grupo, pero sin ese espacio del cara a cara, de la conversación sin testigos, no se hilvana el tejido de los amigos. Los amigos siempre se dan ese espacio. Y ese espacio es una conversación abierta que nunca termina.  

 

Muchos creen que amistad es solo complicidad, camaradería e indulgencia. Pero la verdadera amistad debe tener algo de dureza, en medio de una gran ternura. Una dureza que no acicala el ego, que no valida las mentiras, que no apoya la inconsciencia, que no es cómplice en las apuestas mediocres, que no premia ni la victimización, ni la irresponsabilidad, ni la dependencia. El amor de un amigo es incondicional con nuestra alma y nuestra virtud, pero implacable con nuestro ego y nuestra mediocridad. 

 

Por eso el coraje de la verdad es sagrado en la amistad. Un coraje que está dispuesto a poner en riesgo el vínculo en honor a la verdad. Por eso una de las premisas de la amistad es que uno siempre esté dispuesto a perderla por honrarla. Ese es el amigo, el que se para de frente y da la cara y dice las cosas como son, así nos cueste digerir sus verdades.

 

 

La amistad no es un pacto de semejanza. No nos hace amigos contorsionar las vértebras de la misma manera para hacernos una selfie de gestos fotocopiados. No nos hace amigos vestirnos de la misma manera. En la amistad se ama la diferencia. Y la hermosa unidad que encuentra uno en las verdaderas amistades solo se da bajo la condición de que se respete la diferencia. Para ser uno, los amigos tienen que ser dos primero, cada uno fiel a sí mismo, cada uno auténtico. Por eso los orgullosos, los vanidosos y los avergonzados, los que no han tenido la berraquera para pagar el precio de la diferencia, no saben ser amigos.

 

Una de las claves en la amistad es encontrar el ritmo justo entre contacto y retirada, cercanía y distancia. La amistad es como el fuego, si nos acercamos demasiado quema, si nos alejamos demasiado da frío. Por eso el apego, las ansias de cercanía y la dependencia no compaginan con el tono de la amistad. El amigo va y viene y sin embargo nunca vuelve y nunca nos abandona. 

 

Otra clave es el respeto. El amigo es nuestro a condición de que no lo sea nunca. Su casa no es nuestra casa, aunque se sienta como tal. Su vida no es nuestra vida aunque seamos parte de ella. Su albedrío no es nuestro albedrío, su nevera no es nuestra nevera y sus decisiones no son nuestras decisiones. El amigo nunca cae en la tentación de quitarle su libertad  y su responsabilidad al amigo. 
 

 

Foto: Istock. 

Por Juan Sebastián Restrepo

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