Hombres rebeldes que se han lanzado a ser amos de casa
Lo común es que sean las mujeres las que abandonan su profesión para dedicarse a sus hijos; sin embargo, estos papás se atrevieron a huir de los estereotipos y los modelos.
Por Nátaly Londoño Laura
24 de junio de 2018
Daniel Álvarez / Cromos
—Mauricio, hola, me llamaste pero no te alcancé a contestar, ¿pasa algo?
—Nátaly, te quería decir que en mi casa las cosas funcionan bajo un mandamiento universal: el amor. El amor y el diálogo. El amor y el no enfrascarnos en los problemas. El amor y el seguir adelante. El amor y la búsqueda de la felicidad.
Hacía nada habíamos colgado una llamada de 54 minutos, en la que hablamos de sus estudios, de sus padres, de sus hijos, de sus negocios, de su deporte, de su matrimonio, de su rol de amo de casa y, sin embargo, Mauricio tuvo la necesidad de llamarme para decirme que la clave de todo fue y es el amor. Tuvo la necesidad de confirmarme eso que yo ya había percibido mientras me llevaba por su historia, mientras hacía un alto para respirar primero y para suspirar después, mientras se le escapaba esa risa invasiva cada vez que yo le preguntaba por las personas a las que adora: Paola, Sebastián e Isabel. La esposa, el hijo y la hija. O el hijo y las señoras de la casa, como me contó.
También me contó que Paola y él se conocieron a los 12 años, que se hicieron novios por la época de la universidad, que en ese entonces la relación duró un año y que mucho, mucho más tarde se volvieron a encontrar: “Las cosas de Dios son perfectas. Un día iba para Andrés Carne de Res, la llamé, la invité, nos vimos esa vez, luego conocí a Sebastián y me la llevé muy bien con él, que era algo fundamental para mí y para la relación, las cosas se pusieron serias y un día en una reunión entre amigos, entre chiste y chanza, elegimos el día del matrimonio: 15 de marzo. De eso hace ya 4 años”.
Ahí empezó todo. En el matrimonio. Pero no terminó. Cuando cumplían 9 meses de casados, el 15 de diciembre, nació Isabela. Sí, ya no eran solo tres, sino cuatro. Durante esos días de sol y lluvia, Paola era la gerente de recursos humanos para el área Andina de una multinacional. ¿Y él? Él ocupaba su tiempo en una empresa que surgió en sus manos y en las manos de un socio pero que en ese momento, por circunstancias de la vida, era solo suya. Esto permitía que él tuviera flexibilidad en sus horarios y, por eso, justamente, lo concerniente al funcionamiento de la casa, los roles y las rutinas se empezó a encaminar solo: “Siempre he trabajado por todas mis cosas y precisamente hablando de ese tema con Paola, dijimos: ‘Bueno, necesitamos a una persona que se quede en la casa, es usted o soy yo’. Y decidimos que era yo, me quedé y ya no le dimos más vueltas a ese tema. Como lógica consecuente, mis ingresos se redujeron, pero somos un equipo, nos apoyamos mutuamente como esposos, mientras ella trabaja yo estoy pendiente de que funcione la casa: que haya mercado, que esto esté limpio, que los hijos estén bien, que cumplan con sus obligaciones escolares… tal como funcionaban las familias de antes, pero invertido”.
Literalmente, como las familias de antes, o como las familias de ahora, o como las de siempre. Como las familias que se levantan un martes cualquiera a las 5:00 de la madrugada para comenzar el día; es decir, como la de ellos: Mauricio se despierta y primero lleva a su hijo hasta el sitio donde lo recoge la ruta del colegio; luego, organiza todo para que mamá e hija se vayan, la primera a la empresa y la segunda al jardín. Ya sin obligaciones, él se va a hacer sus cosas (es decir, sigue adelante con su negocio de iluminación), hasta el mediodía, que es la hora en que Isabela termina su jornada estudiantil. La tarde entera se le va entre almuerzo, tareas y quehaceres. A las 6:00 llega Paola y cenan todos juntos. Mauricio sale a jugar squash y como a su regreso, por lo regular, los niños están dormidos, Paola y él esperan el miércoles bajo un cielo azul oscuro. Una rutina que varía dependiendo de muchos factores, pero que en esencia permanece.
Por eso me animé a preguntar: ¿cuáles han sido las claves para sacar adelante su familia? Lo pregunté ansiosa, como quien está muy seguro de que la monotonía es un animal hambriento y furioso. Mauricio me respondió: “Dejar los estigmas y lo que dice y piensa la gente a un lado; el ‘Ay, es que su esposa lo mantiene’. Pues sí, puede ser que mi esposa me mantenga, pero yo estoy cumpliendo mi rol, me estoy encargando todos los días de estos dos personajes maravillosos para que ella sea una muy exitosa profesional, lo que menos quiero es llegar a cortarle las alas porque ‘tiene que encargarse del hogar’, lo que buscamos nosotros es la felicidad y esta ha sido nuestra forma de encontrarla: tenemos un hogar bonito, tranquilo, unido, muy unido y organizado”. Mentiría si no les digo que con esa respuesta se me hizo una sonrisa tonta en la cara y, aún así, Mauricio sintió la necesidad de volver a llamar para decirme que la clave de todo ha sido el amor.
***
No sé quién es Guillermo Beltrán. Y no lo sé aunque me vaya a dedicar a hablarles de él en las siguientes 700 palabras, o aunque vaya a hacer una reconstrucción de su historia en primera persona. No lo sé, aunque su voz me haya atrapado una hora y poco más en el teléfono; aunque el indicador de grabación me hubiese distraído cada vez que pronunciaba sus detalles en un tono más alto o más bajo del habitual; aunque me haya hecho reír y haya hecho encoger mi corazón al mismo tiempo; aunque su nombre me haya parecido muy sonoro desde que lo pronuncié. No. No sé quién es Guillermo Beltrán, aunque piense que su historia merece ser guardada en el costado izquierdo del corazón. Aquí voy:
Me llamo Guillermo Beltrán, tengo 62 años y una compañera de viaje, Marta Ocaña, con la que me casé a los 33, pero a la que había conocido años atrás mientras estudiábamos Contaduría Pública. Celebramos tres aniversarios de novios y yo siento que esa etiqueta no se ha ido nunca de nosotros. Todavía la considero mi novia. Decidimos casarnos a pesar de que ella provenía de una familia más acomodada que la mía. Porque sí, yo vengo de una familia muy humilde, de un barrio popular, de un hogar de siete hombres y una mujer en el que, al ser tan numerosa, todos desempeñábamos los oficios de la casa: lavar, cocinar, encerar, en fin. A los cinco años de casados, tuvimos nuestro primer hijo: Helman. El alumbramiento coincidió con que yo estaba incapacitado por una de las tantas cirugías que me han practicado a lo largo de mis días, y con que mi señora tenía un muy buen puesto, así que me dediqué a cuidarlos a ambos. Me gustaba bañarlo con hierbas y cambiarle los pañales, hasta que mi esposa empezó a trabajar y las rutinas cambiaron un poco: la llevaba a ella a la empresa y al bebé al jardín, ¿y yo? Hacía auditorías, trabajaba medio tiempo. Cuando Helman cumplió 5 años, nació Ginna. Como era de esperarse, con dos niños y con la opción nula de dejarlos en manos de terceros, el destino me llevó a dedicarme más a ellos. Dos años después llegó nuestro tercer hijo: Andrés Felipe.
Ya con tres niños para cuidar y por algunas situaciones graves con mi salud, lo laboral se me empezó a resquebrajar mientras lo familiar se iba afianzando y se iba construyendo con unos lazos inquebrantables: si la existencia no me sonrío con el éxito profesional, sí lo hizo con mi esposa y con mis hijos. Los calendarios se consumieron entre despertarlos, darles de comer, ponerles baberos, limpiarles pañales, hacer tareas con ellos, llevar y recoger a la señora en el trabajo, llevar y traer a los niños al colegio o al jardín, limpiar la casa, llevarlos a citas médicas o a que los vacunaran, al museo, hacer más tareas… ¿Saben? Ahora que soy consciente del paso de las horas, me veo ya tan lejano a aquellos días... Pero esos recuerdos los conservo nítidos en la memoria y me parecen tan bonitos. Yo, que fui siempre un hogareño, que nunca gusté de tener amistades, digo: “Ah, qué afortunado fui de haber sido el fiel encargado de mi casa.
Tuvimos cierta comodidad, no lujos, comodidad para sacar a los hijos adelante y que pudieran hacer lo que les gustara. Siempre fuimos del criterio de que si uno es un barrendero, hay que ser el mejor, si es lo que le gusta, pero antes de ser excelentes profesionales, había que ser excelentes seres humanos. Lo logramos y uno de los grandes secretos fue haber tenido siempre un solo bolsillo: con lo que Marta ganaba y con lo poco que yo aportaba, porque la plata siempre fue para un objetivo común, no propio. Así fue y así sigue siendo: todo compartido. Digo ‘sigue siendo’, porque esto no se acaba, porque esto sigue hasta viejitos, hasta que uno se vaya. Si uno no puede estar ahí apoyando económicamente entonces sí puede estar apoyando con las labores del hogar, con su rol de esposo y de papá.
Y con ese rol mío nos importaba un pito lo que pensara la gente, además nosotros nunca lo vimos como algo negativo: yo no era un recostado, yo no era un pelele, yo no era un vividor, yo era un formador de personas. Muchos de los compañeros con los que estudié son muy exitosos y no todos ejercen lo que estudiaron, entonces, ¿por qué ser papá no puede ser otra rama? Claro, porque no da plata. No da plata, pero nos dio cosas más importantes, como que el día de mañana o el de hoy o el de siempre estén los hijos con nosotros sin importar los errores que cometimos en el proceso. Nos dio haber tenido y tener un hogar estable, haber caminado todos para el mismo lado. Nos dio haber construido una relación amorosa muy bella que espero dure hasta que me muera. Nos dio ver a los hijos crecer, ver que hacen lo que les gusta, que, en últimas, fue nuestro objetivo más puro. Yo no me arrepiento de haber sido amo de casa. Mi esposa tampoco.