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Lee un fragmento En el amor y en la guerra, la novela de Ildefonso Falcones

La revista Cromos te trae un fragmento de Lealtad e inocencia, el capítulo que abre la primera parte de la novela histórica En el amor y en la guerra. El libro, que pertenece a la saga La catedral del mar, ya está disponible en las librerías de Colombia.

Por Ildefonso Falcones
21 de marzo de 2025
Ildefonso Falcones
Fotografía por: Cortesía Grijalbo

Nápoles, 2 de junio de 1442

Probablemente desde que Parténope se ahogara en la bahía de Nápoles luego de que Ulises resistiera los cantos tan seductores como peligrosos de las sirenas, la ciudad ya se ha[1]llaba plagada de manantiales que, con el tiempo, configuraron la extensa e intrincada red de túneles y acueductos que horadaban su subsuelo.

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Arnau, veinticinco años, conde de Navarcles y de Castellví de Rosanes, general de los ejércitos del rey Alfonso de Aragón, armado con la espada que en tantas ocasiones enarbolara su padre, el almirante Bernat Estanyol, avanzaba con sigilo por uno de aquellos acueductos a la luz de las antorchas procurando evitar el entrechocar de sus demás pertrechos: armadura, celada, espuelas… El joven militar encabezaba una línea de varios oficiales y dos centenares de soldados, la mayoría de ellos ballesteros, que transitaban en tensión, todos armados, chistándose unos a otros ante el menor ruido y exigiéndose silencio mediante gestos mientras, atentos a las aguas que corrían a sus pies, se ayudaban para no resbalar con el limo y reprimían el impulso de patear a las ratas que chillaban sorprendidas entre sus piernas.

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Por delante de Arnau andaba Paolo, un muchacho napolitano de quince años que cada pocos pasos volvía la cabeza con vacilación para comprobar lo que ya sabía: que el ejército aragonés los seguía. Entonces sus dientes brillaban al resplandor de los titilantes haces de fuego en un rostro demacrado fruto de la miseria, él del[1]gado, sucio, vestido con harapos, los pies descalzos y las piernas enfangadas hasta las rodillas. Paolo guardaba silencio también y, con tímidos gestos de las manos, instaba a Arnau y a los demás a apresurarse conforme los guiaba a través de aquel ignoto universo subterráneo.

—¿Tú crees que este crío sabe adónde nos lleva? —había oído Arnau cómo dudaban sus oficiales.

—Yo no estaría tan seguro —se quejó uno de ellos.

—No deberíamos fiarnos —terció otro.

—¡Silencio! —les exigió él.

Arnau necesitaba confiar en aquel joven apocado porque el rey Alfonso lo había hecho cuando, acompañado por su madre, Orsolina, una panadera agraviada por la administración angevina del rey Renato de Anjou, Paolo había indicado al monarca, con voz trémula y las manos agarradas ante sí, cómo llegar al interior del recinto amurallado.

—Siempre ha correteado por ahí abajo —explicó la panadera cuando el rey y sus oficiales sopesaron en silencio las palabras del muchacho—. Su padre era albañil…, trabajaba en el cuidado y la reparación de los acueductos —añadió para justificarlo.

Desde que la reina Giovanna II de Anjou, de carácter caprichoso y voluble, nombrara heredero del reino de Nápoles a Alfonso V de Aragón en el año 1421 y este entrase triunfante en la ciudad, para ser desheredado tan solo dos años después, habían transcurrido veintiuno de guerras y conflictos con los franceses.

En 1432, Alfonso había abandonado definitivamente sus demás dominios: los reinos de Aragón, Cerdeña, Sicilia, Valencia y Mallorca, así como el principado de Cataluña, para centrarse en la conquista del mayor de los reinos de la península itálica: Nápoles. Durante diez años, los catalanes —así los llamaban los napolitanos de forma genérica y despectiva— habían guerreado contra los franceses por apoderarse del reino, unos y otros aliados con príncipes y nobles napolitanos y condotieros italianos, muchos de ellos mercenarios que cambiaban de bandera con una naturalidad exasperante, aunque también tuvieron que hacerlo contra el papa Eugenio IV, contra los genoveses y contra Francesco Sforza, señor de Ancona, todos contrarios a que el aragonés conquistara un reino de la importancia y las dimensiones del de Nápoles. Aquel año de 1442, después de muchas victorias a lo largo de tan vasto territorio, Alfonso puso asedio a la capital, que resistía orgullosa y estoica tras sus murallas con la ayuda marítima de los genoveses, cuyos barcos fondeaban cargados de provisiones en la magnífica bahía al pie del Vesubio.

En ese momento, todavía en silencio, el rey se frotó el mentón ante la expectación de sus generales, con la mirada clavada en aquel muchacho tembloroso y encogido que, arrimado a su madre, buscaba con ese contacto el apoyo de una mujer tan amedrentada como pudiera estarlo su hijo. Alfonso y su ejército permanecían acampados en Campovecchio, en la llanura que se extendía frente a la puerta Capuana y las inexpugnables murallas de Nápoles, y aquel joven le estaba ofreciendo la posibilidad de lograr el triunfo que no obtenía ni por hambre ni por fuego.

El sol embebido del Mediterráneo que acariciaba a aquellos soldados aguerridos auguró el éxito.

—Sea —sentenció el rey.

La noche del segundo día de junio, Arnau y sus hombres se introdujeron por el pozo del jardín de una casa situada extramuros y recorrieron uno de los acueductos que llevaban el agua a la ciudad. Al nivel de las murallas, toparon con un muro que impedía el paso de las personas. Lo desmontaron con sigilo, piedra a piedra, arañando con cuchillos y lanzas en lugar de picar. Resultó laborioso, aunque no difícil. Franqueado el obstáculo, discurrieron por debajo de las murallas hasta llegar a la altura de las torres de la Carbonara, superar la pequeña iglesia de Santa Sofia y terminar en la antigua puerta del mismo nombre. Allí, Paolo trepó con agilidad por las paredes del pozo que se abría al patio de otra casa. En la oscuridad, lanzó la soga que rodeaba su torso y que luego sustituyeron por unas escalas de barco para que los soldados aragoneses ascendieran a cielo abierto.

Se produjeron malentendidos. Quienes tenían que avisar al rey Alfonso para que atacara no lo hicieron por miedo o por error. Renato fue advertido de la anómala cercanía de su enemigo en el descampado y corrió a defender aquel lienzo de muralla. El aragonés desistió convencido de que la expedición nocturna había fracasado y se retiró. El francés se creyó victorioso e hizo lo propio a la ciudadela. No obstante, alguien logró avisar al rey Alfonso de que Arnau estaba dentro, por lo que rectificó y atacó con un ejército compuesto por nueve mil efectivos entre caballeros, infantes y ballesteros, sorprendiendo a los asediados. Arnau y los suyos salieron de la casa a la que habían accedido por el pozo, así como de otras vecinas que tuvieron que ocupar dado su número, y asaltaron parte de la muralla y una torre cercana a Santa Sofia.

Los angevinos se ensañaron en aquella torre y en los lienzos de muralla que partían de ella, y la bombardearon y asaetaron con denuedo. Los ballesteros aragoneses respondieron al ataque desde el interior del bastión mientras Arnau en el adarve, espada en mano, al mando del resto de los soldados, trataba de detener la avalancha de franceses encaramados a las murallas.

—¡Seguidores vencen! —gritaba el catalán el lema del rey Alfonso a la par que arremetía con su arma. Saltaba y se movía con agilidad pese a la estrechez del camino de ronda, rechazando enemigos, desviando el golpe de las lanzas con las que arremetían contra ellos e hiriendo a los angevinos.

—¡Seguidores vencen! —resonó el grito de guerra en boca de unos hombres que cada vez caían en mayor número.

Muchos soldados aragoneses, desde el exterior, intentaban es[1]calar el muro para acudir en ayuda de Arnau y los suyos, pero el grueso del ejército se dirigía a tomar la puerta de San Gennaro, la más antigua de la ciudad, por lo que la situación en la torre de Santa Sofia se hacía insostenible.

Poco a poco, Arnau y los hombres que lo acompañaban en el adarve, muchos heridos y ensangrentados, se vieron forzados a retroceder ante el creciente número de franceses que los atacaban.

—¡A la torre! —ordenó Arnau—. ¡A la torre!

Él mismo caminó hacia atrás con la espada en ristre. Las saetas de los franceses silbaban a su alrededor, y algunas se estrellaban contra su armadura cuando tropezó y a punto estuvo de caer de espaldas.

—¿Qué…! —exclamó al tiempo que recuperaba el equilibrio—. ¡Fuera de aquí! —ordenó a Paolo, con el que había topado cuando este gateaba entre los soldados.

—¡Los de la torre necesitan saetas! —objetó el muchacho, que se deslizó con absurda prudencia a ras de suelo hasta casi quedar en tierra de nadie en el adarve, entre franceses y aragoneses, para atrapar un par de flechas caídas.

Arnau interrumpió su retirada y lo protegió.

—¡Fuera de aquí! —chilló al ver cómo los primeros soldados angevinos se recuperaban de la sorpresa de descubrir a un joven que reptaba entre los contendientes y, tras unos instantes de duda, arremetían de nuevo.

Paolo obedeció con ligereza, portando un buen haz de saetas con las que abastecer a los ballesteros aragoneses.

Se atrincheraron en la torre y dispararon algunas flechas desde las troneras para defender las entradas desde el adarve, mientras soportaban el bombardeo de balas de piedra que iban resquebrajando los muros. En un momento de tregua, Arnau apretó con terror puños y mandíbula ante el gran número de bajas sufridas. No fue necesario recuento alguno; el estrago era notorio. Evaluó la situación y sopesó capitular ante la imagen de unos ballesteros que exigían a Paolo con gestos alterados que los surtiera de unas saetas de las que el chaval ya no disponía. No podía llevar a la muerte a más hombres; eran su responsabilidad, y la situación era crítica. Con los ojos todavía fijos en aquel muchacho que había arriesgado su vida en busca de armamento, se dispuso a dar la orden de rendirse, pero en ese instante Paolo cruzó una mirada con él y le sonrió con timidez.

—¡Seguidores vencen! —gritó entonces Arnau, y acudió raudo a una de las puertas de la torre en ayuda de sus hombres.

—¡San Jorge!

—¡Seguidores vencen!

—¡Por Aragón!

—¡Por el rey Alfonso!

Su propio clamor les impidió oír el mismo grito de guerra aragonés que atronaba ya en el interior de la ciudad de Nápoles. San Gennaro había caído. La ciudadanía napolitana, hastiada de la guerra y el asedio, no ofrecía resistencia alguna. Los angevinos huían y el rey Renato de Anjou se atrincheró en la ciudadela junto a los restos de su ejército.

*La editorial Grijalbo autorizó la publicación de este fragmento.

Por Ildefonso Falcones

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