Todo empieza con un beso. En realidad, con un segundo beso
¿Cómo hacer para parar el tiempo, para que ese sentimiento de dolor placentero nunca acabe? Nadie lo sabe, menos mal.
Por Patricia Castañeda
12 de abril de 2018
Todo empieza con un beso. En realidad, comienza con un segundo beso. Es posible que el primero se quede en una degustación, un pandebono bogotano que muerdes una sola vez. En cambio, un segundo beso causa estragos porque ya estás repitiendo y cuando algo gusta es deber humano seguirlo probando.
¿Por qué será tan difícil darse el segundo beso? El primero sale espontáneo, adornado la mayoría de las veces por ayuditas como el trago, la luz tenue, la euforia alrededor, la música reventando por todo el recinto... ¡Tas!, aparece un beso. Al segundo primer beso ya le estás declarando silenciosamente que te fascina. Razón por la cual Pretty woman no lo besaba. Besarse es demasiada perfección, los cinco sentidos funcionando al unísono. Es como si al tocarse se intercambiaran las almas y lo poseyera el demonio del otro; sentirse drogado hasta el agotamiento, piel con piel, como si el otro fuera el propio tarro de bóxer.
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¿Y cuando nos besamos con la mirada porque se nos interpone la distancia, y sentimos el mismo corrientazo que sube más rápido de lo que baja? Acto seguido… besarnos con los labios.
Hay besos tibios, hay los que examinan amígdalas, los hay cortos, los hay mojados, robados, sufridos… es como una necesidad básica andar besando a ese pequeño desconocido. Es, a su vez, la fórmula para volver a conectarse. Lo dijeron en un baño, luego de preguntar cómo hacían para reenamorarse. Y funciona. Besarse es una virtud a la que todos tienen acceso, y es gratis. Siempre y cuando encuentres con quién hacerlo, o aplicas la del colegio y besas el tablero.
Y entonces, si el beso es imprescindible para el enamoramiento, ¿por qué le hemos quitado importancia y nos la pasamos regalando nuestros enajenados besos en cada e-mail o chat que se mande? Besos, muaaaah, muaaaakes, un beso, smuak, muamua… Vamos a debilitarlos por tanto uso, van a reducirse a la altura de un apretón de manos. ¿Por qué no mandar un abrazo espichado o ir al grano? Hay que retornar al estatus cupídico y disfrutar del beso beso, ese momento matrix en el que todo gira en otros ejes cuando los labios se juntan. ¿Cómo hacer para parar el tiempo, para que ese sentimiento de dolor placentero nunca acabe? Nadie lo sabe, menos mal, o estaríamos besándonos por toda la ciudad, en los semáforos, en las oficinas, en el banco, todos drogados de feromonas, como el planeta de los simios, todos apercollados.
Hay besos de luto que aceptan que ya se murió el amor –un beso frío, sin emociones, que descorazona porque lo que queda son besos que se dan de memoria–; hay besos de borracho del que nadie se acuerda pero ¡cómo nos gustaría acordarnos!; los hay de telenovela; los hay de amistad, un poco extraños pero que los hay, los hay; están los dolorosos besos de despedida antes de entrar a la sala para tomar un avión; los de reconciliación, que son aun más fuertes y poderosos que el mismísimo segundo beso; y está ese beso que nunca dimos.
“Hay besos que pronuncian por sí solos la sentencia de amor condenatoria, hay besos que se dan con la mirada, hay besos que se dan con la memoria… Hay besos que parecen azucenas por sublimes, ingenuos y por puros, hay besos traicioneros y cobardes, hay besos maldecidos y perjuros”: Gabriela Mistral.
Por eso, besemos al que nos gusta, al que está por ahí escondido entre amigos, ese que ya hemos besado varias veces con la mirada, para sentir cómo se desprende todo por dentro y nos desahucia.