Las huellas del hombre caimán
Por Carlos Torres
Periodista de CROMOS
Fotos: Gustavo Martínez
La culpa la tuvo una vecina. En Plato, donde los días había que tacharlos en un calendario para diferenciarlos uno de otro, una mujer alarmada gritó que en el río un hombre se había convertido en caimán. Enseguida, según los testigos, una multitud salió corriendo a San Rafael, el barrio de los pescadores, a orillas del Magdalena. Los más rápidos abordaron las chalupas disponibles. Los que se quedaron en tierra bordearon el malecón. Dicen que lo habían visto en un caño donde las mujeres del pueblo lavaban la ropa. Armados de atarrayas, los improvisados cazadores no querían perder la oportunidad de atraparlo. Pero salieron frustrados. En esta ocasión, el hombre se les había escabullido. A partir de entonces, sin embargo, nada volvería a ser como antes.
Por aquella época, las embarcaciones grandes podían navegar el caudaloso río. Ahora la única forma de arribar es por carretera, desde Valledupar. El viaje dura tres horas de pleno calor. Bosconia y El Difícil son los primeros municipios que se asoman. La temperatura roza los 34 grados centígrados al mediodía y, a medida que se acerca Plato, el termómetro no se mueve, pero el aliento del Magdalena apacigua el bochorno.
No hay nada especial que diferencie a Plato de los pueblos vecinos: casas de no más de tres pisos, algunas calles asfaltadas y motos por doquier. Salvo cuando uno llega a la plaza. Es de mosaicos rojos y está vacía. De vez en cuando alguien la pisa para cambiar de cuadra. No hay bancas y hace un calor que el cemento vuelve resolana. En su cabecera, la estatua del hombre que se volvió caimán. No tiene placas y el brazo izquierdo, fracturado, le cuelga de una viga. Señalándola, le pregunto a un transeunte por el Hombre Caimán, y me habla de Édgar Romanos, el único hombre caimán que conoce en el pueblo. «¿El de la leyenda no se llama Saúl Montenegro?», le digo; y, yéndose, nombra de nuevo a Romanos, el plateño que seguro tiene las respuestas.
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Desde los catorce años, Édgar Romanos viene personificando al hombre caimán. Recuerda que la primera vez que lo hizo en los años sesenta, algunos vecinos lo tildaron de loco, y no faltó el que se le burló en la cara. Representando al personaje más conocido de Plato, ha estado en Medellín, Bogotá y Barranquilla.
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De pócimas blancas y rojas
En la portal web de la Alcaldía de Plato está escrita, sin firma, la leyenda: «En la localidad de Plato vivía un hombre al que le gustaba mirar a las mujeres que se bañaban en las aguas del río Magdalena. Tenía tanto interés en observarlas, pero a la vez tanto miedo de ser descubierto, que fue en busca de un brujo a la Alta Guajira. Este brujo le dio como solución dos pócimas, una roja y otra blanca. Con la poción roja se convertiría en caimán, y podía observar de cerca a las muchachas sin peligro de que lo descubrieran. La poción blanca en cambio lo devolvería a su estado natural humano y un amigo debía suministrársela a la vuelta de sus correrías.
Durante un tiempo el hombre disfrutó de su condición y de sus correrías, observando a las mujeres mientras se bañaban, inocentes, en el río. Un día su compinche no pudo acompañarlo, pero envió a otra persona para que se encargara de suministrarle la pócima que lo haría hombre. Al ver el caimán de cerca, el hombre se asustó y dejo caer la botella, y su contenido se derramó. Se perdió el antídoto, pero unas gotas cayeron sobre la cabeza del hombre caimán, dejándolo mitad hombre, mitad caimán. A partir de ese momento, el hombre no pudo espiar a más mujeres mientras se bañaban porque se convirtió en el terror del lugar. Nadie se bañó más en esa parte del río».
Cachones y políticos avispados
Para ir a la casa de Édgar Romanos hay que tomar una de las motos con remolque que salen de las esquinas. El servicio, llamado mototour, cuesta mil pesos por persona si el recorrido es dentro del casco urbano. Romanos vive en un segundo piso. Sus ojos verdes resaltan debajo de su piel bronceada. Hijo de comerciantes libaneses, a sus 65 años es reconocido por personificar al hombre caimán allá donde lo citen. No le importa si la cita es en tierra cachaca. Con su disfraz verde, al que hay que tenerle maña para cargar una larga cola que se arrastra en el piso, ha estado en Bogotá y Medellín.
Viera que la otra vez casi me ahogo en el río, la cola se llenó de agua y me estaba yendo para el fondo. Me tuvieron que ayudar a salir», dice sonriendo Romanos. Sus manos de caimán son unos guantes pintados de verde y, cuando habla, los mueve como si braceara en el agua. Para que su cuerpo luzca grande, verde y escamado, no bebió la poción roja, como se lee en la leyenda. Su metamorfosis fue mucho antes; en su niñez le dio por ser el Hombre Caimán por una razón muy especial: en la escuela fue alumno de Virgilio Difilipo, un abogado amante de la mitología griega que supuestamente se quedó sentado en su silla cuando la vecina pasó gritando por el pueblo que un plateño se había convertido en caimán. La leyenda detrás de la leyenda, por lo menos para este profesor de escuela, cuenta que en lugar de salir corriendo hacia el río Magdalena a ver al hombre caimán, Difilipo tomó una hoja y un lapicero y se puso a escribir el relato. Así lo cuenta Romanos: «En los años treinta, a los políticos avispados y a los cachones les decían caimanes. Para esa época, involucraron a un pariente de doña Clara Alfaro, esposa de Virgilio, en un problema, y Virgilio lo empezó a apodar, con nombre propio, caimán. Cuando el pariente de Virgilio se enteró de que era el protagonista de la leyenda, lo amenazó: “Si tú pones mi nombre y apellido en esa leyenda, yo digo que tú eres el que envía los pasquines diciendo que la esposa de fulano de tal tiene una verruga en la nalga, que la otra tiene una teta más grande que la otra y juro que en Plato no duras media hora porque te matan”. Virgilio dejó la leyenda tal cual, pero cambió el nombre por uno ficticio, Saúl Montenegro, y le quitó lo rubio y comerciante por negro y pescador».
De la tradición oral al cine
La leyenda de la que habla presuntamente vio la luz en La Prensa, un periódico de Barranquilla, en algún año de la década del cuarenta. El diario ya no existe y Romanos nunca leyó el recorte. A pesar de la falta de evidencia, hay testigos que aseguran que de Barranquilla llegaron a Plato forasteros a buscar a Saúl Montenegro. Entre ellos estaba el músico José María Peñaranda. El maestro de la letra picaresca tampoco lo encontró, pero con su puño y letra lo inmortalizó en El Caimán, canción interpretada por él mismo en La voz del litoral y luego por la orquesta argentina de Leonardo Armani: «Voy a empezar mi relato/ con alegría y con afán/ que en la población de Plato un hombre se volvió caimán/Se va el caimán/ se va el caimán/ se va para Barranquilla». Ni Peñaranda ni los plateños se imaginaron que su famoso embuste se esparciría por el resto de Colombia a través de un porro y viajaría por el continente en la película Pasiones tormentosas, dirigida por el mexicano Juan Orol en 1946.
Édgar Romanos escuchó de su profesor de escuela Virgilio Difilipo la leyenda que más tarde José María Peñaranda inmortalizó con El caimán, canción que cantó en La voz del litoral y figuró en la película mexicana Pasiones tormentosas.
Las acepciones libidinosas de la palabra «caimán» que menciona Romanos se desprenden de un contexto en el que abundaban los contemplativos reptiles. Así lo describió el diplomático inglés John Potter Hamilton, cuyas travesías por Magdalena están documentadas en Viaje a través del interior de las provincias de Colombia. Lo que vio en el siglo XIX fue un paisaje distinto al actual y, al mismo tiempo, similar al que correspondió a la leyenda del hombre caimán en la primera mitad del siglo XX. «Observé en muchos lugares unas cercas bastantes fuertes de bambú, construidas en la margen del río para proteger a los habitantes de los caimanes que tanto abundan en el Magdalena. A pesar de estas precauciones, ellos de vez en cuando se dan maña para atrapar a alguien. Tan pronto como los caimanes han saboreado la carne humana se aficionan particularmente a ella y son feroces y atrevidos en el ataque», se lee en su libro.
El barrio San Rafael tiene su propia estatua del hombre caimán. Desde este punto se puede ver el caño de las mujeres, el lugar donde Saúl Montenegro veía a las damas de pueblo bañarse y lavar la ropa.
El departamento que sorprendió por su flora y fauna a Potter Hamilton es ya lejano, pero en pequeñas dosis está contenido en la leyenda del hombre caimán y en la onda memoria de Édgar Romanos. Él se siente afortunado por haber escuchado de Virgilio Difilipo el cuento que otros escucharon por ahí y luego olvidaron. Por eso, desde los catorce años, viene homenajeándolo con su enorme traje. «En 1972 la gente me gritaba que estaba loco, se me burlaba en la cara», recuerda cerrando los ojos, tomando un vaso de jugo de naranja para mermar el calor. «Después se acostumbraron y me quedé como el único hombre caimán de Plato. La prueba de que soy el único es que un día un mototaxista también se vistió de hombre caimán durante un festival y aquí lo miraron con extrañeza. Ante la falta de aplausos, al final tuvo que vender el traje para que el equipo de fútbol Real Cartagena lo usara de mascota». Romanos es de los que se puede quedar hablando toda una tarde sin interrupciones. No apura la entrevista por más que la frente se le llene de sudor.
Son tantas las versiones sobre la forma del hombre caimán, que la estatua de la plaza es mitad animal y mitad hombre. Su deterioro es el reflejo de la fuerza de la leyenda, que no tiene festival desde el 2010.
Las otras versiones
De su casa a San Rafael, el barrio de los pescadores de donde los plateños salieron a buscar a Saúl Montenegro, hay menos de diez cuadras. Allí, un pequeño malecón exhibe su propia estatua del Hombre Caimán, imponente comparada con la de la plaza. Desde ese punto, donde abundan las moscas, los pobladores ven de reojo al río Magdalena, que en el invierno de 2010 los sorprendió con una fuerte inundación. Luis Alfredo Benítez, un adulto que pesca con atarraya, a punta de madera y puntillas volvió a levantar su vivienda. La inundación no lo aplacó: «Estoy acostumbrado a lidiar con agua». Su piel está curtida por el sol y viste un saco que le cubre los brazos. Precisamente por lidiar con el agua tiene las ropas húmedas. Le pregunto si se las ha visto con caimanes y, por su expresión, es como si le estuviera preguntando por tigres. «En las noches salen babillas, que son otra cosa», asegura. Aprovecho que hablamos de caimanes desaparecidos para mencionarle a Saúl Montenegro. Luis Alfredo no sabe quién es y, una vez se da cuenta de que se trata del hombre caimán, sonríe para ahogar la vergüenza y narra completa la leyenda, omitiendo el nombre de Saúl Montenegro. Es como si la hubiera leído en la página de la Alcaldía.
Luis Alfredo Benítez suele pescar bocachico y bagre en uno de los brazos del río Magdalena. Dice que nunca ha visto un caimán y que rara vez, en las noches, se encuentra alguna babilla.
En defensa de su olvido está Luis Alfredo Armando Amador, profesor de la Institución Educativa Luis Carlos Galán Sarmiento. Aunque tampoco ha leído la leyenda que se publicó en el diario La Prensa, se las ha arreglado para investigar la genealogía diversa del hombre caimán. «Hay dos orígenes del hombre caimán que no hablan de Saúl Montenegro. En la versión de los indios chimila, hay un caimán que se traga a un nativo y este vive tanto tiempo en su vientre, que un día toma fuerza, sale y ahí arranca a asustar por el río –explica Amador–. En la versión mestiza se narra las peripecias de un indígena enamorado que acude a un piache en la Sierra Nevada para que lo ayude a convertirse en animal, una variación más emparentada con la de Virgilio Difilipo».
En vías de extinción
A Amador no le tiembla la mano para reconocer que el embuste, de raigambre más oral que escrita, es un recuerdo enfermo que a este paso terminará muriendo si no se les enseña a los niños. En el colegio, ayudado por Édgar Romanos, impulsa una cátedra en la que se rescata los nacimiento del hombre caimán y de otras leyendas regionales.
El caño de las mujeres es uno de los brazos del río Magdalena al que se puede acceder en chalupas, algunas impulsadas por un motor de gasolina. Para que las hélices no se enreden En la espesa vegetación, los pescadores deben transitar lentamente.
En vías de extinción, como el animal real, hasta en las fiestas dejó de aparecer. El último Festival del Hombre Caimán fue en 2010. El evento, al que acudían agrupaciones musicales a marcarle el compás a Édgar Romanos disfrazado bajo el intenso sol de Plato, no lo han podido llevar a cabo por desacuerdos entre la Alcaldía y la junta organizadora. Los plateños que quieran fiesta grande deben ir a Valledupar al Festival Vallenato o tomar río arriba rumbo a los Carnavales de Barranquilla. «No hay una apropiación de nuestra figura. Es posible que haya más apropiación afuera que en el mismo Plato», afirma Guillermo Choperena, coordinador de la Fundación Renacer Cultural. «Se dejó de transmitir la identidad a los jóvenes. Yo vi cuando estaban construyendo la plaza, pero en la escuela nunca se nos habló del festival. Los profesores daban cátedra de Grecia y Roma; nunca de los elementos de nuestra propia cultura».
La situación de la leyenda se parece al epílogo del hombre caimán, según el relato oficial de la Alcaldía: «El hombre caimán solo era visitado por su madre, quien le preparaba y llevaba sus alimentos favoritos. A la muerte de ella, decidió dejarse arrastrar por el río hasta su desembocadura, donde desapareció». Hoy, la historia del hombre caimán se arrastra como si le faltaran fuerzas. Sin embargo, se niega a despedazarse definitivamente, como la estatua que en su honor está en la plaza. Con o sin fiesta, sin el recorte de prensa donde presuntamente por primera vez supieron de él en Barranquilla, y habiendo protagonizado una canción escrita por José María Peñaranda, sigue siendo cierta su viveza, tan cierta que «aún hoy los pescadores tienen la esperanza de cazarlo».
Por aquella época, las embarcaciones grandes podían navegar el caudaloso río Magdalena. Ahora la única forma de llegar a Plato es por carretera.