Alí Humar / Archivo Cromos
UNO.
Hablar de Alí Humar implica referirse a uno de los íconos más emblemáticos de la televisión colombiana. Y aunque muchos saben que, junto a personajes como Fernando González Pacheco y Gloria Valencia de Castaño, Alí se encargó de abrirle camino a la pantalla chica por allá en los años cincuenta, y que en su hoja de vida figuran producciones memorables como Señora Isabel, Los cuervos y Tabú, pocos conocen que llegó a la actuación por pura casualidad y que al principio le costó muchísimo trabajo ejercerla.
Sigue a Cromos en WhatsAppÉl mismo lo recuerda ahora, sentado detrás de un escritorio en una pequeña sala de su casa al norte de Bogotá. Atrás hay una ventana que da contra los cerros y, a su lado, un sofá rosado en el que descansa Pancho, el perro chihuahua que vive con su familia desde hace cuatro años. Lo recuerda sonriendo mientras explica, con la voz gruesa y esa gentileza innata, cómo sucedió todo.
“Cuando nació la televisión, en el año 54, se creó un espacio para buscar actores que se llamaba El primer aplauso. La dinámica era sencilla: la gente se inscribía mediante unas boletas que le daban en varios almacenes, iba al programa, lo ponían a competir con otros aspirantes y el público votaba por su favorito. Yo tendría unos 12 años y siempre lo veía, hasta que un día me animé a pedir una boleta para votar por un negro que me impactaba mucho porque hacía de ciego. Lo que pasa es que, por error, me dieron un formulario para participar que llené sin darme cuenta; solo al final escribí que votaba por el negrito. A los pocos días me llamaron a decirme que había quedado seleccionado. Lo chistoso es que fui, competí, gané y obtuve una beca para estudiar teatro en la academia de Bernardo Romero Lozano y Boris Roth. Ahí empezó todo”.
Y empezó, pues, pese a que su padre nunca estuvo de acuerdo con que actuara. Tanto así que cuando se fueron juntos a vivir a Guatemala porque el negocio de su papá quebró, Alí se metió a escondidas en una academia de teatro. Entonces ayudaba a su padre en el día vendiendo telas de puerta en puerta y, cuando terminaba, se iba a actuar. Un día le contó. Le dijo que iba a estrenarse una obra –La ira del cordero, en la que interpretaba a Caín, el hijo mayor de Adán y Eva–, y que quería que lo acompañara en el estreno. Luego de varias súplicas, su padre aceptó.
“Cuando se abrió el telón lo primero que vi fue a mi papá en primera fila con una camisa de palmeras mientras el resto de la gente estaba elegantísima, porque eso era con cuerpo diplomático a bordo –cuenta Alí–. Luego, en la escena en que yo tenía que matar a Abel, el hombre se paró y empezó a gritar: ‘¿Qué es esa payasada, hombre? ¡Un hijo mío qué va a hacer eso!’. Todo el teatro le pedía que se callara, pero él me miró, muy serio, y me dijo: ‘Alí… ¡Camine ya para la casa!’ ”.
Pese a que años más tarde estudió Filosofía y Letras en Estrasburgo, y se dejó impregnar por toda esa cultura de izquierda que en la segunda mitad del siglo XX soñaba con hacer la revolución, al final su destino estaba en la televisión. “Cuando regresé a Colombia llegué a tomarme el poder –dice con sarcasmo–. ¡Mi idea era entrar por la carrera séptima a caballo!”. Pero la realidad y su vocación terminaron jalándolo y Alí, entonces, no pudo escapar de la pantalla chica. Y ahí ha estado durante más de cincuenta años.
DOS.
Hay dos pasiones, entre muchas, que se destacan en la vida de Alí: su obsesión por la historia –que lo ha llevado a hacer varios programas del tema en la televisión nacional–, y su curiosa manía de coleccionar dados. La primera se consolidó hace más de 25 años gracias al Noticiero de la historia, un programa que hizo con Coestrellas y que tuvo la fortuna de revivir hace poco con motivo del Bicentenario. “Lo mejor de ese trabajo era que uno debía investigar mucho para encontrar aspectos desconocidos y hacer ver la historia como lo que en realidad es: un tema apasionante”, dice Alí.
Por eso cuenta que le encantan personajes como Hermógenes Maza, un general colombiano de la independencia “absolutamente metepatas, imprudente y mal hablado”; que admira a Antonio Nariño, un “aristócrata que a pesar de ser favorecido por el régimen trabajó soterradamente en la revolución”; y que le gustan, por su excentricidad, el emperador Calígula y Napoleón.
Su afición por los dados –dice Alí– surgió casi sin darse cuenta. “Hace 20 años éramos muy aficionados al juego; nos reuníamos todos los jueves en la noche con Pacheco, Álvaro Ruiz y Julio César Luna a jugar ‘Generala’, un juego argentino de dados que trajo aquí Carmen de Lugo, la mamá de Bernardo Romero Pereiro. Un día mi suegra me trajo de París unos dados muy lindos de nácar que luego alguien vio y, pensando que coleccionaba, me regaló algunos más. Los puse en una repisa hasta que se me fue volviendo una obsesión; en cada viaje que hacía buscaba los dados más raros: unos cargados que dan los números que usted le programe, otros redondos, de metal, de madera, de hueso, unos más que echan luces… hay de todo. Una vez, recuerdo, pagué 70 dólares por un solo dado que compré en Canadá”.
Como buen conversador, Alí cuenta, también, que la televisión de hoy ha perdido la mística (“ahora es un negocio en el que hay mucha condescendencia con lo comercial”); que adora el teatro por encima de todo; que se considera un mamagallista a pesar de que odia contar chistes; que es un lector voraz y vive a la caza de nuevos autores colombianos, y que ama la naturaleza y por eso aprovecha para pasar varios días al año en una finca que tiene con su esposa en Chinchiná, Caldas.
Y es que, como reconoce con una amplia sonrisa, hoy tiene la suerte de conseguir lo que muchos desean: “Ahora me doy el lujo de seguir siendo productivo y tener tiempo disponible –dice–. Y eso es bueno porque uno puede ganar mucho, pero si no tiene un minuto para sacarle provecho a sus utilidades, no sirve de nada”.