Así cayeron los pilotos de la mafia
La noche del pasado 1° de septiembre, desde las instalaciones de la Dijín en Bogotá, se desplegó un impresionante operativo que movilizó a más de 350 efectivos de la policía en tres ciudades del país. Poco antes de las once de la noche el general Óscar Naranjo dio la luz verde para que la Unidad Especial de Investigación diera la estocada final. Si tenían éxito lograrían desvertebrar, esa misma noche, cuatro poderosas estructuras dedicadas a ingresar cocaína a Estados Unidos en asocio con dos carteles mexicanos. Sería la más grande operación contra el narcotráfico en la historia de Colombia. La habían llamado Vuelo Final.
La información que tenían indicaba que estas cuatro organizaciones eran las encargadas de comprar y alquilar aviones (King 200 ó 300) en Estados Unidos, Surinam y en países centroamericanos para enviarlos con matrículas y planes de vuelo, en su mayoría legales, a Colombia y Venezuela. Estas aeronaves entraban a hangares en Medellín y Bogotá, con la disculpa de recibir mantenimiento.
Sigue a Cromos en WhatsAppAllí eran acondicionadas para transportar la coca. Salían de Colombia con planes de vuelo aprobados por las autoridades rumbo a Centroamérica. Pero por el camino se perdían de los radares, bajaban a pistas clandestinas ubicadas, en su mayoría, en Apure (Venezuela), cargaban la droga y seguían su trayecto hacia Honduras o Guatemala para dejar allí el cargamento, que luego seguiría hacia México y, finalmente, a Estados Unidos.
La red contrataba dos pilotos por avión: uno lo traía a Colombia y otro, el que hacía “la vuelta” de cargar la droga, entraba al país en vuelos comerciales sin despertar sospechas. Si la aeronave entraba a directamente a Venezuela, los pilotos encargados de montar la cocaína llegaban a Caracas en vuelos comerciales y por tierra se internaban en las pistas clandestinas de Apure para recoger el cargamento y entregarlo a los hombres de Joaquín ‘el Chapo’ Guzmán e Ismael Zambada, alias el Mayo.
La compleja organización de estas cuatro estructuras, comandadas por veteranos pilotos de la mafia que habían evolucionado hasta convertirse en patrones, empezó a ser descubierta hace año y medio, cuando agentes federales de Estados Unidos desarrollaron la operación Siete Trompetas, que capturó a seis personas en Miami y Fort Lauderdale, acusadas de lavado de activos. Los acusados registraban movimientos sospechosos de dinero para la compra y alquiler de aeronaves en Centroamérica.
La Unidad Especial de Investigación de la Policía empezó a desentrañar la información que la DEA y el Fiscal de Miami le habían entregado. Tenían pistas sobre la relación de los detenidos con narcotraficantes colombianos. De ahí nació otra operación llamada Fronteras, en la que detuvieron, en febrero de 2010, 25 pilotos que trabajaban para Daniel ‘el Loco’ Barrera. Los delincuentes traían aviones desde Centroamérica a Bogotá, Medellín, Montería y Popayán, para cargarlos con droga en territorio colombiano, generalmente en Medellín, Popayán y la costa.
Un grupo de 10 analistas e investigadores de esta unidad estudió la información de inteligencia que se desprendió de esta operación. Estaban seguros de que podrían ir tras unos peces gordos de la mafia. Siguieron las pistas y en unas semanas planearon la entrada de casi 60 agentes que infiltrarían a los nuevos objetivos.
Esta unidad es un grupo élite de la Policía, creada hace 15 años y compuesta por 120 personas que están dedicadas a combatir el narcotráfico, en cooperación con agencias estadounidenses. Todos han recibido capacitación de la DEA y del Departamento de Justicia de los Estados Unidos en operaciones encubiertas, penetración, infiltración y doble identidad.
Con ese entrenamiento y el intercambio de información, los policías colombianos, entre ellos 30 mujeres, infiltraron técnicos en los hangares, personal en los esquemas de seguridad, secretarias y mujeres que entraron al círculo personal y social de los narcotraficantes.
Durante su investigación, los agentes descubrieron que después de la Operación Fronteras, los delincuentes habían cambiado el modus operandi. Habían puesto el centro de operaciones de aviones en Bogotá, pero el centro de carga lo trasladaron para Apure. Eso significaba trasladar los aviones con planes de vuelo legal hacia Venezuela, pero allí se desviaban a pistas clandestinas. En algún punto de la frontera recogían la droga que habían sacado de los Llanos Orientales, de las zonas controladas por el Loco Barrera.
En apenas doce meses, los agentes lograron desentrañar la red, descubrieron las cuatro cabezas de cada estructura que trabajaban de manera independiente, pero que se conocían entre sí por su tradición de casi 30 años en el mundo de la mafia: Álvaro Suárez Granados, Óscar Humberto Sierra Pastrana, Jaime García García y Miguel Antonio Ramírez.
Aquella noche del 1° de septiembre, la policía los encontró durmiendo plácidamente en sus lujosos apartamentos al norte de Bogotá y Santa Marta. Llevaban vidas apacibles, lejos de las excentricidades de sus antiguos jefes: Pablo Escobar, Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela, Wílber Varela y los Comba.
Vivían con sus familias en apartamentos de estrato cinco y seis pero lejos de los suntuosos penthouses con enchapes de oro y costosas obras de arte. Tenían a lo sumo un conductor. Nada de escandalosos escoltas armados hasta los dientes. No llevaban cadenas ni relojes de oro. No hacían ruidosas fiestas con artistas famosos. Decían ser comerciantes, pero su único negocio era enviar toneladas y toneladas de coca a Estados Unidos. Con tantos años en el mundo del hampa, habían aprendido a vivir camuflados en la ciudad y habían sobrevivido a la persecución estatal, a las guerras internas y las retaliaciones.
Los pilotos
Álvaro Suárez Granados fue por varios años el piloto favorito de Pablo Escobar. Temerario y arriesgado, se ganó el alias de Coco, porque le llevaba los aviones repletos de coca a México y se los devolvía atestados de dólares. Dicen que fueron más de 20 toneladas las que logró llevarle al capo y más de 80 millones de dólares los que le trajo de vuelta.
Su fama se regó como pólvora y cuando murió Escobar, el Coco se escabulló y se fue con los hermanos Rodríguez Orejuela. La leyenda dice que comandó arriesgadas operaciones, como aquella en la que aterrizó un 727 lleno de droga en Estados Unidos. Un día tuvo que dejar abandonada una avioneta cargada de coca y dólares en pleno aeropuerto de Palmira, salvándose de caer en un operativo policial. De esa época datan sus relaciones con el cartel de Juárez. Él mismo le entregaba los cargamentos a la gente de Amado Carrillo Fuentes, el Señor de los Cielos, y luego a su hermano Vicente. A los Rodríguez les alcanzó a hacer más de 40 vuelos cargados de droga y les trajo más de 150 millones de dólares.
Con la entrega de los Rodríguez, el Coco barajó de nuevo y encontró nuevos patrones en el cartel del norte del Valle. Sus contactos, el conocimiento de rutas y su olfato para el negocio lo ubicaron pronto en un importante eslabón de esta cadena. Cuando la guerra entre narcos dejó desarticulado ese cartel, Suárez Granados se acomodó con el capo de capos, el Loco Barrera.
Aprovechando que Barrera se convirtió en el hombre más buscado de Colombia, por cuya cabeza ofrecen 5.000 millones de pesos, el Coco montó su propia estructura con pistas clandestinas, aeronaves, pilotos y enlaces con los compradores en México y Honduras.
Óscar Humberto Sierra Pastrana fue otro de los pilotos de vieja guardia que sobrevivió y montó su propia organización. Según informaciones de prensa, sus tres hermanos también fueron pilotos de la mafia: Miller lo hizo para Gonzalo Rodríguez Gacha y luego para Leonidas Vargas. Fue capturado en 1989 por tráfico de estupefacientes y dejado en libertad varios meses después.
Óscar Humberto, alias Miki, fue capturado en Perú, en 1983, con su otro hermano, Nelson Fabio, cuando transportaban una tonelada de pasta de coca en dos aviones con matrícula colombiana. Miller los rescató en una operación pagada por Rodríguez Gacha. Armando, otro miembro del clan, estuvo procesado y pedido en extradición por narcotráfico.
Sierra Pastrana se destaca por ser un piloto capaz de realizar maniobras casi suicidas para garantizar la entrega de los cargamentos y por su amplio conocimiento de aeronaves y pistas en Centro y Suramérica.
Con 48 años y semejante experiencia, Miki se convirtió hace 10 años en la mano derecha de narcos colombianos y venezolanos. Su fortaleza radicaba en el control que logró tener de la mayoría de pistas clandestinas en Apure. Manejaba los hangares y los aeropuertos, y pagaba los funcionarios aeroportuarios.
Miguel Antonio Monroy Ramírez, alias Barbas, y Jaime García García, los más veteranos del grupo, con sendos 61 años y toda una vida vinculados al narcotráfico, habían crecido al lado de los tradicionales carteles de Medellín, de Cali y del norte del Valle y habían sobrevivido a sus patrones. Empezaron también como pilotos y operadores de logística y transporte, y se habían convertido en importantes enlaces internacionales.
El Barbas es el principal contacto con socios extranjeros para coordinar entregas de los cargamentos, supervisa pistas, aeronaves y pilotos y maneja la red que adquiere los aviones, mientras García era socio capitalista, inyectando grandes cantidades de dinero para mover toda la estructura. Su base era Venezuela.
Al amanecer del 2 de septiembre, los 36 acusados, todos con pedidos de extradición, entraron en fila india a tanquetas blindadas que los llevarían a un avión con destino a Estados Unidos. La misión había sido un éxito y por primera vez el fiscal del sur de la Florida, Wilfrido Ferrer, vino al país a dar un reporte conjunto con el presidente Juan Manuel Santos, la fiscal Viviane Morales y el general Naranjo, desde el mismísimo palacio presidencial.