Así vive la Comunidad de Paz de San José de Apartadó
Cromos entró a esta comunidad pocos días después de que el entonces
presidente Álvaro Uribe acusara a sus pobladores de ser colaboradores de las
Farc. Ayer el presidente Santos tuvo que pedirles perdón por esos
señalamientos.
Por Redacción Cromos
10 de diciembre de 2013
Así vive la Comunidad de Paz de San José de Apartadó
Las huellas de la guerra están por todas partes. Basta tomar la trocha que conduce al corregimiento de San José de Apartadó para ver casas abandonadas y desvalijadas. Son 50 minutos de camino –serían tan sólo 15, si la carretera estuviera en buen estado– que recuerdan los sucesos de los años 90.
Al llegar al casco urbano donde está la sede de la Comunidad de Paz, las huellas se palpan en el silencio y la prevención de sus habitantes. Pocos quieren hablar y ser fotografiados. Se desconfía de la prensa, del Estado, de cualquier extraño. Una especie de código no escrito dice que hablar con los visitantes se traduce en peligro. Son las reglas que la violencia impone con su paso desolador. ntre 1995 y 1997, la época crítica, se contaron 1.200 muertos y más de 10.000 desplazados. en esta zona del Urabá: combates, masacres, bombardeos y desplazamiento forzado.
Al entrar al caserío se respira la tranquilidad de cualquier pueblo colombiano, sólo que más apacible. No se escucha música a alto volumen y el billar tiene apenas un par de clientes que toman gaseosa. Las normas de la Comunidad de Paz prohíben la venta y consumo de bebidas alcohólicas y cualquier tipo de estupefacientes.
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Los niños inundan las calles. Son muchos (algo más del 50% de la población que se calcula en 1.300 habitantes), andan libres correteando gatos o marranos, porque a pesar de ser jueves no hubo clases en la escuela. Sus padres están trabajando en el campo, en sus cultivos de primitivo (banano), cacao, fríjol y maíz.
El centro del corregimiento, si así se le puede llamar, es una pequeña plaza donde el esqueleto de un tablero de basquetbol chamuscado es el recuerdo del último incendio que los paramilitares provocaron en un par de casas que la circundan. Al lado, protegido por una malla, hay un amplio quiosco donde los habitantes –unos 600 en el casco urbano, otros 700 en dos veredas– se reúnen cada quince días para evaluar sus actividades. Enseguida está el monumento erigido en memoria de sus víctimas. Una a una han pegado con cemento piedras pintadas de colores con los nombres de hombres, mujeres y niños asesinados desde marzo de 1997, fecha en la que se conformó esta organización.
Más allá está la sede de la cooperativa campesina que en los años ochenta fue el centro de comercialización de esta próspera zona en la que no se daba abasto para recolectar las cosechas. Hoy alberga una pequeña venta de insumos agrícolas y las oficinas de la Comunidad de Paz.
Allí despachan los ocho miembros del Consejo Interno, los líderes de la organización. Ellos son la autoridad en el corregimiento y las veredas Arenas Altas y La Unión, que hacen parte de la Comunidad. Toman decisiones sobre el futuro, resuelven casos de violencia intrafamiliar, dirimen disputas entre vecinos, sancionan con multas o trabajo a quienes infrinjan el reglamento, verifican el funcionamiento de los 55 grupos de trabajo que se organizaron para cultivar la tierra y de los comités que se conformaron para temas como salud, educación o recreación.
Cada dos meses se reúne la Asamblea para hacer evaluación de estos trabajos o para decidir sobre temas complejos, como la situación que se generó a raíz de la última masacre en la que fueron asesinados ocho de sus miembros, entre ellos, Luis Eduardo Guerra, uno de sus líderes y cuatro menores de edad. Así decidieron trasladar sus viviendas para otro sitio, en caso de que el Ejército o la Policía entren al casco urbano, tal como lo anunció el Gobierno nacional.
Las normas prevén que la tierra es propiedad común. Los grupos de trabajo cultivan la tierra y cada martes sacan sus productos. El plátano lo venden a Uniban, el cacao a la Nacional de Chocolates, el fríjol, el aguacate y el maíz lo venden en Apartadó o Medellín. Todos los viernes los dedican a lo que llaman “trabajo cocomunitario”, es decir, limpian el pueblo, mejoran la escuela, le hacen mantenimiento a la carretera o le ayudan a algún miembro que necesite mejoras en su casa. Por ejemplo, estos últimos viernes los han dedicado a levantar sus nuevas casas, en un lote de hectárea y media, al borde de la carretera que conduce a Apartadó.
Pero las normas que más polémica han generado tienen que ver con su neutralidad frente al conflicto. Está prohibido venderles víveres, dar información o transportar elementos tanto a la guerrilla y los paramilitares como a las Fuerzas Armadas.
Para ellos, la fuerza pública es un actor del conflicto y sus principios no les permiten darle ningún apoyo. Este es uno de los preceptos que más les inculcan a los niños y jóvenes. Desde los 12 años, los menores de edad entran a talleres donde les explican su filosofía y los hacen firmar el reglamento. De esta forma, evitan que sus jóvenes se vayan a las filas de cualquiera de los bandos en confrontación.
De allí proviene su intensa controversia con el Estado. Esta zona ha sido un corredor histórico y estratégico para las Farc, ya que aquí se comunican los departamentos de Antioquia y Córdoba. Además, Apartadó fue durante los ochenta uno de los bastiones de la Unión Patriótica y del Partido Comunista. Desde que se instauró la elección popular de alcaldes en 1986, hasta 1993, este municipio tuvo alcaldes de izquierda, y según los miembros y patrocinadores de la comunidad, este fue el motivo para que empezaran a atacarlos.
“La izquierda le trajo prosperidad al campo, teníamos escuelas y centros de salud, pero después el ejército y los paramilitares nos empezaron a masacrar. Por eso decidimos declararnos neutrales, pero este gobierno no nos entiende, cree que si no estamos con él, estamos contra él”, explica un líder de la Comunidad para argumentar por qué no quieren que la fuerza pública se instale en sus veredas. Sólo aceptan los retenes que la policía y el ejército tienen en la carretera entre Apartadó y el corregimiento.
Dicen que durante los ocho años que llevan como resistencia civil han denunciado los crímenes que han cometido en su contra, pero que ninguna investigación ha procesado a los responsables y, por el contrario, los pobladores que han testificado han sido perseguidos o asesinados.
Así explican el hecho de que no acepten reuniones con el alcalde ni con el gobernador de Antioquia. También justifican su negativa a entregar declaraciones a las autoridades judiciales para investigar la última masacre. “¿Qué sentido tienen más reuniones si quince días antes de que mataran a Luis Eduardo, él se había reunido con la Vicepresidencia?”, se preguntan.
Esta desconfianza mutua hizo que la confrontación llegara al punto que el propio presidente Álvaro Uribe los acusara de obstruir la justicia, de coartar la libertad de los ciudadanos y, lo más grave, de auxiliar y proteger a las Farc. Y la comunidad respondió replicando, en su octavo aniversario, con espacios humanitarios en cuatro veredas que tienen el mismo concepto de neutralidad activa.
Son pequeñas áreas demarcadas, en las cuales los pobladores pueden refugiarse en caso de enfrentamientos o bombardeos. Estos lugares, dicen, deben ser respetados por los actores armados y ni la fuerza pública ni la guerrilla pueden entrar.
Esta es una nueva forma de resistencia civil que, según ellos, puede evitar que los campesinos abandonen sus tierras. Es lo que pueden hacer mientras la Corte Interamericana de Derechos Humanos de la OEA se pronuncia, nuevamente, sobre su caso. Esta es la única entidad a la que le creen.
Fotos: César K-rrillo - Archivo CROMOS