Todavía recuerda los gritos, el llanto de sus hermanos y la mirada de terror de sus padres. Recuerda también las risotadas indolentes de decenas de hombres armados con machetes y granadas, sedientos de muerte, dispuestos a acabar con todo aquel que no fuera de su tribu. No se olvida del olor a muerte, del miedo apoderándose de su cuerpo, del dolor de perder a sus vecinos, su familia, todo. Las masacres que ocurrieron en Ruanda y que conoció después el mundo entero, las padeció Immaculée Ilibagiza. La historia que le enseñó a perdonar empezó el 7 de abril de 1994 y se convirtió en uno de los más grandes genocidios de la humanidad: más de 800.000 miembros de una tribu de Ruanda fueron asesinados en cien días.
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Ilibagiza vivía en Mastaba, un pueblo del sur del país con su familia. Sus padres eran maestros y sus tres hermanos ya habían empezado a buscar su futuro en diferentes proyectos, ella era una universitaria de 24 años. Pero algo andaba mal. Los hutus (una tribu de agricultores que representa el 75% de la población de Ruanda), les habían declarado la guerra a los tutsis (ganaderos, apenas el 14% de los ruandeses). Immaculée Ilibagiza era de la minoría tutsi.
Animados por el gobierno que los invitaba a exterminar a las “cucarachas” (los tutsis), los hutus llegaron a su casa. Su papá la obligó a irse donde un vecino que era pastor para protegerla. Allí en un pequeño baño secreto, junto a otras seis mujeres, Immaculée apenas respiraba para huir de la muerte. Durante casi tres meses estuvo allí sin hablar, casi sin moverse y sobreviviendo con el poco de comida que les daban los dueños de la casa en la noche, cuando los hutus no estaban por el lugar armados de machetes y descuartizando a cuanto tutsi se encontraban.
Cada día, escuchaba los gritos de los hutus, las mismas voces de muchos de sus amigos de la infancia, de los vecinos de toda la vida, que ahora le declaraban la guerra sólo por ser de una tribu diferente. Sabía que no tendrían misericordia y que si la descubrían la matarían. Esas horas eternas fueron un caldo de cultivo para pensar en la venganza.
Sin embargo, con el paso de los días, fue entendiendo que era suficiente con el odio de los asesinos y que tendría que perdonarlos. Ilibagiza sólo pudo salir de su escondite cuando las tropas francesas llegaron al país en búsqueda de sobrevivientes. Comenzó a trabajar con la Organización de Naciones Unidas en la reconstrucción del país y luego regresó a su pueblo. Al llegar confirmó lo que temió durante largas noches de encierro: sólo su hermano Aimable había sobrevivido.
Ese mismo día fue a la cárcel y pidió ver al jefe del grupo que había asesinado a su familia. Su cara le era bastante conocida, todavía se acordaba de sus hijos con los que había jugado en el colegio. El hombre no le dijo nada, apenas lloraba. Immaculée no le hizo ningún reproche, ni siquiera lo cuestionó, sólo se le acercó y le dijo en voz baja: “Lo perdono”.
Ilibagiza escribió su experiencia en el libro Sobrevivir para contarlo y también decidió recorrer el mundo para contar su experiencia. Hoy es una reconocida líder mundial que ha dedicado su vida a promover la paz y la esperanza. Según Immaculée Ilibagiza, el perdón es lo único que podemos dar a aquellos que nos han hecho daño. En el 2007 fue galardonada con el reconocimiento The Mahatma Gandhi por la Paz.