A comienzos de 2006 el Grupo Antiterrorista de la Policía tenía prácticamente localizado al ‘Mono Jojoy’. La operación la componían los mejores hombres de campo y los más sobresalientes pilotos de helicópteros Black Hawk. Sólo tenían que esperar la señal del capitán Guerrero, un intrépido y avezado policía que había sido capaz de burlar las más estrictas medidas de seguridad del ‘Mono Jojoy’ hasta ubicar su campamento sin ser descubierto. O casi. El 5 de febrero entró en la zona con una fuente privilegiada que él tenía. Mientras tanto, un equipo élite estaba atento a sus movimientos. “Pero entonces perdimos contacto. No pudimos atacar. El capitán no apareció. A los dos días nos preocupamos y empezamos a hacer averiguaciones con otras fuentes. Nadie nos dio razón”, explicó a CROMOS un compañero de Guerrero, triste testigo de lo que luego ocurrió.
El comandante envió un avión de inteligencia para tratar de ubicar el vehículo en el que Guerrero y su fuente se desplazaban. Después de 4 ó 5 horas de sobrevuelo, divisaron el jeep en una carretera, abandonado. “Temimos lo peor, algo no andaba bien”. Esa zona –a 40 kilómetros del sitio donde murió ‘Jojoy’– es la zona histórica de las Farc, un lugar donde no hace mucha gracia andar sin protección. A pesar del peligro, sus compañeros salieron a buscarlo en dos helicópteros. “Aterrizamos y no encontramos rastro de él, sólo sangre en la maleza y en el vehículo”. Hicieron más sobrevuelos, mandaron otros colaboradores, hasta que alguien informó que habían llegado unos cuerpos a la morgue de La Julia.
Sigue a Cromos en WhatsAppGuerrero, un santandereano de 29 años, había tenido la osadía de infiltrarse en las estructuras del Bloque Oriental de las Farc. Había empezado su tarea en 2003, apenas fue nombrado miembro del Grupo Antiterrorista, creado para perseguir a los principales cabecillas de la guerrilla por iniciativa del entonces director de la Dijín, general Óscar Naranjo.
“Yo era consciente del riesgo de su misión, pero él estaba preparado para enfrentarlo. Él y sus compañeros sabían infiltrarse, sabían fabricar su historia ficticia para montar la fachada, eran mis mejores hombres”, recuerda el general.
Naranjo confiaba en él por su brillante hoja de vida. Se había graduado con honores en la Escuela de Cadetes General Santander en 1996 y fue uno de los seis uniformados que culminó el octavo Curso de Comandos en Operaciones Especiales, al que habían ingresado 83 oficiales. Su trabajo operativo de casi seis años en el Gaula le había merecido varios reconocimientos y medallas. Su papá había sido agente de la Policía y su hermano menor era uno de los audaces pilotos de los poderosos Black Hawk. Era el hombre perfecto para integrar este grupo élite que empezaría a perseguir jefes guerrilleros, labor hasta ahora delegada a las Fuerzas Militares.
Y era el trabajo ideal para él. Amaba el riesgo, le gustaba meterse en el monte, hacer inteligencia, caracterizar personajes para buscar información y ubicar a sus blancos. Por eso, cuando le dijeron que su objetivo era dar con los “duros” del Bloque Sur y del Bloque Oriental de las Farc, aceptó feliz el encargo. Comenzó a viajar al sur del país buscando un contacto que le permitiera llegar a su objetivo. Al fin, a comienzos del 2004, reclutó a un informante que le permitiría llegar a La Julia, Meta.
“Empezó a viajar mucho y yo le reclamaba porque me había dejado sola en el embarazo”, dice Jenny Patricia Colmenares, la viuda del capitán. Mientras su marido ejercía el trabajo más difícil de su vida, ella había tenido un embarazo muy sufrido. “Tuve preeclampsia y mi hija nació prematura. Me tocó ser madre canguro. Y a Juan Carlos también, pero de los dos meses que la cargué, él escasamente pudo hacerlo unos minutos. Un día se quedó dormido y casi se cae con la niña”.
Se nota que, cuatro años después de la muerte de su esposo, el dolor sigue vivo, pero ya puede hablar sin estallar en llanto. Cuando Guerrero empezó su labor de infiltración, la pareja apenas había cumplido un año de casada. “Yo sabía que iba por un cabecilla de la guerrilla. Le rogué que me llamara, y lo hacía cada tercer día, pero yo me deprimía mucho por la soledad.Peleábamos mucho. Juan Carlos me pedía paciencia, que lo entendiera. Yo solo quería que estuviera conmigo y no se perdiera los mejores momentos de su hija”.
Mientras ella sufría, su esposo estaba penetrando con éxito las principales estructuras del ‘Mono Jojoy’. Su primer acceso fue al frente 42, que venía de replegarse de Cundinamarca por acción de la fuerza pública. Y lo hizo haciéndose pasar como comerciante y amigo de aquel informante que había logrado reclutar. En pocos meses ya era socio de alias ‘El Campesino’, comandante de ese frente, en un local comercial en La Julia. Aquella inspección, clavada en las montañas del Meta, era una zona de distensión. Los guerrilleros patrullaban uniformados y armados a plena luz del día.
El capitán, apoyado en su don de gentes y su figura menuda, casi frágil e inofensiva, empezó a recolectar información privilegiada y descubrió que podía llegar al ‘Mono Jojoy’. Captó videos, fotografías y audios que le permitieron a él y sus hombres seguirle de cerca los pasos. En 2005 ya sabían todo de él. Lo que comía, a qué horas dormía, a qué le temía, cómo se movía. Su trabajo fue perfecto. Cuando salía de la zona, se contactaba con sus jefes en Villavicencio o en Acacías. Ya no podía entrar a las instalaciones de la Policía en Bogotá. Parecía un guerrillero.
Cada mes, en su oficina de la Dijín, el general Naranjo recibía los reportes del capitán a través de sus superiores. Era la operación en la que tenían concentrados sus esfuerzos y sus esperanzas, por la que trasnochaban y sufrían. Muy pocas personas la conocían y cada paso se calculaba con milimétrica precisión.
“Un día me dijo que lo acompañara a comprar unas cosas. Eran neveras de icopor, frutas y elementos para refrigeración. Me dijo que iba a montar una frutería. Desde ese día se empezaron a alargar las comisiones. Aprendí a odiar una camisa de cuadros vino tinto, un jean descolorido y las botas de caucho, porque era la pinta para irse por allá –cuenta Jenny–. Otro día llegó barbado, mechudo, dejado. Fue terrible. Le dije que estaba muy feo y me explicó que tenía que parecerse a ellos. No me gustaba verlo así, sentía que vivía con otra persona”.
Jenny no entendía tanta entrega y amor de su esposo por ese trabajo. Sabía que él hacía todo eso para ubicar a ese gran cabecilla del que ella ignoraba todo. “Él me calmaba prometiéndome que se desconectaría un mes para estar con nosotras. A finales de 2005 sacó vacaciones, compró un carro y nos fuimos para La Guajira del 2 al 20 de enero. Fueron los días más felices. Dos semanas después pasó lo que tenía que pasar”.
Cuando el capitán se reportó con sus superiores, analizaron la información que tenían entre manos y concluyeron que había llegado el momento. Según sus cálculos, en la primera semana de febrero podrían dar en el blanco. Pero algo falló. Sus compañeros aún no saben qué, pero suponen que algún informante de los que la guerrilla infiltra entre los desmovilizados pudo haber reconocido a Guerrero.
“Encontramos el cuerpo destrozado, con señales de tortura y tres tiros de gracia. Estaba en un estado lamentable, fue objeto de toda clase de vejámenes. Fue un golpe duro para nosotros. En este trabajo se crean unos lazos muy fuertes. Éramos una familia”, dice un mayor que estudió con Guerrero en la Escuela de Cadetes, que hizo con él el curso de comandos especiales y que tuvo que rescatar sus restos mortales de ese santuario de la guerrilla.
El general Naranjo, que había estado pendiente segundo a segundo de la operación, recuerda que desde el momento en que supo que Guerrero estaba incomunicado, pensó lo peor. “Esa muerte me dolió mucho, fue una pérdida irreparable, pero nos generó un mayor compromiso. No podíamos defraudar a la gente que se hace matar por su trabajo”.
Mientras tanto, Jenny intentaba mantener la calma esperando una llamada de su esposo. “Se fue un lunes y pasó el martes y no me llamó, el miércoles tampoco. Tuve una corazonada. Mi hija, que tenía 22 meses, se despertó esa noche llorando y llamándolo. El viernes el general Naranjo me dio la noticia”.
“Me tiré al suelo a llorar, quería acabar con mi vida en ese instante. Pensé en suicidarme, pero mi hija me hizo levantar y me pidió que no llorara. Si no es por ella, yo habría cometido una locura. Mi primer sentimiento fue de rabia. Quería ahorcar a Juan Carlos por entregarse así, odié a la Policía por haberme arrebatado a mi esposo. Cuando mi hija me preguntaba por su papá, yo le decía que estaba en el cielo, que Dios lo necesitaba para que le ayudara a cuidar a la gente buena”.
La muerte del capitán conmocionó a toda la Policía, pero afuera, en las selvas y en las montañas, la guerra continuaba. El general Naranjo recuerda que recibió la propuesta del Grupo Antiterrorismo de terminar la labor iniciada heroicamente por Juan Carlos. “No podíamos declinar y a pesar de todos los riesgos, aprobé que el sargento que había acompañado a Guerrero en la infiltración terminara la misión. Él tenía la habilidad para hacerlo y convirtió esa operación en una causa de honor”.
Para todo el equipo se volvió una obsesión culminar la misión del capitán Guerrero. El sargento, que no se había “quemado” en la operación en la que murió su superior, se convirtió en un proveedor de la guerrilla, luego se volvió miliciano y finalmente entró como hombre en armas en la guardia personal de uno de los mandos medios que protegía a ‘Jojoy’. Fueron cuatro años de vivir con la guerrilla, de ganarse la confianza de los comandantes.
Su trabajo fue tan riesgoso que tenía que hacerse el enfermo para sacar la información. Logró estar en uno de los anillos cercanos al jefe guerrillero y allí entabló una relación sentimental con una mujer allegada al campamento madre de ‘Jojoy’. Fue ella la que, sin saberlo, dio la ubicación exacta del subversivo. A las dos de la mañana del 22 de septiembre, la Policía y el Ejército dieron en el blanco.
El mayor que lideró el rescate del cuerpo torturado del capitán Guerrero fue uno de los primeros en llegar a La Escalera después del bombardeo. “Bajamos a las 4:15 de la madrugada. Ubicamos el cuerpo de ‘Jojoy’ casi 24 horas después, dos metros bajo tierra. Lo reconocimos de inmediato. Sentí alegría por lograr ese blanco y porque lo habíamos hecho gracias al trabajo de Juan Carlos. Era en su honor”.
Para Jenny fue un día extraño. Sentía “un fresco”, como las miles de víctimas de ‘Jojoy’, pero no entendía por qué los compañeros de su esposo la abrazaban y la felicitaban. Después ató cabos y entendió. Había sido su esposo el artífice del golpe más grande que el Estado le ha dado a las Farc en sus 46 años de existencia.
“El general Naranjo hizo una ceremonia y pronunció unas palabras muy bonitas en honor de Juan Carlos. Le hicieron una pancarta grande para darle las gracias por el camino que abrió para sus hombres. Se removieron muchos sentimientos. He vuelto a llorar. Fue inevitable recordar los reproches que yo le hacía y entender que él logró tantas cosas importantes. Ya le conté a mi hija que gracias a su papá la Policía pudo matar a ese hombre malo y ella está muy orgullosa, es su héroe. Sé que mi esposo fue muy feliz en la institución. Lo quieren mucho y dejó una inmensa huella. Sé que la Policía fue su primer amor; yo fui el segundo”.