Betty la Fea
Por: Laura Galindo M. @LauraGalindoM
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"Si fea soy, pongámosle, que de eso ya yo me enteré…"
“Ambos somos feos, ni siquiera vulgarmente feos”, dice el hombre inventado por Mario Benedetti al que le atraviesa la boca una quemadura. “Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, tanto los de ella como los míos son ojos llenos de resentimiento”, sigue el mismo hombre hablando de la mujer que lo acompaña. “Mírame y dime si puedo esperar algo con esta protuberancia. ¡Me siento tan feo y tan solo!”, le suplica Cyrano de Bergerac a su amigo Le Bret en el drama escrito por Edmond Rostand. “Soy fea. Y a las feas ni siquiera nos escuchan”, confiesa en su diario Beatriz Pinzón Solano, la protagonista de la telenovela más exitosa del mundo, según los Guinnes World Records.
Nada más universal que el complejo de fealdad. En un mundo en el que el culto a la belleza es propio de la civilización, lo bello se convierte en valor, en meta para el arte, en ideal filosófico, en privilegio de unos pocos. Ser feo es, entonces, cosa de todos, y no es de extrañar que una telenovela, que busca entretener y despertar identificación, se convierta en la más vista cuando su personaje principal rompe las reglas que hacen oda a la belleza; cuando la fealdad se vuelve sátira, estrella, heroína, y cuando la desproporción aparente toma el lugar de las proporciones perfectas.
Yo soy Betty la fea es una telenovela de 338 capítulos, escrita por Fernando Gaitán y estrenada en 1999. La han visto en más de 180 países, traducido a más de 15 idiomas y adaptado más de 25 veces. Yo soy Bea en España, Todo por amor en Portugal, Ugly Betty en Estados Unidos, La fea más bella en México, Lotte en los Países Bajos, Chow Nu Wu Di en China, Ne Rodis' Krasivoy en Rusia. “No había pierde –dice el libretista y productor Dago García–. ¿Quién no se despierta una mañana, se mira en el espejo, se siente feo y se le daña el día? Es algo que nos pasa a todos, no afecta a todos. Un personaje feo, por supuesto, nos va a identificar a todos”.
"Y no digan que me creí porque modesta siempre fui…"
El éxito de la historia de amor entre Betty y Don Armando no fue cosa de una vez. Café con aroma de mujer llegó a estar en más de 40 países. Pedro el escamoso le trajo a Caracol 54% de sus ingresos por ventas en el extranjero. Escobar, el patrón del mal tuvo tanta acogida que fue apodada ‘El patrón del rating’. La esclava blanca llegó hasta Vietnam, Eslovenia y Afganistán. Y a La Niña, hoy, la ven en Canadá, Portugal y Andorra através de Netflix.
“Nuestras telenovelas siempre han sido un aire refrescante en el mercado internacional y eso se lo debemos a la forma en que nos ha tocado hacer televisión”, dice García. Colombia fue el último país latinoamericano en llegar a un esquema privado. En 1998, Caracol y RCN hicieron a una licitación que les permitió existir como canales independientes. Hasta entonces, el Estado había sido dueño y señor. Asignaba contratos y definía espacios en la programación, por los que empresas más pequeñas se iban a la guerra sin más espada que su creatividad.
Escobar, el patrón del mal tuvo tanta acogida que fue apodada ‘El patrón del rating’.
En los países vecinos, la televisión privada era vieja conocida y había creado sus respectivos monopolios: Televisa en México, Venevisión en Venezuela, Telefé en Argentina, Globo en Brasil, Univisión en Estados Unidos. No había competencia, solo fórmulas que se repetían. Para 1990 todavía vendían melodramas con mujeres pobres que esperaban la llegada del príncipe que las haría princesas. Culebrones en los que la virginidad era una virtud; la familia tradicional, una institución, y la aristocracia, el único escenario.
Las telenovelas colombianas hablaban de mujeres que se hacían princesas por méritos propios, de la virginidad como valor de uso, de madres solteras y de matrimonios separados. Las historias se hicieron populares. Barrios en vez de haciendas, buses en vez de caballos, feas en vez de bonitas. “A nosotros nos tocó mirar el país y usarlo como herramienta de competencia. Tumbamos el mito Cenicienta porque ya no le decía nada a nadie”, dice Dago.
"Yo soy así. ¡Tarán!"
Nuestras telenovelas, entonces, le gustan al mundo. “¿Le gustan?” – dice Omar Rincón, periodista y crítico de televisión–. La afirmación es muy gorda. Al mundo le gustan las telenovelas mexicanas. Si hablamos de éxitos internacionales tenemos solo tres: Betty, Café y Escobar. De esos, dos son de Fernando Gaitán. El que gusta es Gaitán, no las telenovelas colombianas”.
Sería más exacto decir que exportamos novelas al extranjero. Que nos inventamos un modelo propio en el que nos narramos con humor. Que competimos con precios porque somos más baratos, porque ganamos por maquila, porque pagamos mal a nuestros actores. Que cuando fuimos regionales supimos ser caribes con Escalona, del Valle con San Tropel y del Llano con La potra zaina. Que llegamos a la ciudad con Gaviota. Que nos volvimos urbanos con Hasta que la plata nos separe. Que hoy, cuando anhelamos el éxito, hablamos de narcos que supieron hacerlo rápido. Que somos locales porque somos universales.
Es mentira que Colombia es el país más feliz del mundo. O el más inteligente. No tenemos las mujeres más bellas ni hacemos las mejores novelas. “El problema es que nosotros mismos nos echamos el cuento –dice Rincón–. Es complejo de inferioridad”. Lo que es cierto es que hay una impronta en lo que hacemos, un sello propio, una marca país. Gabriel García Márquez hace que resultemos grandes escritores. Shakira que pasemos por buenos músicos. Silvia Tcherassi que nos crean cuando hablamos de moda. Todas son historias particulares, también es cierto. Pero, de nuevo, ¿qué hay más universal que lo particular?
Foto: Archivo CROMOS - Caracol Televisión.