Gloria Valencia de Castaño, la diva más grande
Durante casi medio siglo fue la Primera Dama de la televisión. Una diva que no necesitó escotes ni minifaldas ni escándalos para serlo.
Por Redacción Cromos
13 de junio de 2017
Gloria Valencia de Castaño
En aquellos tiempos, que eran tiempos mansos de ambiciones con límite y de egos domesticados, en aquellos tiempos cuando empezaban a sentirse las primeras explosiones hormonales pero lejanas de las piernas interminables de Raquel Welch y de los senos pecaminosos de Gina Lollobrigida, hubo una colombiana que para ser Diva ni empleó escotes ni mostró rodillas.
Y fue Diva. La más grande –y tal vez la única—verdadera Diva porque se construyó de un material tan resistente a la actualidad, tan inmune ante lo efímero, que duró 49 años frente a las cámaras de una televisión en donde condujo 40 programas, todos exitosos y la mayoría inolvidables.
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Para durar todo ese montón de años, Gloria Valencia de Castaño no echó mano, ya dije, de ningún anzuelo anatómico. Y menos, menos, puso en marcha algún artilugio de extravagancias que le permitiera salir en las páginas de los escándalos. No hacía berrinches en los camerinos ni escupía maldiciones en los estudios. No vendía ante la farándula excesos de equipaje ni cambiaba de marido.
Pero es que ni siquiera se maquillaba. Ema, como se llamaba su asistente en los estudios de Inravisión de la calle 24 de Bogotá, le aplicaba un breve rubor en las mejillas; y Joaquín, un español que hacía de peinador, le retocaba el cabello corto; y al aire. Sin más vainas. Ella sola enfrentada, casi siempre en directo, al bombillito rojo que la ponía en contacto con una Colombia que la recibía boquiabierta y que la erigió por siempre como la Primera Dama de la televisión.
De lo que echó mano fue de una naturalidad provinciana como de ocobo florecido y de una frescura urgente como de brisa del Combeima al atardecer. Fueron esos algunos matasellos de su origen de ibaguereña sin escondites. Aunque el aire que transmitía era universal y su vida había cogido por el amplio camino del mundo y su voz no permitía adivinar acentos, nunca sucumbió ante arribismos centralistas.
Y ese –la provincia—fue quizá el mejor de los alimentos para lograr la efectiva comunicación que tuvo durante casi medio siglo con los colombianos. Lo que la hizo inteligible ante todos, sin diferencias de estratos ni de regiones. Usó un vocabulario básico pero sin chabacanerías, vocalizado desde una voz cristalina y de ninguno de sus programas el televidente salía sin haber aprendido algo.
Gloria Valencia y Pacheco.
La larga época de Gloria Valencia de Castaño cubrió, pues, país, estratos y también cubrió edades. Su público infantil fue una algarabía de atardecer con el Lápiz mágico, A la rueda rueda y Feliz cumpleaños Ramo, entre muchos otros. Y los televidentes adultos le seguían el juego con El precio es correcto o con 20.000 pesos por sus respuestas, por decir algunos de los cinco programas distintos en horario triple A que tenía a la semana.
Se movía, pues, en la dulzura y la comprensión animando a los niños a pintar y a pataniar de manera ordenada en los programas de la franja infantil, y aparecía después toda seria, intelectual casi, cuando formulaba preguntas de concurso que después recibían la sentencia de Antonio Panesso Robledo, un profesor sabelotodo temible y malencarado. O repartía esperanzas cuando presentaba Naturalia, un programa que estuvo 27 años al aire y en el que los colombianos comenzamos a entender que el planeta es ancho y amplio y hondo.
A todo ese trabajo tan variado y tan exigente le aplicaba una juiciosa preparación documental. Sabía de qué hablaba. No de chismes surgidos de la imaginación frente al espejo del estudio, sino de información que hallaba venciendo las dificultades de una época en la que el mundo quedaba lejos, muy lejos, y la forma de informarse era a través de consultas dispendiosas en centros de documentación de anaqueles repletos de libros y de enciclopedias.
Por toda esa consagración fue que duró tanto su historia en primera plana. Porque dependió de la pasión que le puso al trabajo y no de las argucias para mantenerse en el trabajo. De la disciplina y no de la estridencia. No del escándalo, de la seriedad. Y de la sobriedad que gobernó su vida, refugiada en la misma casa de siempre de la calle 85 de Bogotá, al lado de Álvaro Castaño Castillo, su esposo y compañero de siempre; visitada de continuo por Pilar y Rodrigo, sus dos hijos, y por sus nietos que fueron cinco y una primera biznieta que nació muy poco antes de su partida final.
El prodigio Gloria, a pesar de haber sido deliberadamente incorpóreo, se extendió a lo estético y fue, a su manera, un símbolo de la feminidad. Sin mostrar pecho ni muslo, dije, insisto. Pero a su manera que quiere decir, con un toque de discreción y de distinción que creó fama y escuela. El pelo corto de Gloria, característico e imitado. Sus vestidos talegos de cortes rectos, distintivos y reproducidos por miles. Las batas largas más abajo de la rodilla, copiadas hasta el hastío. Todo aquello la convirtió en un ícono de la moda al punto de haber sido la primera colombiana que en el medio televisivo puso al aire un programa para hablar de texturas y de accesorios y de colores.
Todo eso hecho con buen gusto bajo el escrutinio de sus ojos que eran de un color verde muy vivo; de unos trajes con mucha tela para los que prefería los tonos turquesas y ocres; de unas pulseras abundantes en donde había destellos de terracotas y de bermellones. Lástima que la televisión no hubiera sido en colores.
Fotos: Archivo CROMOS.