Antes de que le dijera entre gritos que lo acompañara al cuarto frío, él ya sabía que la había embarrado. Lo siguió, más intrigado que temeroso, en medio del estropicio latoso de mucha gente cocinando, y cuando entraron en el silencio de esa inmensa caja metálica rodeada de hielo, no hubo tiempo de nada, ni de “lo siento” ni de reclamos. La puerta se cerró, las luces se apagaron y la figura de su jefe se convirtió en una tormenta de puños como rabiosos murciélagos que lo golpeaban sin pausa en la oscuridad. Estaba recibiendo su primer memorando.
Así se inicia en su carrera en Reino Unido en la gastronomía, un entrenamiento al estilo de academia militar. Y aunque tuvo uniforme de soldado, el tiempo justo de su servicio militar obligatorio en Israel, no tiene ni la contextura de un matón de barrio, ni la mirada de un justiciero, solamente su cabeza rapada y sus manos llenas de discretas cicatrices que lo podrían ubicar en esta oscura categoría de hombres torvos. A simple vista pertenece, más bien, a esa clase de amigos que les queda muy bien disfrazarse de obispos o de curas en la noche de las brujas.
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Sin embargo, aunque su oficio no sucede en un cuadrilátero, sino en una simple cocina, su dura experiencia de chef aprendiz en Inglaterra bien le hubiera valido un título de campeón de peso pesado. Tuvo que pasar todas las pruebas para competir, a los 26 años, con gente más joven y más pendenciera que él. En el fondo, él fue un ingenuo aprendiendo un oficio que por sus llamas y sus intrigas roza los círculos recalcitrantes del infierno.
Ya han pasado más de 15 años de esta dura experiencia y todavía no la tiene del todo superada, como tampoco olvida que le hicieron coger una olla con sus asas muy calientes, sin que él lo supiera, en una especie de macabra graduación. Domó ese potro para poder regresar a Bogotá a cumplir su sueño, tener un restaurante y ser un chef reconocido.
Hoy ya tiene tres restaurantes en Bogotá (Criterión y Bistronomy 1 y 2), uno en Cartagena, uno en Ciudad de Panamá y otro en San José de Costa Rica que inaugura en dos semanas; lo mismo que su pastelería, que la reabre con su hermano Mark, entre junio y julio, en la parte nueva del Centro Andino. Su vida a fuego lento.
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¿Cuál es el mayor vicio de un chef?
Hay mucho chef borracho. Creo que el alcoholismo es la enfermedad endémica de los chefs, más cuando tienen un restaurante. Uno no se puede emborrachar en el trabajo. Yo no tomo trago porque es peligroso. El licor y el chef son una mezcla explosiva.
¿El cuchillo qué puesto ocupa en sus prioridades?
Va de tercero. Lo primero sería la cuchara porque todo hay que probarlo. El día que uno se aburra de probar, hay que dejar de cocinar. Segundo, la olla, y tercero, el cuchillo.
¿La clave para comprar un buen cuchillo?
Hay que tener un cuchillo que uno pueda afilar, un cuchillo normal de buena calidad. A veces me llegan los cocineros con un kit infinito de cuchillos y yo los devuelvo a la casa porque uno necesita un cuchillo pequeño y uno grande, ¡no más!
¿En esa refriega en la cocina ha tenido sus heridas de guerra?
Una vez me lo hicieron a propósito. En Inglaterra, agarré una olla sin saber que antes la pusieron en el horno y me quemé la mano. Aunque una cortada en las yemas duele mucho, una quemada es lo más horrible que hay. El chef me trajo un baldecito con agua y hielo y me dijo: “¡siga!”. Eso es parte del oficio. Las peores heridas que veo todavía en mis cocineros son con las tajadoras.
¿Qué peligros tiene la cocina?
El primer peligro son los compañeros. Cuando en la cocina hay un movimiento muy grande, cada persona hace una cosa y la tiene que hacer en su espacio y en su tiempo. Entonces, cuando uno no está dando la talla, lo empiezan a empujar y lo echan a un lado. A uno a veces le toca sacar a alguien de la cocina porque no dio el ritmo y está tirándose el trabajo de diez personas más. El peor deshonor en una cocina es que a uno lo saquen y le pongan a alguien más.
¿Qué cualidades debe tener un buen cocinero?
Debe tener dos. La primera: saber cocinar, entender la cocina, tener buen gusto, saber que la carne está bien y saber crear el plato. La segunda: que este es un trabajo físico y de coordinación. La habilidad manual, el movimiento físico en la cocina es tan importante para un buen cocinero como el conocimiento, y eso se adquiere en una cocina en la que no haya descanso.
¿A qué edad empezó a cocinar?
Yo empecé a cocinar a los 26 años, que es como aprender a jugar fútbol a los 26 años. O sea, no es tan natural. Al principio me tocó guerrearla porque a esa edad uno ya es viejito. Los estudios de cocina fueron deliciosos, me tocó en una escuela de cocina muy caché en las afueras de Londres. Después me consiguieron la prueba y quedé en el restaurante Le Manoir aux Quat Saisons.
¿Ese fue el primer puesto después de graduado?
El ideal. Claro que antes de eso me consiguieron un puesto para cocinarle a Lady Caroline Faber, la hija del primer ministro Harold MacMillan. Ese fue mi primer trabajo. El cocinero de ella se fue de vacaciones y me contrataron un mes. Fue muy divertido. Todo era muy sencillo. Yo tenía mi botella de whisky para llevármela al cuarto. Fue espectacular.
Eso duró un mes, ¿y luego?
Llegué a Le Manoir aux Quat Saisons. Cuando llegué, un tipo me llevó a una cocina aparte y me puso a cocinarle la comida al personal. Y ahí duré siete meses. El único que estaba debajo de mí era Mr. Toni, un lava platos hindú, y ni siquiera, porque Mr. Toni cocinaba delicioso y cuando el chef Raymond Blanc quería comer en la casa, Toni le hacía la comida.
¿Y cuándo entra a las grandes ligas?
Entré a las grandes ligas cuando empecé a hacer los canapés y la cocina fría. Éramos cuatro, había un jefe, dos más y estaba yo. Todos los lunes éramos cuatro y todos los sábados era yo solo. Se lo juro que es verdad, a mí me tocaba hacer el trabajo de cuatro personas.
¿Y por qué?
Porque todos renunciaban, menos yo.
¿Dónde queda esa joya de restaurante?
En Great Milton, un pueblo al lado de Oxford. Era muy fino y caro, por eso yo vivía en un pueblo cercano, en Wheatley. Me tocaba llegar a las cinco de la mañana, trabajaba 18 horas diarias y me ganaba 400 libras al mes. Realmente ahí, haciendo el trabajo de cuatro personas, aprendí a cocinar. Uno es bueno cuando puede hacer por lo menos el trabajo de dos cocineros.
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Le Manoir Aux Quat Saisons, restaurante a las afueras de Oxford, donde Jorge se formó como chef.
¿Un descalabro que lo haya hecho pensar en retirarse?
Un día que teníamos que organizar un evento, entré y había unas tripas...¡Y yo voté esa vaina! Luego llega el jefe buscando sus tripas…¡Era el forro de las salchichas! Me la montaron por un mes. Empecé con el pie izquierdo. Me gané al tipo más mierda de toda la cocina. En Europa hay demasiada competencia, aquí somos más tranquilos. ¡Allá son unos salvajes! Alguna vez un jefe me metió al cuarto frío, apagó la luz y me pegó puños.
¿Por qué?
Porque hice algo mal. Son unos salvajes. Mi jefe era mucho menor que yo. Después de eso ya se calmó un poco. A mí me tocaron unos muy mierdas y otros que sin ser muy buenos fueron ascendiendo porque eran muy hábiles echándole la culpa a los demás.
Como chef, ¿cuál es su fantasía?
Tengo una y no se podrá cumplir: es tener tres estrellas Michelín. Aquí no existe la guía Michelín. (Actualmente, en 2023, Jorge Rausch tiene tres estrellas Michelín)
¿Qué hace falta, además de desearlo?
Tiempo. Eventualmente la tendremos porque América Latina es importante en estas crisis. La guía Michelín apareció en Francia hace unos 100 años. Era una guía de viaje para que la gente se ubicara en ciertos lugares. Los editores de la guía comenzaron a destacar restaurantes. Eso cogió una fuerza extraña y, hoy en día, hace y destruye negocios. Es una élite.
¿Lo más difícil de la cocina?
Es una profesión que tiene un sentido de urgencia fatal, comparable con el de un cirujano. Si el cirujano se demora en revivir al paciente se le muere, si al cliente no le llega su comida caliente, perfecta y deliciosa en 35 minutos, el cliente no vuelve. El sentido de urgencia es todo en la cocina.
¿Su calvicie es natural o inducida por aquello de “mozo, hay un pelo en mi sopa”?
Ambas: natural y mozo.
¿Recuerda lo que sueña?
Cada vez menos.
¿Tiene alguna pesadilla?
Tengo una recurrente. Es muy loca, me sueño que estoy de vuelta en el Colegio Hebreo. Y estoy de vuelta porque la rectora no me validó el diploma. No sé por qué me persigue esa imagen, le falta la firma al diploma. Es una vaina así, angustiosa.
¿Dónde comenzó su vida?
Comenzó en Bogotá hace 42 años. Crecí en el barrio La Gran América, cerca a Corferias. Era un apartamento. Los abuelos vivían a un par de cuadras y tenían una casa enorme y vivíamos cerca de ellos... vivíamos casi donde los abuelos.
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¿Cuántos hermanos?
Somos tres hermanos. Yo soy el mayor, luego sigue Mark e Ilan, que no es chef, es el chiquito.
¿Sus papás qué hacían?
Mi papá trabajaba con mi abuelo, que tenía una fábrica de televisores llamaba Ratefón. La fábrica estaba por la Avenida de las Américas, cerca a Postobón. Ensamblaban televisores americanos Emerson... todavía existen.
¿Y ese era un negocio del papá de su papá?
No. Era del papá de mi mamá, de mi abuelo materno que vino de Polonia. En realidad, era el abuelastro. Lo que pasa es que el papá de mi mamá se murió cuando ella tenía como cinco años, y antes de morir él le pidió a un socio que tenía que se casara con la abuela y que le cuidara los hijos. Y se casó.
¿De dónde son sus raíces?
Por el lado de mamá, de Polonia; por el lado de papá, vienen de Austria. Mi papá y mi mamá, Roberto y Martha, se conocieron acá. Se casaron muy jóvenes, mi mamá tenía 18 años y mi papá 26.
¿Su papá trabajaba en la fábrica?
Mi papá no estudió nada, era un rumbero tremendo, decidió trabajar desde los 17 años. Antes de casarse trabajaba en Protabaco, pero se casó y se fue a trabajar con el abuelo. Por eso en casa teníamos un buen televisor y un betamax. Alcancé a ver el mundial del 78 a color. Era un lujo.
¿Cómo es eso de que ustedes vienen de una tradición panadera?
or el lado de mi abuela materna, los papás eran panaderos en una Polonia de pueblos muy pequeños, casi campesinos, vivían en comunas, así como El violinista en el tejado.
¿Y cómo llegó acá la abuela?
La abuela nació acá. El bisabuelo vino a Colombia porque, supuestamente, se encontraba el oro en las calles. El señor llegó aquí en 1920 y lo que le dio fue malaria. Le tocó a la bisabuela venir a rescatarlo.
¿Y qué terminaron haciendo?
Al venir no tenían nada, entonces había alguien que tenía un horno de leña en donde hacían arepas y ellos se lo pedían prestado para hacer pan. Acá había poco pan en esa época y mis familiares se volvieron pudientes a punta de pan. La primera panadería se llamaba La Imperial y quedaba en Las Cruces, después, como ya el bisabuelo se trajo a sus hermanos, el tío abuelo Manuel montó El Cometa, que sigue todavía. La compraron los papás de Leo Katz hace mucho.
¿Qué se acuerda de esa época?
Me acuerdo de haber ido a la panadería de la bisabuela una o dos veces. Debía tener setenta y pico de años. Era una mujer chiquitica, gordita, fuerte, creo que nunca aprendió español. Era tremenda, ella casi que dormía en la panadería y se guardaba la plata en el bolsillo. Era gente que venía del otro mundo, muy desconfiada.
De esa herencia del pan, ¿qué le quedó?
Creo que le quedó más a Mark, pero a los dos nos quedó el cariño por la comida. Siempre en las noches de los viernes nos juntábamos, eran cenas muy especiales.
¿De ahí viene su gusto por la cocina?
Si, uno como cocinero aprende muchas técnicas, pero el gusto viene de la infancia. El ADN gustativo viene grabado de los primeros años. Difícilmente algo le gana a los platos que uno comía de chiquito en la casa, por eso yo digo: “el ajiaco de mi casa era el mejor”.
¿Y de verdad era el mejor?
Uno idolatra la comida de la casa más de la cuenta. Ferran Adrià me decía que hay antropólogos que sostienen que la comida regional de las casas es la mejor, y que eso hay que rescatarlo. Y él, por el contrario, cree que no es así, que la mejor tortilla de papa no se la comió en su casa, sino en un restaurante.
Cuando cocina, ¿busca volver a su casa?
Por supuesto, es lo que uno tiene grabado. Cuando uno cocina ¿qué busca? Pues un recuerdo, uno busca un sabor que lo conecte con su infancia.
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Un sabor que haya traído del pasado a su cocina.
Siempre en el Sabbath hay caldo de pollo con bolas de manzana. Por eso yo a todo le echo caldo de pollo.
Empezó a los 26 años en la cocina. ¿Qué andaba haciendo antes?
Yo empecé a estudiar economía acá, pero no me gustaba. Me fui a trabajar con mi papá, pero la vaina económica no iba muy bien y el negocio se quebró.
¿Qué negocio?
Era de las credenciales esas que estaban de moda, que eran como tarjetas plásticas. El negocio salió mal. Montamos luego unos almacenes y ya estaba todo en la olla, se llamaban Almacenes Total. Mi papá y yo éramos socios, y mi abuelo también, de uno que se llamaba Multihogar, en Unicentro. Mis papás se vinieron al traste. Entonces ahí me tocó duro. ¡Yo le tengo pánico a quebrarme! Si tengo un trauma es ese.
¿Qué hizo?
Me fui a Israel a terminar economía. Me fui a vivir con unas compañeras, una de ellas terminó siendo mi esposa actual, Orit. El primer día que llegué a la casa, cociné y las señoritas se pararon y yo lavé la losa. El segundo día sucedió lo mismo, pero yo les dije: “con mucho gusto les cocino, pero ustedes lavan la losa”, y me dijeron que sí. Y terminé cocinando todos los días con un libro de cocina que compré. Haciendo platos y salsas me enganché en esto.
¿Y qué pasó con sus estudios de economía?
Hice un tiempo, pero me aburrí y me metí a hacer cocina. Orit me apoyó mucho, éramos novios enamorados, me acompañó a encontrar la escuela y me esperó en Israel varios años. Claro que antes de irme, me tocaba ir al ejército. Pero ya por suerte tenía 26 años.
¿Y se salvó?
No, me tocaron solo seis meses. Yo tenía un primo coronel. Recuerdo que le dije: “quiero ir al ejército a cocinar”. Y él me respondió: “¡no! Ahí solo van los criminales, no puede ir a cocinar”. De modo que hice unos cursos de rescate.
Pero no en la cocina.
No, en los últimos meses me tocó hacer guardia en un puesto ubicado en la frontera con Egipto. Era un puesto chiquitito, no tenían cocinero. Entonces yo cocinaba y todo el mundo andaba feliz conmigo. Después sí me fui a Inglaterra.
Después de su aprendizaje en Inglaterra, ¿cómo fue su regreso a Colombia?
Volvimos con Mark e Ilan. Inclusive mi papá se fue a vivir un tiempo a Inglaterra con nosotros y volvimos todos en 2003.
¿A hacer qué?
La primera decisión que afrontamos fue preguntarnos: ¿vamos a ir a montar un restaurante en la zona T o en el parque de la 93? Haciendo las cuentas con lo que teníamos, no nos alcanzaba ni para costear los primeros tres meses de arriendo. Entonces empezamos a buscar por ahí. Un día íbamos por la calle donde hoy queda Criterión y una amiga de la esposa de mi papá nos dijo: “vengan, entren ahí que están vendiendo una casa”. Entramos y, como era de una financiera, nos la vendieron y nos prestaron la plata. Compramos la casa y montamos el restaurante. Cumplí mi sueño, con mucho miedo porque son negocios muy riesgosos, pero el restaurante pegó.
En la cocina, ¿dónde está el gran desgaste físico?
En que uno se la pasa de pie 16 horas al día junto a un calor infernal. Físicamente es desgastante, entonces uno tiene que llegar rápido arriba, porque abajo es muy duro. Si alguien quiere triunfar, tiene que hacerlo joven.
Alguien que cocina en el trabajo, ¿también lo hace en la casa?
Cocino menos. Aparte de que ya es muy cómodo, porque si necesito una salsa me la traen de los restaurantes y ya, pero toda mi carrera, mientras yo estaba cocinando profesionalmente por fuera, cociné y aprendí cocinando en la casa.
¿Con qué se contenta en la mesa de su casa?
Mi esposa hace un buen calentado. Lo hace muy sencillo. Y cuando la gente viene a la casa, yo invito y hago tacos.
¿Comer es su debilidad?
Sí, yo empecé a cocinar porque me gustaba comer. Unos huevos revueltos me mueven el piso.
¿El ingrediente más desagradecido en la cocina?
El cerdo porque con un segundo de más, se pasa. Es milimétrico.
¿Y el ingrediente más agradecido?
Una pata de pollo. Da sabor y uno la cocina media hora y está bien, la cocina dos horas y funciona.
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¿Una sensación que deteste?
Un pedazo de pescado que esté seco. La sensación que más detesto es cuando el pescado se le pega a uno en las muelas. Si se le pega en los dientes, está pasado. Yo soy obsesivo con el pescado.
Hay muchas frases sobre la cocina, ¿hay alguna que lo acompañe y que se repita?
Nunca un plato terminado será mejor que su materia prima”.
¿Usted es de dar cantaletas?
¡Mucho!, en el restaurante.
¿Su cantaleta mayor, la qué más les repite a sus cocineros?
¡Qué prueben, qué prueben! Y también, no hay nada que me saque más la piedra a mí que un tipo haga las cosas bien 50 veces y a la 51 ¡la haga mal!
¿Ha golpeado a un cocinero?
¡Puños no! Lo habré jalado... ¡cosa que no se debe hacer!
¿Superó ya ese juego rudo en la cocina de aprendiz en Inglaterra?
En un 90%.
¿Hay algo que cualquier ama de casa hoy quisiera saber?
Yo hago risotto en la olla a presión en 6 minutos, y siempre queda perfecto. Solo es cuestión de saberla usar.
¿Qué plato se comería si al día siguiente se fuera a morir?
Ahí sí volvería a donde comencé a cocinar, al Le Manoir aux Quat Saisons, de verdad que ahí sirven la mejor comida que me he comido. Había una paloma que hacían en una costra de sal...un buen plato para un buen final.