Por: Alfredo Molano Jimeno.
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Pastora Mira es, sin duda, la persona más emblemática en la lucha por los derechos de las víctimas. No solo porque creció en uno de los municipios más golpeados por la violencia, San Carlos (Antioquia), ni porque a su padre lo asesinó la intolerancia bipartidista cuando tenía 5 años. Tampoco porque vivió el desplazamiento. Ni porque a su primer esposo lo asesinaron cuando su hija tenía dos meses. Ni porque los paramilitares desaparecieron a una de sus hijas y acribillaron a otro de sus hijos. Lo que hace a Pastora Mira García única, gigante, maravillosa, es su capacidad de perdonar. Su voluntad para buscar la verdad con un único fin: conseguir la reconciliación con quienes le hicieron daño.
Nació el 13 de julio de 1956, en una vereda de San Carlos. Su padre era liberal, en tiempos en que creer en un partido costaba un balazo en la cabeza. Lo asesinaron los conservadores. Entre el dolor y el miedo, su madre, con nueve hijos a cuestas –el mayor de 14 años y el menor de dos meses–se desplazó al casco urbano de San Carlos. En ese tránsito, Pastora terminó viviendo con sus abuelos, quienes, sin duda, son las figuras más determinantes del temperamento de esta mujer antioqueñísima, valiente y con un gran sentido de humanidad.
“Quedé huérfana desde muy pequeña, así que terminé viviendo con mis abuelos. Ellos eran gente muy solidaria. Mi abuela le regalaba leche a una vecina que tenía muchos hijos. Y siempre me decía: ‘Los favores hay que hacerlos completos. Así que lleve esa leche, no vaya y sea que esos muchachos, como están de flaquitos, vayan y se caigan en el camino y se pierda la leche’. Así que me tocaba ir hasta una vereda muy lejos de mi casa”, expresa con la elocuencia que la ha llevado a convertirse en la líder más visible de San Carlos, en concejal, y en una de las personas claves en la recepción del Papa Francisco, en su visita al país.
Estos principios de solidaridad, sentido de humanidad y compasión fueron puestos en práctica una y otra vez en la larga historia de sufrimiento de Pastora. Al graduarse del Colegio de San Carlos, un municipio en el que ocurrieron más de treinta masacres en 30 años, Pastora volvió a encontrase con el dolor. Tenía 19 años, y su hija dos meses de nacida, cuando asesinaron a su esposo. Con una nueva herida, pero el poderoso motor de la vida de un ser amado en sus manos, siguió acudiendo a la iglesia para buscar explicaciones. En esas, conoce al registrador del pueblo, quien le ofrece trabajo como delegada electoral. Este episodio sería el preámbulo de un largo proceso de encuentro con la muerte, el dolor y el perdón. “Siempre he tenido la capacidad de ver en el otro, en el que me ha hecho daño, la humanidad. Eso tiene que ver con la formación que me dieron mis abuelos”, enfatiza como para darle vuelta a la página sobre ese capítulo de su vida.
“Cuando trabajaba en la Registraduría escuché un nombre que yo asociaba con la muerte de mi padre. Le pregunté a mi mamá si ese era uno de los responsables de nuestro dolor. Respondió que era posible, pero advirtió: ‘Lo único que le digo es que nosotros no tenemos derecho a tocarle ni un cabello’. Pero a mí, joven y necia, me dio por ir hasta la casa del señor. Allá había un ser humano que ya era una piltrafa, se estaba muriendo en vida y tenía a unos niños pequeñitos en unas condiciones infrahumanas. Cuando vi eso me sentí bendecida. A pesar de las dificultades yo no conocía el hambre. Pensé que esos niños no eran responsables de quién era su papá, como tampoco lo era yo. El cuadro me desarmó. Y cuando me iba devolviendo me senté a llorar. Al llegar al pueblo empecé a ver cómo podía ayudar a esa familia. Así fue que le ayudé a quien determinó el asesinato de mi papá”, recuerda, haciendo énfasis en sus convicciones católicas, que le han permitido perdonar lo imperdonable, como ella misma dice.
A finales de los años 70, Pastora empezó a trabajar en la inspección de Policía. Entonces vino su encuentro con el trabajo comunitario. Conformaba grupos solidarios para arreglar vías que mejoraran las condiciones de los campesinos. A ese trabajo de unir manos y fuerzas lo llamaron los ‘combites’. De los caminos pasaron a obras de caridad con familias a quienes el horror los tocaba y no tenían recursos para sepultar a sus muertos. Por esos días, a San Carlos empezaron a llegar las sombras de la muerte. La construcción de las represas despertó al movimiento cívico que exigía sus derechos, este, a la vez, atrajo a los violentos. Los líderes del movimiento empezaron a ser asesinados, amenazados y desplazados.
Despuntaba la década de los 80, los muertos aparecían tirados en cualquier calle, entonces, como inspectora de Policía, decidió dedicar sus esfuerzos a darles cristiana sepultura a los muertos. A algunos porque no tenían dolientes, a otros porque eran pobres. Con la solidaridad de sus vecinos consiguió una sala que servía para velar a los difuntos, y algunas prendas para vestirlos. También encontró quien le regalara madera y alguno más que le hiciera los ataúdes.
“Un día, tras un enfrentamiento entre el Ejército y la guerrilla, quedó muerta una mujer muy joven. Fui a hacer el levantamiento y la llevamos a la morgue. A eso de las 9:00 de la noche alguien tocó a mi puerta. Una señora llorando me dijo: ‘Pastora, usted tiene a mi hija, pero yo no puedo decir nada, porque entonces el Ejército me hace algo, va y me mata a los niños. Yo no tengo la culpa de que esa muchacha se hubiera ido con esa gente’. Le respondí: ‘Yo asumo a su hija como mía y tendrá un entierro digno’. Hasta donde nos lleva la guerra. Hasta perder el derecho a sepultar a nuestra gente, a llorarla. A unos porque nos los dejan desaparecidos y a otros porque no se les puede reconocer”, sostiene revolviendo los recuerdos e indignada por esta tragedia colectiva, que han simplificado con la denominación de conflicto armado.
Pero ahí no paró el torbellino de violencia contra la familia Mira. La guerra entre paramilitares e insurgencia se hizo día a día más cruenta. En el 2002, los paras secuestraron a su hija Sandra. Durante nueve meses y medio la tuvieron retenida en el Jordán. Hasta allí llegó para rescatarla. “Me metí dos veces a sacarla. Una vez nos vimos, ella se subió en el bus, en la banca de atrás, y la bajaron del pelo”, detalla apretando los dientes. Después desapareció por completo y Pastora tuvo que guardar su dolor en un bolsillo para llenarse de fuerza y emprender el viacrucis de encontrar los restos de un desaparecido en Colombia. “Entonces nos fuimos juntando con personas que sufrieron lo mismo. Empezamos a hacer una base y en un momento ya éramos 17 mujeres reuniéndonos en eso de la desobediencia civil, que hicimos en la cuadra del bingo, de los juegos en la noche, para no cerrarle la calle a nadie que nos obligara a entrarnos”.
Fue así como el grupo de mujeres empezó a buscar los restos de sus seres queridos. Desenterrando restos en cementerios clandestinos, atando cabos sobre su paradero. “Yo volteé mucho recorriendo y comprando información, así como suena. Me decían que tal sabe algo y yo iba a buscarlo. Una vez un fulano me dijo que me cobraba dos millones de pesos para entregarme la información. Y allí llegué”, añade. La manera como encontró los restos daría para una película. Al final lo logró tras superar mil obstáculos, y el resultado fue que crearon la primera unidad de búsqueda de personas desaparecidas en Colombia, y la primera unidad de desminado humanitario, para poder llegar hasta donde se encontraban los restos. “En ese momento sentí la tranquilidad de poder cerrar el círculo. Cuando se engendra un hijo hay una neurona que tiene una acción, que luego tiene un nombre y empieza el disco a girar en torno a ese ser. Y cuando un torbellino te lo arrebata, sigue el disco girando sin tener dónde aterrizar. Y cuando se cierra el ciclo, cuando hay certeza, ese disco para. Porque de ahí ya no sigue nada. Lo que nos pasa a las madres de los desaparecidos es que esa neurona sigue haciéndose preguntas”, repara.
Y el drama continuó. En el 2005, la vida la puso ante la más dura prueba que un ser humano pueda vivir. A su hijo Jorge Aníbal lo retuvieron los paramilitares. Lo torturaron hasta matarlo. Con el dolor al rojo vivo lo enterró un día de abril. “Tres días después iba saliendo del templo y me encuentro a un muchacho que estaba herido, llorando y con hambre. Sin pensarlo le brindo mi apoyo, lo recojo, lo llevo a la casa y lo curo. Cuando se recupera y abre los ojos, ve en la pared una fotografía de mi hijo y dice: ‘Qué hacen las fotos de ese man aquí, si lo matamos anteayer’, y yo le respondí: ‘Esta es su cama, esta es su alcoba y yo soy su mamá’. El muchacho, que vestía ropa de mi hijo, que yo le había prestado, entró en conmoción, empezó a contarme las cosas tan horribles que le habían hecho. Yo quería que me tragara la tierra, no quería oír lo que me decía. El joven habló mucho, lloró y yo le di un teléfono y le dije: ‘En algún lugar del mundo debe haber una mamá que llora por usted, no le diga qué estaba haciendo, pero dígale que esta vivo’. Habló por teléfono y salió corriendo”. Desde entonces, la bandera de Pastora Mira ha sido la reconciliación, el perdón y la búsqueda de la verdad. Una bandera que ha sido a fuerza de heridas y llanto, pero sobre todo de convicción de que su tragedia es la de muchos y en Colombia no puede volver a ocurrir.
Foto: Cristian Garavito.