Un día, después del tercer mes de embarazo, salí de la ducha como cualquier otra mañana. Me desenredé el pelo, lo sequé un poco con la toalla y procedí a usar el secador. Poco a poco sentí que la humedad de las puntas iba desapareciendo pero me di cuenta de que más cerca de la raíz mi cabeza seguía mojada. Y no era una humedad acuosa sino grasosa. Pasé el secador una y otra vez sin ningún resultado. No solo parecía que no me hubiera lavado el pelo, sino que me hubiera bañado en una cascada con agua proveniente del río Bogotá.
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Nunca me había pasado algo parecido. Me pregunté si se me habría olvidado echarme champú, pero en realidad no era una posibilidad, porque justo esa mañana estrené uno nuevo. Entonces, aseguré: “¡Qué champú tan malo!”. Por eso, al día siguiente probé con el de mi esposo. Para mi desgracia, el resultado fue exactamente el mismo. Así que le eché la culpa a la toalla, debía estar grasosa por cuenta de la crema que había comprado para reducir la ‘piquiña’ de la piel de mi panza en crecimiento. En mi siguiente lavado no usaría la toalla, estaba convencida de que ese truco funcionaría. Pero nada. Mi pelo era un desastre aceitoso que debía permanecer atado para no dar la impresión de que había dejado de gustarme la ducha.
Ya en ese punto recurrí a Google, todopoderoso, que me aclaró que la grasa podía ser uno de los síntomas del embarazo, especialmente en mujeres que llegaban al tercer mes. Claro, también leí que hay mujeres a las que les ocurre lo contrario: su pelo se vuelve brillante, desaparece el friz y tiene un nuevo volumen que les da un aura resplandeciente. A mí, por supuesto, me tocaron todos los síntomas que hacen que me vea como un monstruo con barriga.
Por fortuna, dentro de las magias de Internet, encontré algunos consejos para solucionar mi problema. Veía la situación tan grave, que estaba dispuesta a probar uno por uno, pero por fin tuve suerte. La primera recomendación me sirvió y era sencillísima: comprar champú para pelo grasoso, echarlo, masajear y dejarlo en la cabeza durante cinco minutos. Para asegurar el éxito, valía la pena hacer el ritual dos veces. Desde ese momento dejé de preocuparme por mi pelo, pero tengo que aceptar que no es el mismo, siempre anda con friz y le falta vida, pero prefiero eso a la suciedad. Cuando le comenté del asunto a mi ginecóloga unas semanas más tarde, me dijo que también podía probar con recetas caseras, como vinagre, por ejemplo.
La piel de mazorca
Desde que dejé las pastillas anticonceptivas mi piel se empezó a brotar y esa era una consecuencia que me esperaba. Lo que no sospechaba era que el embarazo y ese montón de hormonas de fiesta empeorarían todo. En realidad, tenía la esperanza de que mi cuerpo empezara a equilibrarse con el bebé en la barriga; o al menos eso había leído (en Google, claro, que a veces es solo una ilusión). El acné no se quedó solo en la cara, se expandió al cuello, a la espalda y al pecho. Y la peor parte de este síntoma es que con esa semillita frágil que trata de sobrevivir en la panza, el ideal es no usar ningún tratamiento dermatológico. Los especialistas recomiendan lo natural, como evitar el dulce, la leche y el pan, pero justo en esa temporada de antojos de chocolate, evitar el dulce es una tortura. Así que lo que queda es llenarse de paciencia, alejar las uñas de la piel, distanciarse de los espejos y tratar de hacer la paces con ese enemigo que, al final, solo es una señal de que tu cuerpo está produciendo todo lo que necesita para mantener sano y con vida al bebé.
Las punzadas en las nalgas
Unas cuantas semanas después de enterarme de que Lucas venía en camino, sentí una punzada intensa justo en el centro de la nalga derecha. Pensé que era un dolor pasajero y sin razón de ser, pero se repitió varias veces hasta que entendí que me ocurría cuando pasaba mucho tiempo de pie, sin caminar, como cuando lavo los platos, por ejemplo. Y después de una sesión de lavado, la punzada debilitaba la pierna y cojeaba un rato. Al principio, la ubicación de la picada me parecía inconveniente y un poquito vergonzosa, pero ya me acostumbré, ya me da risa el dolor de nalga y ya sé que solo tengo que sentarme un rato para que se me quite. Corroboré con una amiga si a ella también le pasó, y sí. Y mi médica me dijo que probablemente el desplazamiento de órganos dentro de mi cuerpo esta presionando un nervio o un músculo, así que me recomendó que intensificara mis sesiones de yoga prenatal, que buscara un centro de pilates o una masajista.
El crecimiento de las tetas
Sospechaba que pasaría. Era de esperarse. Pero el proceso no lo tenía lo suficientemente claro en mi cabeza. El aumento no se da de un momento para otro, es paulatino, y empieza a percibirse porque se vuelven muy sensibles. Con rozarlas, molestan. Luego sientes que algunos brasieres te empiezan a incomodar y, entonces, las miras con detenimiento y te das cuenta de que están diferentes. Ves que su tamaño es otro y que los pezones han crecido y cambiado de color. Es raro notar estas transformaciones en tu cuerpo, pero es bonito y asombroso. La sensibilidad, aunque a ratos vuelve (incluso en forma de picadas), va diminuyendo. Y cuando encuentras el brasier que necesitas, se te olvida que hay algo distinto, hasta que vuelves a verte en el espejo y entiendes que tu cuerpo crece proporcionalmente y está más lindo que nunca.
El hambre voraz
Había oído del hambre en los últimos meses de embarazo. Me parecía un síntoma obvio: tienes que alimentarte y nutrir, de paso, a una personita que ya tiene el tamaño de una patilla. Lo que no me imaginé fue sentir tanta hambre en los primeros meses, cuando uno alimenta básicamente a una semilla. Los médicos te recomiendan comer cinco veces al día en porciones pequeñas para evitar las náuseas. Yo sentía que necesitaba unas 16 comidas diarias, al menos una por cada hora que estaba despierta. Terminaba mi paquete de maní y rogaba por que pasaran rápido los minutos para no sentirme tan culpable de abrir las galletas de soda. Menciono los alimentos saludables que me esforzaba por comer, pero mi boca, echa agua, me pedía Chocorramo, bocadillo con queso, brownie. Nunca he sido muy glotona y mi estómago insaciable me mataba de remordimiento. Me preocupé por subir demasiado de peso y se lo comenté a mi ginecóloga: “Estás perfecta, no te preocupes, aprovecha el embarazo, si yo llego a ver que estás aumentando mucho, te cuento y lo manejamos”, me dijo. En realidad, era puro trauma. Se supone que uno debe crecer un kilo por mes de embarazo, yo tengo cuatro meses con Lucas en la barriga y cuatro kilos de más. Y, por otra parte, ya no tengo tanta hambre.
El sueño excesivo
También pensé que esto podría ocurrir en los últimos meses, cuando cargar con esa barrigota sería desgastante, pero al parecer el sueño da desde el principio, por todo eso que pasa dentro del organismo aunque no nos demos cuenta. Es inevitable cabecear frente al computador (lo cual hace que me demore el triple en todas mis tareas), y al llegar a la casa solo pasan cinco minutos antes de que caiga profunda y vestida sobre la cama. Mi esposo ha tenido que ver muchas series solo, pero no es posible controlar el peso de los párpados. En el fondo pienso que debería aprovechar para descansar todo lo que pueda, porque en unos meses vendrán largas horas sin dormir.
A mí no me dieron náuseas y mi esposo no tuvo que aguantar esos cambios repentinos de ánimo que son tan frecuentes en las mujeres embarazadas. A mí me atacaron síntomas curiosos y llevaderos que me han permitido disfrutar de este proceso tan raro y extraordinario.