Arthur Ashe fue uno de los deportistas con una conducta más intachable del mundo. Mientras otros tenistas se cabreaban y tenían aventuras, mientras otros rompían raquetas y conducían coches caros, él era reservado y serio. Ellos perseguían el dinero, él fue a West Point y sirvió a su país. Ellos estaban motivados, él era disciplinado.
No es que fuese pasivo o apolítico. Había aprendido del ejemplo de su padre a no dejarse llevar por las emociones: a trabajar con discreción pero con firmeza en la consecución de sus metas, sin llamar la atención de manera innecesaria.
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De modo que puedes imaginarte la sorpresa del padre de Ashe en enero de 1985 cuando Arthur lo llamó para decirle: «Papá, quiero que sepas que es probable que mañana me detengan en Washington». De inmediato, su padre supo que se trataba del apartheid, una causa que su familia, que había vivido en la segregada virginia, conocía personalmente. «Bueno, hijo, Sudáfrica está muy lejos de aquí — dijo—. Pero, si crees que tienes que hacerlo, supongo que tienes que hacerlo».
«Tengo que hacerlo, papá», contestó Arthur. Al día siguiente, Ashe, campeón de Wimbledon, el Open de Australia y el US Open y capitán del equipo de la Copa Davis, fue detenido junto con casi cincuenta profesores de colegios públicos enfrente de la embajada de Sudáfrica.
Ser justos en un mundo injusto ya está en las librerías
La noticia sorprendió a sus seguidores y molestó a sus patrocinadores. Así es la vida. La mayor parte de los cambios, de la justicia, es intrínsecamente disruptiva. Eso implica oponerse al estado de las cosas. Eso implica molestar a la gente. Eso implica correr riesgos. Eso implica decir cosas que son groseras, desagradables e incluso ofensivas.
Pero cuando sabes cómo vive la otra mitad, cuando sabes que hay sufrimiento que puede evitarse o injusticias autorizadas por el Estado, dejan de importarte las sutilezas.
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De joven, John Lewis vio los mismos letreros que todavía existían cuando Arthur Ashe era niño. Los rótulos en los que ponía «Blancos» y «De color»: letreros que dividían el mundo, letreros impregnados de la amenaza implícita de violencia. Cuando preguntaba a sus padres y a sus abuelos qué querían decir esos letreros, le contestaban: «Así son las cosas. No te entrometas. No te busques problemas». No alteres el orden de las cosas. Es peligroso. No vale la pena.
Pero entonces apareció Rosa Parks. Con un valor y una disciplina increíbles, desafió aquellos letreros haciendo lo que consideraba correcto. Años más tarde, Lewis explicaría que Parks lo motivó para «encontrar una vía, interponerme, buscarme lo que yo llamo problemas buenos, problemas necesarios».
Durante el resto de su vida, John Lewis siguió buscándose problemas buenos. Lo detuvieron unas cuarenta y cinco veces, incluidas cinco ocasiones en que se encontraba en el Congreso. En 2009, con casi setenta años, el Servicio Secreto lo detuvo en una manifestación contra el genocidio de Darfur.
Sería maravilloso que ese tipo de incidentes no tuviesen que producirse. Que obedecer la ley y comportarnos lo mejor posible fuesen sinónimos de hacer lo correcto. Pero así no funciona el mundo. Y desde luego no es como se ha desarrollado la historia.
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La búsqueda de justicia rara vez conlleva el respeto del statu quo. ¿Cómo va a ser así? Si la injusticia existe, debes rechazar el statu quo por defecto para ponerle remedio. Cuando Nietzsche describió el combate del filósofo contra la convención como una guerra a cuchillo, también describió a la perfección la realidad del activista. Es una lucha brutal, una lucha cara a cara. La gente resulta herida. Las cosas acaban hechas pedazos.
Significa poner palos en las ruedas. Ponerse delante de los tanques. Ser el que protesta, el que no se calla, el que repite la verdad que la gente no quiere oír.
¿Por quién lo haces? Lo haces por el desfavorecido. Lo haces por la gente que no puede hacerlo por sí misma. Lo haces por lo que es justo.
«Ninguna mujer ha desahogado tanto a los afligidos —dijo Clare Boothe Luce de Eleanor Roosevelt— ni afligido tanto a los desahogados». Lo mismo podría haberse dicho de Jesús y Gandhi. No debería sorprendernos que ellos también tuviesen reputación de agitadores. Como Ashe, tuvieron que elegir. ¿Odiaban la injusticia más de lo que amaban el decoro?
Sí, queremos y necesitamos aliados, pero no podemos permitir que el miedo a ganarnos enemigos nos paralice. Larry Kramer —dramaturgo galardonado y activista por los derechos de los gais que no cejó en sus esfuerzos por concienciar sobre la epidemia del sida— no siempre halló el equilibrio justo y ofendió a muchos de sus amigos.
Pero su papel en esa crisis consistía en despertar a la gente, y había mucho en juego. Para conseguirlo tenía que dejar de lado las sutilezas.
«Todos estaréis muertos dentro de cinco años. Todos y cada uno de vosotros, cabrones —espetó Larry Kramer a bocajarro a la comunidad gay cuando el sida empezó a causar estragos entre ellos—. ¿Qué tal si hacéis algo al respecto? ¿Por qué hacer cola para el matadero? ¿Por qué no salís a la calle y hacéis historia, joder?».
Eso es exactamente lo que hizo su grupo ACT UP. Como las sufragistas, boicoteaban actos públicos e interrumpían a políticos. Lanzaron las cenizas de víctimas de sida en el césped de la Casa Blanca. Envolvieron la casa de un senador homófobo de Estados Unidos con un condón gigante. Invadieron la Bolsa de Nueva York y la catedral de St. Patrick. Cerraron la oficina central de la Administración de Alimentos y Medicamentos en señal de protesta.
Un par de años más tarde, defensores de los derechos de las personas con discapacidad utilizaron una estrategia parecida con su conmovedor «Capitol Crawl» («Ascensión a rastras al Capitolio»), en el que unos discapacitados se deshicieron de las sillas de ruedas y las muletas, y subieron a rastras los escalones del Capitolio para demostrar las barreras a las que se enfrentaban en la vida cotidiana. ¿Cómo no iban a responder los legisladores?
Ese tipo de publicidad constituye una forma persuasiva de comunicación, una manera de obligar a los dirigentes y al público a que vean cómo vive la otra mitad. Ejerce presión, y la presión da lugar a reuniones y cambios en las políticas. Y cuando las autoridades reaccionan mal o, peor aún, reaccionan exageradamente —los manifestantes de ACT UP fueron detenidos en innumerables ocasiones—, su autoridad moral se socava todavía más.
Los problemas buenos benefician a las causas buenas.
Sí, causar problemas tiene consecuencias. Las cárceles en las que metieron a esos activistas —en especial las que conocieron las sufragistas y los manifestantes por los derechos civiles— no eran lugares agradables. Eran pocilgas peligrosas. No todos los activistas vivieron para ver sus figuras reivindicadas y su servicio reconocido, como Lewis y otros. Pero no hacer nada es una deshonra.
Larry Kramer vio algo. Descubrió algo. Se negó a quedarse callado. Insistió en decir algo hasta que la gente lo oyó. Y si más doctores, administradores y políticos hubiesen estado dispuestos a escuchar antes, miles de inocentes —incluido Arthur Ashe— todavía estarían con nosotros.
Necesitamos a más personas que causen más problemas.
Florence Nightingale causó muchos problemas buenos, pero ¿qué activismo practicó contra la propia guerra? ¿Contra el propio colonialismo? James Stockdale ejerció una presión increíble sobre sus captores, pero, teniendo en cuenta lo que presenció en el golfo de Tonkin, ¿qué presión podría haber ejercido sobre la administración de Nixon durante los dos últimos años de la guerra si hubiese vuelto a casa?
Al final, es más probable que juzguemos (y nos juzguen) por los problemas no causados que por los que sí se han causado.
No sigas la corriente. No concedas al statu quo más respeto del que merece.
Lucha. Lucha por ayudar. Lucha por mejorar las cosas.
Como Arthur Ashe, el gran Bill Russell decidió crear problemas. En el baloncesto, un deporte al que en los cincuenta y los sesenta prácticamente solo jugaban blancos, decidió hacer preguntas. Organizó manifestaciones. Optó por la confrontación. No siempre se entendía, no siempre daba resultados, pero, como él dijo, es «mucho mejor aceptar los conflictos del mundo, las persecuciones, las discusiones, las tensiones, las calumnias, la violencia, que hacer como si no existiesen». Que ser un cobarde que permanece al margen. «Los hombres que preguntan siempre han triunfado —declaró— o han sido seguidos por hombres que han triunfado».
¿Cuál de esos dos tipos de persona serás tú?
¿Qué problema buscarás?
¿Qué problema bueno causarás?