Fotos: David Schwarz.
Ilustración: Lina Paola Gil.
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“Rojo, pero que no sea muy escandaloso tampoco”.
Eso respondió María Luisa Fuentes cuando le preguntaron de qué color le gustaban los labios, mientras la peinaban y maquillaban para la sesión de fotos de esta portada. Llegó al estudio con un vestido azul estampado, un saco rojo, unos zapatos negros de tacón bajito y unas gafas grandes, negras y redondas. Le gusta pintarse las uñas de rojo con decoraciones de otros tonos encima, pero me dijo, decepcionada, que no había tenido tiempo de arreglárselas: “Me avisaron muy encima del viaje”. Nos contó que en su casa tiene plantadas flores de todos los colores: blancas, amarillas, verdes y moradas. Pero de todas, las que más le gustan son las rojas, porque es su color preferido.
Varios se han referido a ella como una campesina trans, pero cuando le pregunté si era trans me dijo que no sabía qué significaba esa palabra. Ella no se detiene a dar explicaciones de por qué ella sí es una mujer. Ella no va por ahí excusándose con todo el mundo por ser lo que es: ella es una mujer, y punto.
Cuando le pregunté cómo se identificaba, de forma simple y cortante me respondió: “Como una mujer”. Justo después se quedó mirándome con ojos de sospecha y asombro, como diciéndome que sabía que yo era como ella. Le respondí con nervios que yo también me identificaba como una mujer y, en tono confirmatorio y sarcástico, me dijo como si fuera una obviedad: “¡Claro!”. Ambas soltamos la carcajada y chocamos las manos.
Y es que había que celebrar esa compinchería, porque ambas estábamos poniendo banderas de victoria. ¡Estábamos llegando a donde nunca nos lo habíamos imaginado! Esta era su primera portada para una revista y esta era la primera vez que yo hacía una entrevista para una portada. Como a las mujeres, como nosotras, nos han excluido de todas partes, incluidos los medios de comunicación, este tipo de encuentros extraordinarios también son importantes símbolos políticos de visibilidad. Estábamos haciendo historia: los patitos feos del cuento ahora estaban dirigiéndose al país desde la misma plataforma en la que antes habían hablado reinas de belleza, modelos, youtubers, celebridades y poderosas figuras políticas.
Antes de que empiecen a tomarle las fotos le preguntan qué música quiere que suene mientras posa. Ella les responde, mientras se acomoda y mira a la cámara, que quiere que le pongan música “vallenata, porque es como alegre”. Entre luces de flash, cambios de vestuario y flores, suena el Binomio de Oro. Ella va cambiando de poses.
No obstante, su vida no siempre fue así de glamorosa.
“Fue mucho lo que yo sufrí”
A María Luisa Fuentes constantemente le arrebataron la posibilidad de ser la protagonista de su vida y le impusieron personajes que ella no quería interpretar. El primer momento de imposición, y quizás el más doloroso –porque iba a marcar para siempre su destino–, fue en el que la sociedad le dijo que tenía que ser hombre. Aunque incansablemente ella decía que era una mujer, nadie le creía y todos la ignoraron. Se burlaron de ella y la compararon con monstruos y demonios en el pueblo.
También le interrumpieron la posibilidad de ser una niña y la obligaron a cuidar de quienes se suponía que tenían que cuidar de ella. La obligaron a crecer muy rápido, no la dejaron disfrutar del colegio. Su familia la violentó y la humilló:
— Mi mamá me escondía. Me tocaba convenir porque era mi mamá.
El mundo la abandonó:
—Tanto que yo sufrí, de veras. Antes, mi Dios me tiene en este mundo. Fue mucho lo que yo sufrí: tanto dolor, tanto desprecio. Yo lloraba y le pedía a mi Dios… En un tiempo yo me sentía muy sola. Yo no sabía nada, porque quién lo orienta a uno.
Lo más parecido a la compasión que María Luisa conoció fue cuando su madre, en un acto improbable de empatía, finalmente la empezó a tratar como a una mujer y le permitió vestirse con prendas femeninas. Le tocó trabajar en lo mismo que hacían las mujeres campesinas, bajo el yugo de los machos:
— El hombre no valora a la mujer, eso sí es así. Porque la mujer es la que trabaja.
Mientras conversábamos, me dijo unas desgarradoras palabras que resumen gran parte de su historia:
— No sé qué será el amor.
“Fui muy valiente”
Está viva de milagro. Boavita, donde ella vive, es un pueblo con una tradición conservadora y violenta. Chulavita es una de las veredas de Boavita y el lugar de origen de los temidos Chulavitas: una ‘policía’ apoyada por terratenientes y conservadores de mitad del siglo pasado, conocidos por chantajear, hostigar, exterminar, amenazar y masacrar a liberales y personas de la sociedad civil, en general. En ese lugar, donde solo unas cuantas personas la apoyaron, su vida ha corrido peligro en varias ocasiones:
— Fui muy valiente. Yo sí digo que nadie aguantaría todo eso, pero yo aguanté todo eso: amenazas y todo, cuchillos y peinetas (machetes).
Quiere que su dolor no sea en vano y que su historia haga reflexionar al país:
—Todo el mundo no ha cambiado, pero tienen que pensar poco a poco… Ellos tienen que pensar en la cabeza: esto estamos haciendo mal con esta persona. Tienen que analizar: esta historia sí es muy triste, es una cosa muy dura para esa persona, de verdad.
También quiere que otras personas no pasen por lo que ella pasó:
— Les digo a las madres que no vayan a hacer eso con sus hijos. Para tener un hijo hay que saberlo criar, saberlo llevar por el camino derecho. Tampoco todo lo que el hijo quiera hacer. Alcahuetear tampoco, no señora.
La expectativa de vida para las personas trans en América Latina es de 35 años –cifra citada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su Informe sobre Violencia contra las personas LGBTI del 2015–. Esto se debe a que viven en ciclos de exclusión, pobreza y violencia. En ese sentido, los 45 años de María Luisa demuestran que para las personas trans el acto más revolucionario es existir en un mundo que insiste en que nuestras vidas valen menos que las de los demás.
“He sacado la cara de adentro de la ruana”
En el 2010, María Luisa Fuentes iba caminando para el pueblo con un canasto de cuajadas (estaba haciendo un favor). De un momento a otro y de forma milagrosa, un Jeep se detuvo a preguntarle hacia dónde llevaba la carretera. Dios le había enviado a Rubén Mendoza, un director de cine que iba saliendo de Boavita. Rubén sabía perfectamente hacia dónde conducía, pero entre la ansiedad y la improvisación fue la única excusa que se le ocurrió para poder acercársele. Él ya había escuchado hablar sobre ella y estaba fascinado por su historia de fortaleza y marginalidad. Ella nunca se imaginó que, más tarde, ese turista de preguntas torpes, y supuestamente perdido, le iba a proponer hacer una película sobre su vida.
Tampoco se imaginó que durante los seis años que duró el rodaje de la producción iba a conocer a su primer grupo de amigos, compuesto por las personas que hacían el documental. Mucho menos se le iba a pasar por la cabeza que Rubén Mendoza sería reconocido como el mejor director en el Festival Internacional de Cine de Locarno, en Suiza, y en el Festival Internacional de Cine de Cartagena.
Ella nunca pensó que, en un vuelco inesperado de su historia, se iba a convertir en una celebridad y que su cotidianidad en el pueblo se transformaría. En esta nueva etapa de su vida, en la que ya no esconde su cara sino que la muestra con orgullo, María Luisa nos recuerda que nunca es tarde para tomar las riendas de nuestras vidas con orgullo y sin bajarle la mirada a nadie:
— Yo ya hablo con personas. Hasta ahora es que, como se dice, me están abriendo mis sentidos. Hasta ahora medio están cambiando las cosas… Pero ‘medio’, apenas hasta ahora. Ya estoy, como se dice, sacando la cara de adentro de la ruana. Esas personas que me amenazaban y todo, ya me hablan y me saludan. Yo les contesto y los miro a la cara.
El retrato que hace Rubén sobre María Luisa Fuentes en Señorita María, la falda de la montaña, entre muchas otras cosas, es una historia sobre la importancia del amor propio. Aunque parezca increíble, el documental es el segundo milagro en su vida, porque, una vez, en un sueño se le apareció la Virgen María y le recordó que ella tenía “un cuerpecito muy lindo”.
María Luisa es una heroína para las personas a las que el mundo les ha negado el amor. La moraleja es que para sobrevivir y florecer con estilo es necesario insistirnos, unas infinitas y pico de veces, una verdad que el mundo se empeña en desconocer: somos hermosas y valemos la pena.
En esta historia, el príncipe azul nunca llega y a la protagonista le toca salvarse solita. Desde la soledad y la terquedad, la resistencia de la señorita María consistió en intentar construir un mundo desde el amor hacia ella misma y hacia todo lo que la rodeaba. En una entrevista con María Elvira Arango, para el programa Los Informantes –en la que responde varias preguntas como toda una diva y sin quitarse sus gafas de sol–, María contesta que aún se considera hermosa: “Pues yo no es que tampoco me haga que soy bonita, pero tampoco soy ni mucho fea. Pero tiene que uno salir medio presentadita la persona”.
Su amor le permitió construirse con falda y pelo largo, y lo más cercana posible a la Virgen María. Nunca renunció, a pesar de todas las piedras que se encontró en la trocha, a escribir su final feliz. Esa es quizás la enseñanza más hermosa: que nada es más fuerte que nosotras mismas y que no existe derecho más inalienable que el de contar la historia propia.
Quizás al amor propio era al que se refería Lohanna Berkins, una activista trans Argentina, en su carta de despedida antes de morir: “Estoy convencida de que el motor de cambio es el amor. El amor que nos negaron es nuestro impulso para cambiar el mundo”. María Luisa Fuentes encarna esas palabras porque propone un universo donde la ternura es el arma para construir mejores mundos, inclusive en lugares que han sido históricamente asediados por el odio, el dolor y la tristeza:
— Hay que mirar los buenos corazones… Yo he sido toda mi vida buena gente con las personas, pero entonces la gente no valora a esa persona.
Entre la visibilidad y la ciudadanía
María Luisa ahora es una celebridad y recibe abrazos y aplausos de felicitaciones por su valentía. Sin embargo, la visibilidad puede ser engañosa porque si bien es cierto que su vida ha cambiado mucho y que ha pasado de ser una persona ignorada a una reconocida y escuchada, aún hay una discusión pendiente sobre los derechos que le negaron sistemáticamente.
De su historia sabemos que no tuvo acceso a educación, que en este momento depende únicamente de lo que logra cosechar en su tierra, que vive en un contexto socioeconómico bastante difícil, que ha sido víctima de múltiples tipos de violencia y que la han discriminado mucho. Cuando pasen los quince minutos de fama, ¿cuáles son las herramientas con las que ella va a contar para que pueda escribir el resto de su historia como le dé la gana?
Las buenas intenciones, que la mayoría de veces son tan insuficientes, deberían ir acompañadas de preocupaciones sinceras por su futuro. Eso implicaría reconocer que la sociedad, y nosotros como parte de ella, le hicimos daño y que nuestras acciones y omisiones hicieron posible el dolor en su vida: somos responsables de su tragedia. Pero reconocer a María en su dimensión más humana también supone reconocer sus diferentes facetas y su complejidad como persona. Es necesario que la entendamos, no únicamente como víctima, sino también como alguien con una increíble capacidad de resistencia: una sobreviviente.
El paso que hay que dar desde las lágrimas de cocodrilo hasta el reconocimiento de María Luisa como ciudadana es el mismo que hay que dar desde la culpa hasta la responsabilidad. Para llegar a ambos destinos, hay que escoger entre el camino de la caridad y el de la solidaridad. La caridad busca lidiar con la culpa, que es un pensamiento, mientras que la solidaridad implica reconocer que la otra persona no está por debajo sino al mismo nivel, que tiene los mismos derechos y la capacidad de tomar decisiones sobre el rumbo de su vida. Un paso en la dirección correcta lo dieron hace poco varias empresas, organizaciones y personas –incluidas las involucradas en el documental– cuando unieron fuerzas para construirle una casa digna.
María Luisa tiene la cara afuera de la ruana, unas gafas gigantes, una risa despampanante, unas manos espectaculares porque son grandes y hermosas; un cabello negro, largo y misterioso; una falda que expresa su estilo y su forma de ser, un superpoder llamado amor y una ternura invencible: está lista para comerse al mundo que algún día la aisló y se burló de ella. Pero no viene a pagarle con la misma moneda, viene a demostrarle que vale la pena nunca rendirse y apostarle, siempre, a la esperanza y a la paz. Si la escuchamos y logra sembrar en nuestros corazones esas semillas resistentes que trae desde el campo, no habrá cizaña que logre dañar nuestra cosecha.