La travesía de Orlando Duque, el mejor clavadista del mundo
Parado al pie del árbol, Orlando Duque busca entre el follaje la plataforma desde la que se lanzará. «Uy, hermano, sí está alto», le dice a su amigo Ever Pava, quebrando la cabeza hacia atrás para alcanzar a ver bien las cuatro tablas que una semana antes dos indígenas brasileños unieron y acomodaron en la rama más alta y resistente.
Mientras preparaba su viaje desde Bogotá, Orlando había recibido reportes telefónicos de Ever sobre la altura de los árboles, la resistencia de las ramas, la profundidad del río. Pero aquí, ya en la selva, al pie de este gigantesco árbol, a orillas del Yavarí, uno de los afluentes del Amazonas, el campeón mundial de clavados verifica, pregunta, descubre.
Sigue a Cromos en WhatsAppEstamos en medio de la selva amazónica, en territorio brasileño, a 190 kilómetros de Leticia. En el trayecto de cuatro horas en lancha apenas nos cruzamos con unas manadas de delfines rosados y una que otra canoa con indígenas. No hay casas a la vista y ni soñar con un teléfono. Hay unos escasos metros de terreno despejado al pie del árbol en el que nos acomodamos una docena de citadinos, entre ellos Catalina Echeverry, la esposa de Duque, que acompañamos al campeón mundial en esta aventura.
María Angélica, una anciana de la etnia okaina del río Putumayo, recibió a Orlando Duque en su maloka, cerca de Leticia. Le pintó el rostro con achiote, una tinta obtenida de una planta que usan para rituales.
El árbol es imponente. Los indígenas le llaman Ojé. Es una especie endémica de la selva amazónica –dicen que pertenece a la familia del caucho porque su corteza produce un látex blancuzco– que, según la sabiduría popular, sirve para combatir la leishmaniasis, el reumatismo, el dolor de muelas y la mordedura de serpientes. Sus hojas, cocidas, pueden ayudar a controlar la anemia y la fiebre.
Hay cierto ambiente frenético en ese pequeño espacio en el que nos apretujamos peleando contra mosquitos, abejas, termitas y hormigas. Tres fotógrafos y dos documentalistas bajan cámaras y equipos de las lanchas; Christian Aristizábal, un escalador profesional encargado de subir a los clavadistas, monta sus cuerdas en la copa del árbol; Ever y Orlando discuten sobre la verdadera altura de la plataforma y las condiciones del agua.
Especulan. No hay forma de medir la altura del árbol ni la profundidad del río. Aquí no hay, como en las competencias de la serie mundial Cliff Diving de Red Bull, cuatro buzos con equipos y luces verificando las condiciones del agua; tampoco los ocho técnicos midiendo y revisando la estabilidad del punto de salto; ni pensar en un equipo médico pendiente de la salud de los saltadores.
Lo que sí hay es un suizo, Herve Neukomm, quien, aburrido de su vida como banquero en su país, decidió recorrer el Amazonas en un bicibote y se quedó a vivir en Leticia por el amor de una bióloga bogotana. Ahora ejerce como guía de extranjeros y ha aprendido de la selva tanto como quienes nacieron aquí.
Las aguas negras del río en Zacambú, Perú, son las preferidas por pirañas, cocodrilos y anacondas. Una manada de delfines rosados alejó a estos reptiles.
Sin mayores preámbulos, Herve se quita la camiseta y el cuchillo que lleva al cinto; descalzo y en pantaloneta, se zambulle en el río y, tras un par de segundos bajo el agua, le da al campeón su primer parte: «Solo hay que quitar un par de ramas muertas».
El suizo ya se había sumergido en este punto. Llevaba tres meses buscando los árboles según las características que Thomas Miklautsch, el documentalista austriaco que tuvo la ocurrencia de internar a Duque en la selva para que se lanzara de árboles gigantes, le había indicado. Y trajo, dos semanas atrás, a Ever y a Christian río arriba para verificar sus hallazgos. Pero el río Yavarí es un enorme y voraz ser vivo; cambia cada segundo. Se adivina la fuerza de su corriente por los remolinos que se alcanzan a dibujar en la superficie de color café, pero no se conoce su interior.
Orlando mira el agua, observa el árbol y calcula en qué lugar caerán. Otra vez, solo cálculos. Le pide a Ever que verifique la profundidad. Herve lo acompaña. Los dos se zambullen varias veces, sacan un enorme pedazo de tronco, esperan que el agua se aclare y vuelven a revisar por última vez. Desde una lancha, el campeón les indica en qué dirección deben revisar.
«Son como seis metros, parce», sentencia Ever desde el agua.
«Bueno, listos. Acuérdese de no orinar allá abajo», le dice Duque.
Después de varios saltos, Ever y Orlando están adoloridos, con las piernas y los brazos lacerados y las manos ampolladas. pero lo siguen haciendo para grabar el documental.
A pesar de la tensión, no han parado de hacer bromas; o tal vez para liberar la tensión hacen chistes. El caso es que ríen recordando las historias acerca del candirú, un pececito alargado y transparente que solo existe en estas aguas y que es famoso porque, atraídos por la orina, se introducen por el pene de los hombres y se aferran a la uretra con dos espinas que salen de su mandíbula.
Llegó la hora. El agua está lista. Christian ya instaló la escalera que él mismo fabricó con sogas y tubos metálicos. Mide 30 metros y, una vez colgada, permite deducir que la plataforma está a 28 metros. Ever, ibaguereño corpulento de piel cobriza, es el primero en subir, como siempre. Es amigo de Orlando desde la pubertad. Se han encontrado en los lugares más insospechados del planeta, saltando, practicando, compitiendo.
Desde que se conocieron en Medellín, durante un selectivo para Juegos Centroamericanos, la vida los ha hecho coincidir en espectáculos y competencias. Ever le ha hecho la avanzada en varias locas aventuras como la de lanzarse desde unas grúas en el puerto de Berlín; de una peña sobre el río Sumapaz, donde los lanceros del ejército cumplen su prueba de valor; de una montaña sobre el embalse del Sisga; y una de las más arriesgadas, desde la roca de la isla de Malpelo.
«Si él salta, yo lo hago. Aquí puede venir el jefe de los bomberos o el que sea, pero si él me dice que no, yo no me tiro», dice Orlando sobre Ever.
Subir la escalera es desgastante. Se necesita la fuerza de varios hombres para templarla lo suficiente y permitir que Ever (80 kilos) y Orlando (70 kilos) lo logren. Se nota el esfuerzo descomunal que hacen estos deportistas, a pesar de entrenar muchas horas en el gimnasio y la piscina. Una vez arriba, batallan otra vez con los mosquitos.
«¿Mosquitos a casi 30 metros de altura», preguntamos incrédulos.
«Sí. Nos están dando duro, manden el repelente», gritan.
Las cámaras del documentalista y de los fotógrafos están listas. Herve es el encargado de quedarse en el agua para guiar a los clavadistas salpicando el agua para preparar el impacto y, de paso, estar atento ante cualquier eventualidad. Él cumple el papel que harían una docena de expertos en una competencia.
Un par de indígenas brasileños construyeron la plataforma para que los clavadistas se lanzaran del árbol más alto.
Nadie lo dice en ese momento, pero nos sentimos intrusos. Somos demasiado pequeños e insignificantes ante la grandeza de la selva. Y estamos ahí, al pie de este árbol enorme, robándole unos centímetros a la espesa capa vegetal, mientras perdemos la batalla contra los mosquitos y el temor por el ataque de un gran bicho. Acompañamos a un deportista que quiere hacer historia y, de paso, llamar la atención del mundo sobre el devastador paso del hombre por la Tierra.
¿Por qué salir de la comodidad de su hermosa casa en Hawái, donde vive con su esposa, para adentrarse en la selva, dormir en el piso sin aire acondicionado y pasar horas enteras en una lancha, a merced del follaje espeso y sofocante, de los 35 grados centígrados, del azote de una humedad de 90 %?
«Es un reto personal», explica este hombre, que ostenta once títulos mundiales y dos Guiness Records, entre ellos, el único salto perfecto de la historia. «Es diferente al estrés de la competencia, donde todo está controlado y solo estás pendiente de saltar mejor que los demás. Aquí no se sabe si funciona o no. No sabes qué pasará».
Orlando vive las 24 horas de los siete días de la semana pensando en saltar. Vive para saltar. Entrena en la mañana y en la noche; en el gimnasio, en la piscina. Uno de sus pasatiempos es ojear las revistas de los aviones para descubrir un sitio raro, inhóspito o peligroso para lanzarse. Cuando ve televisión hace lo mismo. El resto de las horas busca en Internet un risco, una plataforma, una aventura.
Está próximo a cumplir cuarenta años de edad y, para ratificar su condición del mejor del mundo, le ha ganado a jóvenes que no alcanzan los treinta. El inglés Gary Hunt, uno de sus grandes rivales, tiene 29 y Duque ya cumplió tres décadas saltando.
Ya no hay risas. Los clavadistas están serios, callados. Abajo el silencio es absoluto. Todos contenemos la respiración por unos segundos eternos, mientras esperamos que Ever salte y salga del agua sano y salvo.
El cuerpo de los atletas debe prepararse para entrar en contacto con el agua. Con los brazos pegados al cuerpo, tensan los músculos y estiran los pies para que el impacto, similar al de un choque de auto, no produzca lesiones.
Ever Pava, ahora dedicado a entrenar niños en su natal Ibagué, hace un salto mortal hacia adelante. «Un salto sencillo», explica él. No quieren arriesgarse a perder el control de su cuerpo en semejantes condiciones. Un accidente, por pequeño que sea, a cuatro horas en lancha de la ciudad más grande, sería una torpeza. Cuando sale del agua, con los brazos en alto, todos aplauden. Esa era la prueba de fuego.
Al saltar de esta altura –27 metros– los clavadistas viajan a 85 kilómetros por hora. El choque del cuerpo del atleta con el agua a semejante velocidad causa un impacto mayor al que ocasiona el despegue de una aeronave en un astronauta (tienen que soportar la presión de cerca de 400 kilos de peso). Los músculos deben tensarse segundos antes de entrar el agua para soportar el impacto.
El estruendo del cuerpo de Ever al atravesar el río nos recuerda lo riesgoso que es este deporte, reservado para seres humanos que disfrutan el vértigo y la descarga de adrenalina, que encuentran la felicidad retando al miedo y se regodean de su capacidad de producir admiración en los que no osamos desafiar las leyes de la física y la naturaleza.
Todos estamos pendientes de Orlando. La incertidumbre terminó cuando Ever alzó los brazos, pero el protagonista está allá arriba, con sus brazos extendidos, vestido de blanco. Pocos segundos antes de cada salto, se libra una batalla en la mente de un clavadista. El cerebro, dice Orlando, le recuerda que está en un sitio muy alto, que se puede matar; pero él le responde que es capaz de hacerlo, que lo sabe hacer, que lo ha hecho miles de veces y que lo hará una vez más.
Esa es la clave de su éxito. No se trata solo de adquirir la técnica para que el cuerpo se mueva como corresponde, de hacer los giros perfectos, sino de la capacidad de concentrarse y saltar sin importar si el que saltó primero se accidentó o si no sabe qué hay abajo, al caer. El éxito, insisten, está en vencer el miedo y aislarse de la presión.
Ever se queda en el agua, junto al suizo, esperando a su amigo. Orlando hizo también un salto mortal hacia adelante. Perfecto, impecable. Otros segundos eternos para verlo salir del agua y dar el parte de victoria. Cuando sale, el júbilo es total. Los hombres detrás de las cámaras revisan sus grabaciones. Los dos amigos celebran con un choque de manos. «Ah, hermano, es que no se nos ha olvidado», le dice Duque a Pava.
La tensión desapareció, se evaporó como la lluvia que nos acompañó toda la mañana de ese histórico día, para permitirles a los deportistas cumplir con una hazaña más. Suman otra a las anécdotas que revivieron durante esta travesía. A Croacia, La Rochelle, Acapulco, la Chapada diamantina, Malpelo, pueden añadirles Palmarí, amazonas brasileño.
Los saltos que siguen son para que el documentalista y los fotógrafos tengan otros ángulos. Ya probaron lo que tenían que probar y ahora están trabajando. No hay tiempo para descansar ni para almorzar. La caída del día ofrece una luz privilegiada para las cámaras. La hora dorada, la llaman los expertos. Se refieren a la tonalidad entre amarilla y naranja que da el sol sobre los objetos desde ciertos ángulos. Así que Ever y Orlando nos regalan el espectáculo de un par de saltos más.
Es un privilegio verlos en acción. Entre salto y salto, se hacen bromas, parecen niños que salen de la piscina después de hacer una pirueta, se critican y se corrigen entre sí. Pero deciden guardar energías para dos días más en este árbol excepcional. No es que no haya más altos y más frondosos en la Amazonía, sino que quedan muy pocos de esta altura y de este porte a orillas del río. En invierno, el río se los lleva. Si sobreviven a la creciente, los traficantes ilegales de madera los cortan y aprovechan la corriente para llevárselos hacia territorio brasileño, donde los venden a muy buen precio.
Después de tres días de saltos, Ever y Orlando están agotados. Sus cuerpos están adoloridos. Las plantas de los pies son las primeras en recibir el golpe del agua, luego el abdomen y la cabeza reciben parte de la carga. «Cada día de saltos es como si hubieras salido de un choque de auto», resume Orlando.
Ever Pava, amigo y cómplice de aventuras extremas, salta antes que Orlando Duque. Solo él le da la seguridad al campeón para lanzarse de los lugares más insospechados.
Los deportistas tienen los brazos y las piernas laceradas, sangran un poco; tienen las manos ampolladas. Son los estragos de subir una y otra vez por la escalera metálica. «No importa, es el precio que hay que pagarle a la naturaleza por dejarnos entrar aquí», dice Duque con una sonrisa que no le cabe en el rostro.
Agotados, se despidieron del árbol perfecto, como lo llamó Orlando. Ahora el destino es Zacambú, en territorio peruano, a noventa kilómetros de Leticia. Allí ya habían avistado dos árboles medianos rodeados de aguas de color negro, las favoritas de anacondas, cocodrilos y pirañas. Según les explicaron, debían saltar temprano porque ni los lugareños se atreven a meterse al río a deshoras. Al final, solo saltaron de un árbol de 18 metros, porque las ramas del otro no ofrecían seguridad, y lo hicieron respetando los horarios que la naturaleza les indicaba.
Más relajados por la labor cumplida, al final de la travesía tuvieron tiempo para visitar las comunidades indígenas, para pescar y asar pirañas, y remar entre la emblemática victoria regia. La travesía había terminado con un éxito rotundo.
«Es un triunfo salir parado y caminando», dicen los dos. Han cumplido un sueño más. Ahora, mientras se ríen de su hazaña en el bote de regreso a la civilización, hablan de su próxima aventura: la Antártida.
El campeón tuvo tiempo para visitar una comunidad indígena, saltar con los niños desde los árboles y hasta para intentar pescar pirañas.
Fotos: Inaldo Pérez Este artículo fue posible gracias a una invitación de Red Bull.