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Nijole, la mamá de Antanas Mockus

La escultora era la persona a la que el profesor consultaba sus decisiones más trascendentales. Con 93 años años, falleció en Bogotá, cuatro meses después de ser junto a su hijo portada de Cromos.

Por Carlos Torres
13 de septiembre de 2018
Fotos: Daniel Álvarez - Archivo Cromos. 

Fotos: Daniel Álvarez - Archivo Cromos. 

Es una foto a blanco y negro, que ocupa media página de la revista. Camisa man­ga larga a cuadros, pantalón blanco, bra­zos cruzados y mirada esquiva, posando como quien no quiere la cosa.

Pelo negro, liso, con un flequillo par­tido a la mitad. A la altura del mentón se asoman arrugas. Es una cara desconocida en la revista Cromos de 1985. La periodis­ta Julia Brociner visitó “a la artista anóni­ma” Nijole. El encuentro fue una suerte de descubrimiento, en el que presentó así a la entrevistada:

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“Este personaje escurridizo, evasivo, de ademanes extraños, pequeño, delga­dito, que mira con ojos curiosos, viste overol, fuma pipa y se niega a hablar de sí mismo, es una mujer: Nijole Sivickas. Ella habla en parábolas, impide tomar notas, y se mueve ágilmente de un lado a otro. Recuerda a uno de esos individuos burlones, maliciosos y socarrones que le hacen la vida difícil a las princesas en los cuentos de hadas”.

Es un perfil para el lector que sabe poco de la artista. Su nacionalidad litua­na es apenas una mención. Son mínimas las referencias a su círculo íntimo y a sus amigos. Seguramente Julia Brociner le preguntó a Nijole, pero se encontró con un muro del mismo material de las esculturas puestas en los recintos de la casa. “Es aburrido hablar de sí misma. ¿Qué importancia puede tener que sea casada o soltera, de dónde vengo o cuántos hijos tengo? ¿Eso puede tener alguna influencia sobre mi trabajo?”, dijo la escultora.

La entrevista fue hace 33 años, en el taller de Nijole, ubicado en el barrio Quinta Paredes, cerca de Corferias. Hoy sigue intacto. El que camina por esa casa no puede dejar de distraerse, porque es in­comparable, hecho al antojo de una artista.

Comparada con la casa de al lado (la de la izquierda), parece una estructura de zaga épica. El exterior del taller tiene un aire lúgubre e íntimo que despierta la curiosidad. La fachada es amplia y se necesitan varios minutos para hacerse una idea de lo que es. Aden­tro “su trabajo se apretuja en todos los rincones de su casa. Solo en su dormitorio no hay esculturas, esas cerámicas que ella llama concavi­dades, roturas, esquinas y lunas. Todas son hermosas figuras de re­gular tamaño, que tienen un no sé qué de precolombino, aunque nie­gue inspirarse en el arte indígena”, escribió la periodista en Cromos.

Imposible comprobar si Julia Brociner sabía que Nijole ilustró cuentos en esta revista. También es imposible determinar si la entre­vistada se lo dijo aquella vez. Quizás este dato ahora tiene importancia. Vale la pena destacar que sus trazos dieron forma a relatos de Agatha Christie, Carlo Gozzi y Pedro de Alarcón, entre otros. Entonces, cuando colaboró en este medio, es­taba recién llegada. Había ingresado por Buenaventura, proveniente de un barco que partió de Barcelona.

La joven de pelo rubio vino acompañada de Alfonsas Mockus, otro lituano, tan rubio, tan joven y enfermo de tuberculosis. Hubie­ran podido repetir la escena en otro puerto, en un país con garantías su­ficientes para forjarse un porvenir. Fue Colombia, porque su frontera no estaba cerrada para los tubercu­losos. Por recomendación médica, vinieron en busca del clima bogo­tano, esperando a que alguien en algún laboratorio del mundo diera con la cura.

A simple vista eran limitadas las opciones laborales para un tuber­culoso y una graduada en artes. En 1950, la sociedad seguía asombrada con el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán y a la vuelta de la esquina se asomaba el golpe militar de Gusta­vo Rojas Pinilla al conservador Lau­reano Gómez.

Tres sacerdotes lituanos organi­zaron la acogida de los 600 viajeros que arribaron a cuenta gotas. En Ba­rranquilla, Medellín y Bogotá hubo alojamiento y algo de trabajo. Toda­vía con los vientos frescos de la diás­pora lituana, en 1953, la revista Cro­mos publicó en varias ediciones los dibujos de la extranjera. Una míni­ma parte de ese incipiente comien­zo fue registrado en la mencionada entrevista hecha por Julia Brociner. “Al comenzar su carrera artística, lo hizo como pintora figurativa, trabajo que abandonó porque se sentía mal pintando gente. Pensaba que me es­taba aprovechando de ella. Para mí la pintura figurativa es una confe­sión, por eso la dejé, afirma. La fama la tiene sin cuidado, lamenta que la escultura se venda menos que la pin­tura: la falta de espacio para colocar la obra, incluso para trabajarla, es lo que hace que sean menos los escul­tores que los pintores”.

En los lejanos años cincuenta, concretamente el 25 de marzo de 1952, ya había nacido el primer co­lombiano de los Mockus Sivickas.

Nijole se inspiró en su padre An­tanas para bautizar a su hijo. Anto­nio es la traducción al español del Antanas.

El nombre completo de la pro­tagonista de esta historia es Nijole Sivickas de Romualdo, la mamá de Antanas.

1985, en Cromos 

La imagen abre una nota cultural que destaca a la escultora. "Es una artista llena de sorpresas, cuya obra merece ser difundida", señala la periodista Julia Brociner en el texto.

Una decisión tomada con la bendición de su mamá

Nijole está cerca de cumplir 93 años. El único rastro que teníamos de ella era una foto que su hijo publicó en Twitter, el domingo 11 de marzo, día en que fue a votar en las elecciones legislativas. Con los ojos cerrados es­peramos a que Mockus aceptara una portada posando con su madre. Con­fiábamos en un sí, incluso sabiendo lo dispendiosa que puede ser una sec­ción de fotos para un adulto mayor.

Las pocas notas que ha­bía en los medios sobre Ni­jole apuntaban a una mujer distante de los medios de co­municación. Si antes era una mujer de pocas palabras, re­nuente a las fotografías, ima­ginábamos que iba a tener ra­zones de sobra para negarse a esta portada.

Contactamos a su jefa de prensa. Le explicamos la idea. Al mediodía del día si­guiente nos iba a tener res­puesta. Cruzamos los dedos para que las condiciones se inclinaran a nuestro favor. Había variables que necesi­tábamos alineadas. La pri­mera: que el profesor tuvie­ra tiempo. Segundo: que su mamá finalmente aceptara. Tercero: que ambos acce­dieran ir a un estudio de fo­tos. Cuarto: que la cita para la entrevista se fijara en un plazo breve.

“Al profe le encantó la idea”, nos escribió la jefa de prensa un martes. La buena noticia vino con ñapa: las fo­tos podíamos hacerlas en el taller de Nijole. El mismo en el que recibió a la periodista Julia Brociner.

Noviembre 28 de 1953
“Ilustración de Nijole Mockus, especial para Cromos”, se lee en la revista. Pertenece a la fábula La princesa Turandot.

“Ella es mi crítica más despiadada”

Mockus resiste el paso del tiem­po. Prueba de su conservación son los 536.252 votos obtenidos en la última elección al Congre­so. A sus 66 años es un hombre sosegado, de semblante pen­sativo, que inspira llamarlo "profesor" en vez de "senador electo", "exalcalde", "doctor Mockus". Nos espera en el es­tudio de su casa. Viste zapato de material, blazer gris, pantalón claro. Sus ojos azules tienen la quietud del que se toma el tiem­po para pensar las palabras que salen de su boca.

De su familia podría ha­cerse una biografía. En tiempos de grandes dosis de información, se encuen­tran algunas referencias a Nijole, que a la larga son pocas para su larga ca­rrera en la academia y en la política.

—Cuando tenía catorce años murió mi padre y mi madre se hizo cargo de la economía de la casa. Ella me dijo que el deporte se acabó, que tocaba trabajar. Las mañanas de mis sábados, que las tenía reser­vadas para el deporte, cam­biaron. Empecé a ayudarle en el taller. Me hice cargo de su contabilidad, empacaba cosas para mandarlas.

—¿Se contempló la opción de ir a otro país, tras la muerte de su padre?

—Estuvimos a punto de mi­grar a Australia. Esa hubiera sido una vida tremendamen­te distinta, hubiera podido ser australiano, mejor que no me fui.

—Su mamá siguió pagando la mensualidad en el Colegio Francés.

—Vivíamos con más dis­creción que otras familias. Muchos alumnos se iban de vacaciones a Miami. Para nosotros las salidas eran pa­seo de olla, al río Villeta o a Girardot. Fui un año adelan­tado, era de los chiquitos del curso, me defendía en algu­nas materias. Mis notas eran la base de un acercamiento a las sardinas. Sin mi papá, las madres de mis compañeras me buscaban para que yo les diera clases de matemáticas y ocasionalmente me contrata­ban para hacer arreglos caseros.

—¿Cómo definiría a su mamá?

—El taller de Nijole tuvo cinco tra­bajadores. Uno de sus discípulos se fue a la zona esmeraldera. Allá lo mataron y ella respondió por él. Fue su acudiente. Se llamaba Libar­do, Nijole lo enterró, era un hombre que andaba con la cara del Che Gue­vara en la gorra.

—Usted estudió matemáticas en Francia. ¿Cómo fue su relación mientras estuvieron separados?

—Tuve una relación literaria con mi madre, nos escribíamos cartas. Mientras estuve en Francia, mi vida amorosa fue rara, leí un filóso­fo francés que escribió El elogio del amor. En mi soledad de alumno in­migrante fui a cine clubes invitando a muchachas, particularmente trá­gicas, que caminaban y lloraban. Participábamos en un club de ca­minantes viejos, caminábamos 15 kilómetros los fines de semana du­rante tres meses, conversando con gente sola. Al final tuve una crisis de nostalgia por mi madre, por eso hago el último año de Matemáticas en la Universidad Nacional.

¿Qué le dijo cuando le informó de su candidatura al Senado?

—Nijole es mi crítica más despia­dada, aunque cada vez me trata con más indulgencia. Está por encima del bien y del mal, ha sido muy cru­da, a ella no le gusta que uno se haga ilusiones ingenuas o baratas. Siem­pre le ha disgustado la vanidad.

¿Era exigente con su rendimiento escolar?

—En la casa, el ambiente era pro­picio para obtener buenos resul­tados escolares. Mis padres tenían libros. Para mi hermana y para mí los viajes y los juguetes eran cosas secundarias. Mi padre se encargó de darme ventajas en matemáti­cas, me las enseñaba en el periodo de vacaciones.

Ustedes se comunican en litua­no. ¿Nunca quiso radicarse en la tierra de su madre?

—Estuve en Lituania en 1974, to­mando unos cursos a lo largo de ocho semanas. Fue una experiencia que me marcó, recuerdo estar en la cama de la residencia en la que dor­mía, hablando con un sacerdote li­tuano que me decía “quédese, aquí puede librar una lucha clave”. Hoy sigo recordando el mo­mento exacto en que dije “mi vida me la juego en Colombia, no en Lituania”. A pesar de ser un activista lituano, mi autode­terminación por Colombia fue rotunda, sin ambages.

—Lituania fue dominada por la URSS hasta la caída del muro de Berlín.

—En el Liceo Francés, el pro­fesor de literatura nos puso a recitar Oda a Stalingrado, de Pablo Neruda. Mis padres ha­bían sufrido el nazismo y el co­munismo. Llegué a un acuerdo con mi madre, me aprendí el poema de memoria y le añadí una frase al final, que rezaba “¿Qué hago yo, hijo de refu­giados lituanos, recitando un poema que es un elogio a Sta­lin?”. A ese profesor un día le saqué un revolver de ruido, lo maté simbólicamente en plena clase, un viernes por la tarde.

Terminada la entrevista, vamos con Mockus al taller de Nijole, donde ella vive, justo al lado. Para entrar hay que abrir una reja alta, que está con llave. El profesor abre cada puerta antes de in­ternarnos en el taller. No hay rastros de Nijole, pero ella, su arte, sus herramientas, hornos y máquinas de cortar aparecen regados en las habita­ciones y pasillos.

En el tercer piso está el apartamento. Antes de subir, Antanas se expresa en litua­no con su mamá. Sentada a la mesa, comiendo chocolatinas, saluda. Es una mujer menuda, blanca, ahora de pelo oscuro en las puntas y rojizo en la raíz. Saluda apretando suave la mano. Dialoga con su hijo, que le explica lo de la se­sión de fotos para Cromos. Ella no responde. Piensa, su mirada es esquiva. No hay un “sí” de respuesta. Tampoco un “no”. De convencerla se encargará su hijo Antanas.

Segunda Guerra Mundial

“Nijole, quinceañera, salió de Lituania con la idea de acompañar a su hermana mayor y a su cuñado hasta cierto punto en Alemania. Su idea era devolverse y quedar a cargo de su mamá. Cuando quiso regresar, el frente alemán había retrocedido y el de los rusos había avanzado. Quedó atrapada".

 

La portada

Antes de la sesión de fotos, dos personas cercanas a la familia Mockus Sivickas reflexionan sobre la relación de Nijole y su hijo.

“Antanas resalta sus valores, siente admiración por su madre, siente un afecto enorme, sabe bien lo que le debe, lo que ha recibido de ella. Ama sin restricciones, comprende a su madre, en muchas de sus realizacio­nes aparece su influencia, ante todo la respeta y la cui­da, en ellos hay verdadero amor. Su honestidad, esa búsqueda permanente de coherencia, el compromiso radical con el trabajo, sin duda lo ha aprendido de Ni­jole”, dice Carlos Augusto Hernández Rodríguez, pro­fesor de la Universidad Nacional, amigo de Mockus.

“La casa de su madre es una escultura, es un lugar lle­no de fuerza para él, estar ahí tiene un significado especial para el profesor. A Antanas y a su madre los caracteriza una relación de tutora-alum­no. Le consultó antes de su candidatura al Senado. Ella le respondió que si ese paso era el que quería dar, que conta­ba con su apoyo”, dice Henry Murrain Knudson, director ejecu­tivo de Corpovisionarios.

La sesión de fotos para la porta­da transcurre en distintos puntos del taller. Nijole muestra una actitud amable, que va al compás de las indi­caciones de su hijo. Sin él y su equipo de trabajo el registro gráfico se redu­ciría a material de archivo. En 1984 la periodista Julia Brociner ya había advertido que a Nijole “no le gustan las fotos”. Es evidente que está ha­ciéndole un favor. Igual se sienta, se incorpora, mira la cámara como quien no quiere la cosa. Ac­cede a que por un rato ocupemos el espacio que por décadas se encargó de construir a base de esculturas y pinturas. Contraria a su hijo, es de poquísimas palabras, lo suyo son los gestos y las formas: las escultu­ras alrededor se comunican por ella. Esas piezas son su legado, las que le ayudaron a pagar las cuentas de una casa concebida para una familia de cuatro y que un viernes se quedó en tres por culpa de un accidente aéreo. Su hijo Antanas es otra parte de su le­gado; su hijo el genuino, el auténtico, el que es capaz de atacar con hechos los pensamientos clichés con los que nacemos: el del político corrupto, el del ciudadano vivo.

Antanas Mockus Sivickas, el que despierta simpatía en adversarios, nos ha enseñado a creer que los colombianos somos mejores de lo que creemos. 

“Se graduó en la posguerra de la academia de Bellas Artes de Stuttgart. Ganó la admisión presentando dibujos de la fábrica del campamento de trabajo. Hacía municiones y manejaba taladros”.

Por Carlos Torres

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