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Hay que fijarse en el instante en que Michael Jordan lanzaba el balón. En el momento en que este último se desprendía de las manos que lo asemejaban a Atlas, el número 23 de los Chicago Bulls terminaba con una postura similar al del bailarín, como si la sutileza y el cuidado del detalle en cada parte del cuerpo fueran una oda al baloncesto y una alegoría a la estética del danzante. El hermano de Michael, Larry Jordan, escogió el número 45 para jugar. Tenían el mismo número favorito. El primero decidió entonces partir a la mitad, y sin la posibilidad de escoger el 22,5, decidió escoger el 23. Cuestión de creer o no, pero en la numerología este número tiene un significado especial de cambio, de un viaje como significado de otros aires, de otro relato. Y por superstición o casualidad, cuando Michael Jordan llegó a los Chicago Bulls, el equipo y la historia misma de la NBA cambiaron para siempre.
En Chicago se hablaba de béisbol, hockey o fútbol americano. A los Bulls nadie los miraba. El rebote del balón hacía eco entre las sillas vacías del estadio United Center. El equipo no era mítico; de lejos y hacia arriba miraba a los Lakers. Cuando Jordan llegó dijo que serían campeones en el momento de su partida. Y así fue. Una convicción que se sabe ya en los grandes líderes y leyendas de la historia, una convicción que fue respetada por sus padres y por Dean Smith, uno de los formadores de basquetbolistas más queridos y respetados en la NBA, y que fue el mentor del mejor jugador en los 74 años que tiene la liga profesional de este deporte en los Estados Unidos.
Pero para lograr eso, y como si fuera una ley que hace parte de las grandes biografías, también hubo sacrificios. En una entrevista en The Dan Le Batard Show with Stugotz, Jason Hehir, director de The Last Dance (el último baile), serie documental de Netflix sobre la vida y el legado de Michael Jordan y su equipo de los años 90, afirmó que “cuando estaba en high-school, entre el año de sophomore y el de senior, su entrenador dio con la manera de llevarlo a un campus que estaba lleno de reclutas de cinco estrellas y lo hizo mintiendo sobre sus estadísticas. Trucó sus números, los mejoró, porque no estaba en el mapa de ningún cazatalentos. Jordan fue allí para estar una semana, que era lo que sus padres podían afrontar económicamente en ese momento, pero lo hizo tan bien en los primeros días que terminó siendo el MVP (Most Valuable Player, jugador más valioso) de todo el campus (…) Le rogaron que se quedase, que había más entrenadores de universidad que querían verle jugar y no habían podido, pero sus padres fueron taxativos: ‘No nos lo podemos permitir’. Así que le propusieron un trato a la familia: ‘Pagaremos por él si trabaja en la cocina y de camarero para los otros chicos’. Y ahí veías al MVP, primero sirviendo queso y frutas a los demás niños y luego superándolos en la pista”.
Atrás, pero no sin olvidar aquellos años, quedaron los suburbios de Brooklyn en los que creció. En la universidad, con los Tar Heels, se abrió paso al reconocimiento y las voces que vaticinaban que sería tan grande como él mismo se lo hacía saber a sus entrenadores. La relación con ese pequeño arco que al ser visto desde abajo se confunde con los anillos que pueden llevarnos más allá de los cielos se hizo mística y excepcional para los tiempos venideros.
Michael Jordan fue otro prodigio que surge como un designio del tiempo para engrandecer a los subestimados, a los ignorados. Aquellos que rompen arquetipos y cambian el rumbo de la historia son vistos como dioses en la tierra, son los superhombres de Nietzsche. “Esta noche, Dios se vistió de Michael Jordan”, dijo Larry Bird una noche que no fue cualquiera, del año 86, en que el jugador de los Bulls le marcó 63 puntos a los Celtics, que eran los campeones del momento. “Es más grande que el papa”, dijo un diario cuando Jordan estuvo con el equipo galáctico de los años 90 en París.
De 1984, año en el que llegó a los Chicago Bulls como una gran promesa, a 1998, año en el que se retiró de un partido en el que le sangraron los pies por jugar con la nueva marca de tenis de Nike, que había ganado millones de dólares con su imagen, y que le sangraron también como una sugerencia al fin de una época inolvidable y gloriosa para él y para un equipo que pasó de ser inadvertido en su ciudad a ser una estrella en las memorias del baloncesto mundial, Michael Jordan logró quedar campeón seis veces de la NBA (1991, 1992, 1993, 1996, 1997 y 1998); seis veces MVP de las finales (1991, 1992, 1993, 1996, 1997 y 1998); cinco veces MVP de la temporada (1988, 1991, 1992, 1996 y 1998), y ganador de dos medallas de oro olímpicas (Los Ángeles 1984, Barcelona 1992), entre otros logros y récords que hablan de un rendimiento deportivo superlativo, que estuvo fuera de serie para su tiempo y marcó una era dorada en el baloncesto.
Cada logro es una cifra que queda para los que estudian las estadísticas y ven en ellas el triunfo; para los aficionados y la historia en general quedan las imágenes en las que parece que vuela para alcanzar el beneplácito de los cielos, en los que el balón se desprende y él queda como un bailarín en la cancha. Quedan los videos de cestas que parecen no acabar, que son pequeños fragmentos de una obra magna, de una historia que se talló en oro y dejó una huella más grande que los zapatos que ha calzado siempre y son apenas una parte constituyente de su grandeza.