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Solo un fanático de la mejor cepa recuerda la identidad del portero inglés que se coronó campeón del mundo en 1966. En cambio, basta la más elemental formación futbolística para saber quién custodió el arco cuatro años más tarde, cuando los inventores del fútbol cayeron prematuramente en cuartos de final frente a sus tradicionales verdugos alemanes. Y, sin embargo, se trata de una misma y sola persona: un hombre de 1.83 de altura, peinado con un corte tipo Beatle, discreto y perturbadoramente flaco, cachetón, de mirada huidiza, con una amplia sonrisa siempre a flor de labios y un nombre insuperable para encarnar al millonario malévolo de una película del agente 007: Banks, Gordon Banks, nacido el 30 de diciembre de 1937, hace 85 años. Un hombre que, con la mejor jugada, en el mejor mundial, derrotó a un rey, al rey Pelé. (Recomendamos: Siga los detalles de los homenajes a Pelé tras su muerte a los 82 años de edad).
No solo por la alta calidad de fútbol que se exhibió sino también porque fue el primero en transmitirse en vivo y en directo por televisión a color, el de México 70 es considerado por doctos y paganos, eruditos y diletantes, cronistas y jugadores, como la mejor justa mundialista hasta ahora. Y la primera en convocar masivamente a ese espécimen entonces incipiente y rarísimo: el turista del fútbol. O, mejor: el turista de la Copa del mundo, atraído ciegamente por el aroma de la lujosa culinaria del balón. De modo que la gruesa alameda de la capital fue acaparada por un elenco de personajes dementes: alemanes en sandalias sobre calcetines que se chocaban con grupos itinerantes de italianos fatigados de los burritos y en extasiada cacería de una pizza que a su vez se revolvían con pandillas de peruanos extraviados y orgullosos por primera vez de su camiseta bicolor que se emborrachaban con comandos soviéticos que, mientras vaciaban una botella entera de tequila de un solo trago, se burlaban de las cuadrillas de translúcidos suecos agolpados bajo la sombra de un jacaranda embadurnándose la piel con toneladas de bloqueador solar, pero todos ellos –latinoamericanos y europeos- quedaban estupefactos ante los ríos interminables de brasileños enloquecidos de gloria que venían a ver de primera mano la ansiada subida al olimpo de su monarca negro. Y en medio de esa extraña marmita ecuménica, las tiendas de chucherías estaban a reventar de niños dando alaridos y haciendo pataleta para que sus padres les compraran un sombrero de ala ancha de paja y poder así disfrazarse de Juanito, la simpática mascota del certamen: un ensombrerado muchachito de once años vestido con la remera verde de la selección mexicana y con ojos achinados debido a una clamorosa y bien plantada sonrisa. (¿Y los franceses? No había en varios kilómetros a la redonda ni un solo francés refunfuñando y enarbolando con furia una desactualizada Guide Michelin: en un acto de gentileza a la francesa, los galos no se calificaron para el mundial, y también por eso fue un mundial tan feliz, tan colorido, tan poco francés).
No solo colorido y feliz, también homicida: alcanzó el promedio de casi tres goles por partido, una escandalosa y bellísima barbaridad. Mientras el del 66 equivale en términos bélicos a una aburrida guerra de trincheras, con monótonos y estúpidos ataques respondidos posteriormente con predecibles contrataques, el del 70 estuvo compuesto por ráfagas ininterrumpidas de la más refinada blietzkrieg. Los descendientes de Moctezuma proscribieron de su territorio el pensamiento defensivo por considerarlo contrario a la esencia de los emplumados guerreros del vasto y remoto imperio mexica, y el entrenador que no alineara por lo menos a cuatro punteros era considerado, no ya un cobarde, sino un abominable traidor al arte. Del 66, digámoslo de una manera prosaica para estar al punto con el espíritu que imbuyó ese mundial, es muy poco lo rescatable: si acaso el gol fantasma, cuyo mérito es más escénico que deportivo. (Mención aparte merecen, aunque no aprobatoriamente, los carniceros portugueses que quisieron arrancarle las piernas a Pelé para luego subastarlas en el mercado negro).
En el del 70, por el contrario, todo es rescatable: quedó demostrado, para la posteridad, que el 10 de Brasil, Pelé, como ya se sospechaba, no era un simple mortal, sino un rey de sangre azul; cuando los teutones presenciaron al feroz káiser Beckenbauer correr y saltar y rodar por el pasto con un brazo herido en cabestrillo, comprendieron los groseros errores en defensa por los cuales habían perdido cantidad de guerras; los uruguayos certificaron, una vez más, por qué todos les tienen miedo: hay que hipotecar el alma para ganarles; los peruanos, jalonados por el exquisito cañonero Teófilo Cubillas, incluyeron sus nombres en el catálogo de los grandes equipos mundialistas; la espléndida reverberación de aquella semifinal no apta para pacientes con marcapasos en la que Italia y Alemania metieron goles como si se tratara de un partido de barrio; pero por sobre todas las cosas, la impecable coreografía de los vencedores: la potencia taurina de Jairzinho, la alegría de Gerson, la inverosímil inteligencia de Tostão, la picardía de Rivelino, en fin, la magia no aburrida de esos once delicados hombres que descrestaron a los más incrédulos y entronizaron al fútbol, con admirable soberbia, como el deporte más bello del orbe, y acaso el único genuinamente universal. Por todo eso es que resulta sorprendente que la estampa de Banks, la de su atajada impar, haya quedado como una huella indeleble del fútbol que se jugó a lo largo de ese mes: fútbol del bueno, del ofensivo.
A los diez minutos del partido de primera ronda disputado por Brasil e Inglaterra, ocurrió el milagro. Con un sol de justicia y un cielo injuriosamente azul, el lateral y capitán de la Canarinha Carlos Alberto le metió un pase en profundidad a Jairzinho, que se apoderó de la banda derecha con una explosividad inaudita, dejando al marcador inglés resoplando y viendo estrellas, y tambaleándose en el abismo de la cancha metió un centro inmejorable, una parábola de 25 metros minuciosamente calibrada que atravesó casi toda el área grande y fue a rebotar contra la frente de Pelé, que llevaba suspendido en el aire una eternidad en uno de sus característicos y maravillosamente serenos saltos. Levitando como una pluma, Pelé le propinó a la pelota un cabezazo que siguió a pie juntillas el decálogo del gol ineludible: esquinado y contra el piso para que la pelota pique antes de llegar al arco. El movimiento sísmico de su cabeza le imprimió tanta fuerza y tanta maestría al balón, que el mismo Pelé, al tocar de nuevo el césped con la planta de sus pies, estiró sus brazos al cielo como dos largos mástiles y gritó eufóricamente gooool –en portugués, claro-, como también gritaron todos los suertudos notarios de aquella mañana hirviente –cada cual en su propia lengua, claro, no todos en portugués-. Pero míster Banks no iba a consentir semejante insolencia, de manera que resolvió dar dos pasos al costado con agresiva elegancia aristocrática y, con un salto intrépido en el que su cuerpo se curvó como el lomo de un gato al doblar una esquina, sacó la pelota que estaba a punto de ingresar a la eternidad con un zarpazo firme de su guante derecho.
En el terreno, casi a la altura del punto de pena máxima, sin entender lo que acaba de pasar, Pelé se coge la cabeza, Tostão, a poca distancia, se coge la cabeza, y unos metros más lejos, a la vera del campo, el risueño Juanito también se coge la cabeza. Todos los asistentes se cogen la cabeza y se frotan los ojos, pues acaban de presenciar la derrota –efímera, sí: pero derrota en fin de cuentas- del rey considerado imbatible en el mano a mano. Para completar la escena, el fulgor del sol le inculca una vena mítica: la luz de oro que se queda pegada sobre la grama, trepidante, como una lámina dorada sobre una laguna sin fondo. Las pocas nubes estoicas que merodeaban los alrededores del estadio, de golpe, se desinflan. En sus asientos, los aficionados devotos se persignan mientras que por las avenidas se esparce el eco de un frémito bronco que estremece el corazón de los muertos y pone a temblar el esqueleto de los vivos.
Enfundado en un buzo azul, el falsamente manso Banks viene de pulverizar las leyes milenarias de la física y la razón. “El hombre acorralado se vuelve elocuente”, escribió George Steiner, y un lector suspicaz no dudaría en pensar que lo hizo teniendo en mente la hazaña de su compatriota. Banks saltó impulsado por una deuda acumulada durante varios decenios: la de los porteros, que es la misma que la de los menospreciados. Si se gana, es a pesar de ellos; si se pierde, por culpa de ellos. Bajo el larguero, asumen su destino solitario de centinela cuyo oficio principal es mantenerse despierto en la cima de la muralla, siempre atentos, inmersos en las más espesas y espantosas tinieblas, a fin de advertir el oculto ataque del enemigo. El guardián está solo, irremediable, atrozmente solo, pero su soledad sostiene la del resto de sus compañeros: es la trágica pureza de la estirpe de los de Banks.
Considerado por muchos años el mejor portero del mundo, a Banks se le recuerda vertebralmente por esos segundos de paraíso en que comprobó que los dioses también sangran. Para goce del público que se derretía de calor en las gradas, el murmillo de ébano y el reciario de algodón resucitaron los viejos combates a muerte de los gladiadores romanos. Solo que, en esta ocasión, en flagrante contradicción con las leyes de dolor que rigen la inmortal arena del coliseo, había perdido el mejor de todos.
Una vez concluido el lance, el vencedor se sacudió el polvo de la pantaloneta y retornó a su plácida tranquilidad de arquero inglés.
Gracias a la final de aquel mundial, el tierno Pasolini dijo haber entendido la diferencia entre el fútbol de prosa (Italia) y el de poesía (Brasil). Lo más curioso es que tal vez el mejor verso de aquella larga y demencial y casi perfecta sinfonía lo escribieron al alimón la cabeza del rey Pelé y las manos del noble Banks, cuyo irracional salto logró evitar el gol que no se podía evitar.
* Periodista en La No Ficción (@lanoficcion). Contacto: tomas.u@lanoficcion.com