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“¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales”: Eduardo Galeano.
La pelota de fútbol es redonda como el mundo: azotada por los pies de los que juegan a vivir, se debate en la dictadura de los colores y resulta sometida, con la rapidez del rayo, al dominio de algún emperador fugaz. También son redondas las barrigas de los que engullen pedazos de la tierra, atesorando riquezas, desde la grada, para observar cómo puede hacerse sudar una camiseta. Eso del sudor es pura teoría para ellos. Verdes los billetes como la grama de un estadio. (Recomendamos: Siga los detalles de Catar 2022 a través de El Espectador).
En la cancha de los espectáculos se juega la libertad de los países. La hinchada se inflama y revienta en los puntos cardinales de la euforia. Para muchos, ¿qué puede ser la patria sino un equipo? En el barrio, para nuestra fortuna, con los pies desnudos, anarquistas del balón hacen danzar el planeta con la gracia de un ángel rebelde, ligero y prófugo como el cometa sin cola que repica en sus rodillas, divide el viento con su vuelo temerario y se infiltra en el imperio enemigo para perforar el aire. Enciende lágrimas y cantos en un solo movimiento. Solo el canto es verdadero, lo he dicho en otro lugar. Antes de morir, Sócrates cantó porque, como buen maestro, sabía que no hay nada que enseñar. El fútbol despierta el canto, eso es tan cierto como que en la cancha se puede jugar el destino de un país.
Decretemos que el balón es un cometa sin cola, fugaz como la gloria y nosotros corremos del vientre a la tumba a la manera de un jugador ansioso, con el deseo de romper el aire, de vencer el tedio. Sudamos porque somos una llama desbocada en este gran juego en el que aparecemos y desaparecemos sin tiempos extra. Pero, ¿qué sabemos nosotros de sudar la camiseta?
Si en el 42, en Kiev, ocupada por las hordas nazis, el huracán Klimenko, luego de tener a la audiencia en vilo con un gol casi hecho, disparó el balón hacia las gradas para humillar a un equipo de alemanes bien entrenados, miembros de las temidas fuerzas aéreas del Tercer Reich y reforzados con la ayuda de futbolistas profesionales de Baviera. Su equipo, apocado por el hambre, compuesto por prisioneros de guerra, se negó a perder ante los nazis a pesar de las amenazas de muerte y la infame actuación del árbitro que pasó por alto el juego sucio de empujones y faltas de los alemanes que no soportaban ver cómo caían sus mejores equipos fulminados por unos ucranianos que se negaban a saludar a Hitler antes de iniciar los encuentros. Solo tres de los jugadores sobrevivieron a las torturas que les aplicaron los invasores por levantar la cara en nombre de su pueblo. Los sobrevivientes luego fueron juzgados por el bigote de Stalin, señalados de colaborar con el ejército enemigo al mezclarse en eventos deportivos. Se les concedió un perdón secreto.
No hubo tiempo extra para los ucranianos torturados y asesinados por los nazis porque el balón del mundo, como un dado redondo, no para de girar y la victoria es mezquina y huidiza. En la extravagancia de los estadios más modernos se juega algo más que un partido, juegan más personas que los futbolistas: juegan presidentes, dictadores, soldados y millonarios. Que no se olvide que el único mundial que ha organizado la república argentina fue acompañado por la dictadura del general Jorge Rafael Videla.
La selección anfitriona levantó la copa del triunfo, pero perdieron su derecho a un tiempo extra los 50 nuevos desaparecidos que registró el mes del certamen, torturados apenas a setecientos metros del Monumental. Se cuenta que muchos de los prisioneros fueron paseados por las calles de la ciudad para convencerlos de que no se cancelaría ni un minuto de la euforia colectiva por su ausencia. En los carnavales también se llora y el pitazo final de nuestro tiempo puede venir de la exhalación de un árbitro borracho y loco. No se podría decir, con más exactitud, que nuestro paso por la tierra es aterradoramente arbitrario.
No hay fútbol sin política, no hay política sin fútbol. Está claro. Ucranianos y argentinos fueron expulsados de la vida con la tarjeta roja de la tortura por los bigotes de Hitler y Videla. ¿Qué pasa con esos sombreros de la boca? ¿Son una especie de distintivo de malignidad? Espero que no en todo los casos porque, desde ahora en adelante, no veré de la misma manera a los hombres con ese afeite sospechoso. Que nadie se lo tome personal. En la cancha se juega, dicen, los rencores van afuera. No solo se debe desconfiar de los bigotes. ¿Qué decir de las barbas?
Y aquí, sin darme cuenta, me anoté un autogol, aunque quiero pensar que llevo una barba justa y libre de prejuicios. Pensemos en las barbas cataríes, en los bigotes de los jeques, en los obreros que perdieron por W, o walkover, el juego de la vida para que se construyeran, a toda marcha, los estadios que Catar no tenía. Tampoco hubo tiempo extra para ellos como no lo hay para nadie. Está bien. Todo es como debe ser, el juego avanza, nos derretimos en el sudor, besamos la gloria en la mejilla y luego nos toca el retiro. Solo queda esperar el pitazo final y jugar como esos ángeles prófugos que tienen el extrañísimo don de acariciar y patear al mismo tiempo para seducir a la victoria con su baile hipnótico.