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                                                                                                                                Catar 2022: No hay fútbol sin política, no hay política sin fútbol

                                                                                                                                Un escritor y sociólogo analiza los factores historico-políticos que operan detrás de un Mundial.

                                                                                                                                Juan Sebastián Fajardo Devia

                                                                                                                                Hinchas de Uruguay animan hoy, en un partido de la fase de grupos del Mundial de Fútbol Qatar 2022 entre Uruguay y Corea del Sur, en el estadio Ciudad de la Educación en Rayán (Catar).
                                                                                                                                Foto: EFE - José Méndez
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                La pelota de fútbol es redonda como el mundo: azotada por los pies de los que juegan a vivir, se debate en la dictadura de los colores y resulta sometida, con la rapidez del rayo, al dominio de algún emperador fugaz. También son redondas las barrigas de los que engullen pedazos de la tierra, atesorando riquezas, desde la grada, para observar cómo puede hacerse sudar una camiseta. Eso del sudor es pura teoría para ellos. Verdes los billetes como la grama de un estadio. (Recomendamos: Siga los detalles de Catar 2022 a través de El Espectador).

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Decretemos que el balón es un cometa sin cola, fugaz como la gloria y nosotros corremos del vientre a la tumba a la manera de un jugador ansioso, con el deseo de romper el aire, de vencer el tedio. Sudamos porque somos una llama desbocada en este gran juego en el que aparecemos y desaparecemos sin tiempos extra. Pero, ¿qué sabemos nosotros de sudar la camiseta?

                                                                                                                                Si en el 42, en Kiev, ocupada por las hordas nazis, el huracán Klimenko, luego de tener a la audiencia en vilo con un gol casi hecho, disparó el balón hacia las gradas para humillar a un equipo de alemanes bien entrenados, miembros de las temidas fuerzas aéreas del Tercer Reich y reforzados con la ayuda de futbolistas profesionales de Baviera. Su equipo, apocado por el hambre, compuesto por prisioneros de guerra, se negó a perder ante los nazis a pesar de las amenazas de muerte y la infame actuación del árbitro que pasó por alto el juego sucio de empujones y faltas de los alemanes que no soportaban ver cómo caían sus mejores equipos fulminados por unos ucranianos que se negaban a saludar a Hitler antes de iniciar los encuentros. Solo tres de los jugadores sobrevivieron a las torturas que les aplicaron los invasores por levantar la cara en nombre de su pueblo. Los sobrevivientes luego fueron juzgados por el bigote de Stalin, señalados de colaborar con el ejército enemigo al mezclarse en eventos deportivos. Se les concedió un perdón secreto.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                No hay fútbol sin política, no hay política sin fútbol. Está claro. Ucranianos y argentinos fueron expulsados de la vida con la tarjeta roja de la tortura por los bigotes de Hitler y Videla. ¿Qué pasa con esos sombreros de la boca? ¿Son una especie de distintivo de malignidad? Espero que no en todo los casos porque, desde ahora en adelante, no veré de la misma manera a los hombres con ese afeite sospechoso. Que nadie se lo tome personal. En la cancha se juega, dicen, los rencores van afuera. No solo se debe desconfiar de los bigotes. ¿Qué decir de las barbas?

                                                                                                                                Y aquí, sin darme cuenta, me anoté un autogol, aunque quiero pensar que llevo una barba justa y libre de prejuicios. Pensemos en las barbas cataríes, en los bigotes de los jeques, en los obreros que perdieron por W, o walkover, el juego de la vida para que se construyeran, a toda marcha, los estadios que Catar no tenía. Tampoco hubo tiempo extra para ellos como no lo hay para nadie. Está bien. Todo es como debe ser, el juego avanza, nos derretimos en el sudor, besamos la gloria en la mejilla y luego nos toca el retiro. Solo queda esperar el pitazo final y jugar como esos ángeles prófugos que tienen el extrañísimo don de acariciar y patear al mismo tiempo para seducir a la victoria con su baile hipnótico.

                                                                                                                                Hinchas de Uruguay animan hoy, en un partido de la fase de grupos del Mundial de Fútbol Qatar 2022 entre Uruguay y Corea del Sur, en el estadio Ciudad de la Educación en Rayán (Catar).
                                                                                                                                Foto: EFE - José Méndez
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                La pelota de fútbol es redonda como el mundo: azotada por los pies de los que juegan a vivir, se debate en la dictadura de los colores y resulta sometida, con la rapidez del rayo, al dominio de algún emperador fugaz. También son redondas las barrigas de los que engullen pedazos de la tierra, atesorando riquezas, desde la grada, para observar cómo puede hacerse sudar una camiseta. Eso del sudor es pura teoría para ellos. Verdes los billetes como la grama de un estadio. (Recomendamos: Siga los detalles de Catar 2022 a través de El Espectador).

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Si en el 42, en Kiev, ocupada por las hordas nazis, el huracán Klimenko, luego de tener a la audiencia en vilo con un gol casi hecho, disparó el balón hacia las gradas para humillar a un equipo de alemanes bien entrenados, miembros de las temidas fuerzas aéreas del Tercer Reich y reforzados con la ayuda de futbolistas profesionales de Baviera. Su equipo, apocado por el hambre, compuesto por prisioneros de guerra, se negó a perder ante los nazis a pesar de las amenazas de muerte y la infame actuación del árbitro que pasó por alto el juego sucio de empujones y faltas de los alemanes que no soportaban ver cómo caían sus mejores equipos fulminados por unos ucranianos que se negaban a saludar a Hitler antes de iniciar los encuentros. Solo tres de los jugadores sobrevivieron a las torturas que les aplicaron los invasores por levantar la cara en nombre de su pueblo. Los sobrevivientes luego fueron juzgados por el bigote de Stalin, señalados de colaborar con el ejército enemigo al mezclarse en eventos deportivos. Se les concedió un perdón secreto.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                No hay fútbol sin política, no hay política sin fútbol. Está claro. Ucranianos y argentinos fueron expulsados de la vida con la tarjeta roja de la tortura por los bigotes de Hitler y Videla. ¿Qué pasa con esos sombreros de la boca? ¿Son una especie de distintivo de malignidad? Espero que no en todo los casos porque, desde ahora en adelante, no veré de la misma manera a los hombres con ese afeite sospechoso. Que nadie se lo tome personal. En la cancha se juega, dicen, los rencores van afuera. No solo se debe desconfiar de los bigotes. ¿Qué decir de las barbas?

                                                                                                                                Y aquí, sin darme cuenta, me anoté un autogol, aunque quiero pensar que llevo una barba justa y libre de prejuicios. Pensemos en las barbas cataríes, en los bigotes de los jeques, en los obreros que perdieron por W, o walkover, el juego de la vida para que se construyeran, a toda marcha, los estadios que Catar no tenía. Tampoco hubo tiempo extra para ellos como no lo hay para nadie. Está bien. Todo es como debe ser, el juego avanza, nos derretimos en el sudor, besamos la gloria en la mejilla y luego nos toca el retiro. Solo queda esperar el pitazo final y jugar como esos ángeles prófugos que tienen el extrañísimo don de acariciar y patear al mismo tiempo para seducir a la victoria con su baile hipnótico.

                                                                                                                                Por Juan Sebastián Fajardo Devia

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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