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En el lobby del hotel Campanile Reims Est, de Taissy, una población pequeña en el norte francés, tres periodistas esperan a Julian Alaphilippe. Mientras aguardan se ve en el televisor la repetición de un Raymond Poulidor vestido de amarillo, algo que nunca pudo hacer como ciclista, abrazando al nuevo líder del Tour. El excorredor, con sus 83 años delatados por el blanco del pelo, envuelve con sus brazos cortos al hombre del Deceuninck Quick Step.
De repente, Alaphilippe entra por una puerta giratoria y los integrantes del equipo que no pudieron compartir con él recién terminó la tercera etapa aplauden y sacan una botella de champán, un par de copas, y lo convidan para que brinde. Julian arquea los labios y esboza una sonrisa tan grande como la dicha que tiene de llevar el maillot que todos quieren. “Ha sido una vida de sacrificios”, apunta uno de los mecánicos de la escuadra belga balbuceando el español, quizá porque lo ha aprendido del argentino Maximiliano Richeze.
Pero no hay tiempo de festejar, pues mientras dialogan aparece un hombre alto y magro y le dice a Julian que tiene que irse. ¿Por qué? “No le han hecho el masaje. Es necesario luego del esfuerzo para que luego no sufra”, aclara Sylvain Chavanel, excorredor que también fue líder del Tour de Francia (2010) y que se retiró el año pasado en los Campos Elíseos con un sencillo pero emotivo homenaje que le brindó el lote. Ahora, trabajando para el diario L’Equipe, Chavanel recuerda los comienzos de Alaphilippe en el bicicrós, su potencia para los cambios de ritmo y la energía inagotable que tenía entonces, que parece perdurar en los instantes en los que otros desfallecen.
Julian es hijo de un baterista de orquesta, le encanta la percusión y escucha reguetón cuando está en la concentración del Deceuninck. Le gusta J Balvin y se sabe una que otra de sus canciones, así no entienda la letra. Por inercia, la repite y mantiene el ritmo. Julian estudió solfeo, pero su padre tuvo que sacarlo porque era muy hiperactivo y molestaba a los demás niños. No terminó la escuela como los otros, pues al ser muy inquieto no estaba rindiendo y tuvo que hacerlo a distancia, de mala gana, porque, como decía su padre, “es lo primero para ser alguien en la vida”.
Después de acabar sus estudios le dio por ser mecánico de bicicleta y vender bicicletas, y sin tiempo en el día, entrenaba en las noches por las calles de Saint-Amand-Montrond. Quería dinero extra porque tenía la fantasía de comprar un Porsche, porque le fascinaban la fiesta, la música y el ruido, y su papá no patrocinaba lo que él consideraba una haraganería. Alaphilippe era un personaje que se la llevaba bien con la noche, que madrugaba poco y que sin dedicación alguna seguía triunfando en el bicicrós. Hizo parte del Saint-Germain-en-Laye, equipo de las Fuerzas Armadas de Francia, para poder ganar 1.300 euros al mes y tener las garantías prestacionales de cualquier trabajo (con ellos fue subcampeón del mundo en la categoría júnior).
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Aún hoy, con 27 años, con un título de la Flecha Valona, luego de perder varias veces con Alejandro Valverde, Julian sigue atraído por la fiesta. “Le agrada, y mucho. El año pasado, en una concentración de la escuadra belga en España, llegó a las siete de la mañana cuando el resto de sus compañeros bajaban a desayunar. De inmediato lo expulsaron y lo sentenciaron: o te aplicas o te vas”, cuenta un periodista francés. Pero eso no parece importarle, tampoco que todo el mundo lo sepa. Él sigue igual, con su rock and roll en el rodillo y con el reguetón y la electrónica en los traslados.
Alaphilippe parece una rockstar: disfruta las multitudes, siempre vestido a la moda y con una barba candado que bien podría camuflarse como uno. Pero a pesar de ser tan irreverente, lo personal, lo muy suyo, lo guarda y lo protege tanto que no deja que nadie lo escarbe. Como, por ejemplo, que su padre tiene en estos momentos quebrantos de salud y por eso, al cruzar la meta en Epernay, aparecieron lágrimas. Sí, hubo emoción por el triunfo, al igual que nostalgia por el viejo. Y ambas cosas se combinaron y lo derrumbaron, y no pudo ocultar la melancolía ante las cámaras.
“Mejor ni le preguntes por eso, porque no te vuelve ni a mirar”, dice a manera de advertencia un conductor del Deceuninck, que sabe de la buena memoria de Alaphilippe para los rostros, mas no para los nombres. Al otro día, antes de la salida de la cuarta etapa de la carrera, el pedalista local baja las escaleras de amarillo y, con una elegancia que no parece descomponerse, saluda a la multitud que se ha postrado al lado del bus, a pleno rayo del sol. El recibimiento es similar al de una estrella, pues, por ahora, es la persona más famosa, no solo en la tierra de los reyes (Reims), sino en todo el país. Un rockanrolero que anda en bicicleta, primordialmente, por pura diversión.