Cochise Rodríguez ayudó a cambiar el reglamento del Giro de Italia
En la década de los 70 no era posible bajar al carro para abastecerse antes de los 100 km, por lo que los gregarios paraban en tiendas y tomaban lo que podían para llevarles a sus líderes.
Camilo Amaya
Eran épocas de usar gorra en vez de casco, de bicicletas pesadas, de pedalear también apoyado en el torso y los hombros para imprimirle fuerza a una máquina a la que no le bastaba con la energía de las piernas.
Era la década de los 70, de las batallas entre el belga Eddie Merckx y el italiano Fausto Bertoglio; el primero elegante y potente, el segundo más desordenado en su manera de montar, pero bastante eficiente.
En ese entonces lo anímico podía ser equivalente a lo físico, por lo que los directores de los equipos que corrían el Giro de Italia buscaban, más allá de tener un líder fuerte, un hombre o unos hombres portentosos, que subieran con facilidad, pero que en el llano pudieran acelerar sin problemas.
Por eso Martín Emilio Cochise Rodríguez fue tan bien recibido en el Bianchi Campagnolo cuando fue forzado a pasar al profesionalismo, luego de la desilusión de no estar en los Juegos Olímpicos de Múnich, en 1972. Jean Carlo Ferreti, un director perspicaz, inteligente, a veces un poco malgeniado (con él mismo más que todo) vio en el antioqueño al ciclista perfecto para una misión desgastante, para una tarea fatigosa que, sumada a lo agreste de la competencia, podría dejar a cualquiera fuera.
“En esa época no se podía bajar al carro antes de los 100 kilómetros. Entonces si el ritmo era fuerte y a uno se le acaba el líquido tocaba buscar como fuera para evitar una deshidratación”.
Por eso era normal ver a un grupo de seis o siete pedalistas quedarse en la parte de atrás del lote principal, bajarse de las bicicletas luego de un acuerdo de palabra y entrar a las tiendas que colindaban con la carretera. Allí, sin mediar palabra con el dueño del establecimiento, abrían las neveras y sacaban refrescos de naranja, de limón, todo lo que estuviera embotellado.
“Tranquilo señor, el director del Giro paga todo, no se preocupe”. El recurrente suceso, que más bien parecía un robo, empezó a generar discordia en la Federación Italiana de Ciclismo, que recibía cartas en las que las cuentas aumentaban a cientos de liras (moneda italiana), en las que se pedía cancelar cuanto antes lo que había sido consumido.
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“Una vez fue tanto el afán que ni siquiera entramos a la tienda, sino que nos subimos a un carro que estaba abasteciendo el lugar y empezamos a tirar botellas de todos lo colores para que abajo las tomaran los compañeros. Creo que nos grabaron y todo, porque era curioso ver a un par de ciclistas en lo más alto de un camión sacando los envases de las canastas”.
De esa forma Martín Emilio salvó muchas veces a su capo, Felice Gimondi, un italiano que racionaba poco y que tomaba líquido de manera desenfrenada. Por eso era que Cochise no figuraba tanto, porque además de ponerse por delante de su jefe, debía detenerse y volver a arrancar con todas sus fuerzas para que la brecha que había con el pelotón no se hiciera inalcanzable.
“Tocaba a tope, porque a veces aceleraban los de adelante sin saber lo que estábamos haciendo los de atrás. Ese voleo era muy berraco. Después de 1976, la Federación modificó ese parágrafo, cansada de tener que pagar por aquí y por allá, y se bajó a 50 km”.
Además de eso, Cochise tenía otra misión, un poco más oculta, más silenciosa. Cuando la vía se empinaba, la orden era que primero se pusiera por delante de Gimondi y luego, cuando el italiano empezara con ese vaivén exagerado del que va sufriendo para aguantar el ritmo, que se hiciera a un lado de su jefe de filas para que este se pudiera impulsar con su pierna y tomar otra vez cadencia.
Y eso era varias veces, de una manera sigilosa para que los comisarios no lo notaran, un esfuerzo caníbal de uno, un traspaso de energía al otro. Sucedió en el ascenso al Monte Carpegna, en el Monte Generoso, lugares en los que la verdadera batalla es contra uno mismo, contra la fatiga.
“Cuando hablo de esto me acuerdo de un dicho que dice así: si quieres saber cuánto tu amigo camina, para y orina. Yo tenía 31 años, no era como los demás que apenas alcanzaban los 25. Y, sí, puede que eso haya mermado mi figuración (ganó dos etapas: la 15 en 1973 y la 19 en 1976), pero era mi trabajo y aunque el cuerpo estuviera herido, no podía dejar que el orgullo también”.
Ese era el ciclismo de antes, el que envolvía cosas como estas que parecían lejanas de la competencia, pero que de una u otra forma alteraban su curso, dándole a este deporte la grandilocuencia que tiene hoy en día.
Por: Camilo Amaya
En twitter @CamiloGAmaya
*Texto publicado en mayo de 2019
Eran épocas de usar gorra en vez de casco, de bicicletas pesadas, de pedalear también apoyado en el torso y los hombros para imprimirle fuerza a una máquina a la que no le bastaba con la energía de las piernas.
Era la década de los 70, de las batallas entre el belga Eddie Merckx y el italiano Fausto Bertoglio; el primero elegante y potente, el segundo más desordenado en su manera de montar, pero bastante eficiente.
En ese entonces lo anímico podía ser equivalente a lo físico, por lo que los directores de los equipos que corrían el Giro de Italia buscaban, más allá de tener un líder fuerte, un hombre o unos hombres portentosos, que subieran con facilidad, pero que en el llano pudieran acelerar sin problemas.
Por eso Martín Emilio Cochise Rodríguez fue tan bien recibido en el Bianchi Campagnolo cuando fue forzado a pasar al profesionalismo, luego de la desilusión de no estar en los Juegos Olímpicos de Múnich, en 1972. Jean Carlo Ferreti, un director perspicaz, inteligente, a veces un poco malgeniado (con él mismo más que todo) vio en el antioqueño al ciclista perfecto para una misión desgastante, para una tarea fatigosa que, sumada a lo agreste de la competencia, podría dejar a cualquiera fuera.
“En esa época no se podía bajar al carro antes de los 100 kilómetros. Entonces si el ritmo era fuerte y a uno se le acaba el líquido tocaba buscar como fuera para evitar una deshidratación”.
Por eso era normal ver a un grupo de seis o siete pedalistas quedarse en la parte de atrás del lote principal, bajarse de las bicicletas luego de un acuerdo de palabra y entrar a las tiendas que colindaban con la carretera. Allí, sin mediar palabra con el dueño del establecimiento, abrían las neveras y sacaban refrescos de naranja, de limón, todo lo que estuviera embotellado.
“Tranquilo señor, el director del Giro paga todo, no se preocupe”. El recurrente suceso, que más bien parecía un robo, empezó a generar discordia en la Federación Italiana de Ciclismo, que recibía cartas en las que las cuentas aumentaban a cientos de liras (moneda italiana), en las que se pedía cancelar cuanto antes lo que había sido consumido.
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“Una vez fue tanto el afán que ni siquiera entramos a la tienda, sino que nos subimos a un carro que estaba abasteciendo el lugar y empezamos a tirar botellas de todos lo colores para que abajo las tomaran los compañeros. Creo que nos grabaron y todo, porque era curioso ver a un par de ciclistas en lo más alto de un camión sacando los envases de las canastas”.
De esa forma Martín Emilio salvó muchas veces a su capo, Felice Gimondi, un italiano que racionaba poco y que tomaba líquido de manera desenfrenada. Por eso era que Cochise no figuraba tanto, porque además de ponerse por delante de su jefe, debía detenerse y volver a arrancar con todas sus fuerzas para que la brecha que había con el pelotón no se hiciera inalcanzable.
“Tocaba a tope, porque a veces aceleraban los de adelante sin saber lo que estábamos haciendo los de atrás. Ese voleo era muy berraco. Después de 1976, la Federación modificó ese parágrafo, cansada de tener que pagar por aquí y por allá, y se bajó a 50 km”.
Además de eso, Cochise tenía otra misión, un poco más oculta, más silenciosa. Cuando la vía se empinaba, la orden era que primero se pusiera por delante de Gimondi y luego, cuando el italiano empezara con ese vaivén exagerado del que va sufriendo para aguantar el ritmo, que se hiciera a un lado de su jefe de filas para que este se pudiera impulsar con su pierna y tomar otra vez cadencia.
Y eso era varias veces, de una manera sigilosa para que los comisarios no lo notaran, un esfuerzo caníbal de uno, un traspaso de energía al otro. Sucedió en el ascenso al Monte Carpegna, en el Monte Generoso, lugares en los que la verdadera batalla es contra uno mismo, contra la fatiga.
“Cuando hablo de esto me acuerdo de un dicho que dice así: si quieres saber cuánto tu amigo camina, para y orina. Yo tenía 31 años, no era como los demás que apenas alcanzaban los 25. Y, sí, puede que eso haya mermado mi figuración (ganó dos etapas: la 15 en 1973 y la 19 en 1976), pero era mi trabajo y aunque el cuerpo estuviera herido, no podía dejar que el orgullo también”.
Ese era el ciclismo de antes, el que envolvía cosas como estas que parecían lejanas de la competencia, pero que de una u otra forma alteraban su curso, dándole a este deporte la grandilocuencia que tiene hoy en día.
Por: Camilo Amaya
En twitter @CamiloGAmaya
*Texto publicado en mayo de 2019