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“Cuscas sacapapa”. Así les decían los niños de Arcabuco a Cayetano Sarmiento y Nairo Quintana por crecer en las montañas, por tener que trabajar el campo y por cultivar la papa para venderla los martes, día de mercado. Uno vivía cerca a Agua Varuna, en una pequeña casa agarrada con las uñas a la montaña, y el otro lo hacía unos cuantos kilómetros más arriba, en la vereda Concepción de Cómbita. Desde niños escarbaban la tierra hasta que se tornaba negra. Con el azadón picaban y limpiaban la maleza para dejar el cultivo lo más puro posible. Después hacían el camino por el cual ponían la larga hilera de semillas. En esa época ninguno contaba con tractor, por lo que la fuerza para abrir los senderos la ejercía una pareja de bueyes escoltados por sus padres.
Tomaban tres papas de diferentes tamaños y las escondían en el mismo hueco para jugar con las probabilidades.
—A ver cuál brota. Al menos una tiene que funcionar.
Esa fue la enseñanza para sembrar. Ya con las zanjas alineadas, tapaban el surco con las manos formando una pequeña elevación de tierra. Quitaban cualquier señal de verde que intentara colarse en el paisaje atezado y esperaban por meses hasta que apareciera una flor morada con centro amarillo como si tuviera un pequeño banano en el medio.
“Sabíamos de memoria cómo hacerlo. Si hoy nos dan un pedazo de tierra, el Nairo y yo podemos sacarle una buena carga de papa”, dice Cayetano. Se conocieron en la cancha de baloncesto olvidada que cada martes se transformaba en plaza. Sus padres vendían sus productos y ellos tenían que hacer los domicilios por todo el pueblo. Que vaya a la casa de los Malagón o a la de los Guzmán, todo en bicicleta. Esas fueron sus primeras pruebas. Pedaleaban contra los segundos para evitar una pela.
En el colegio Alejandro de Humboldt nació su amistad. Descubrieron que no sólo el campo los unía. Compartían otra pasión: el ciclismo. Ambos iban a clase en su bicicleta, desafiando la terquedad de sus padres, a quienes no les gustaba verlos rodando en la carretera en medio de tractomulas y camiones.
Empezaron a entrenar juntos. Salían de clases y se iban hasta Moniquirá y volvían al pueblo. Pincharon cientos de veces y sin un equipo adecuado tuvieron que apelar a la recursividad. Nairo era el encargado de buscar plantas largas y delgadas llamadas pitas, para envolver una parte del neumático y así formar un nudo sobre el pequeño orificio. Cayetano apretaba la goma con los dientes para que fuera más fácil amarrar el pedazo de rama. Se turnaban esa función, pues no era justo que uno solo quedara siempre con el sabor de caucho.
Con la avería arreglada tomaban la bomba de aire, inflaban la llanta y seguían su camino. Cuando la cadena o el tensor eran los que fallaban no había remedio. Tocaba regresar a casa caminando. Fortalecieron una amistad que terminó por convertirse en hermandad. Cayetano, cual hermano mayor (le lleva a Nairo tres años), le heredó su primer uniforme. Era verde, amarillo por la parte del sobaco y con unas rayas negras que hacían juego con la pantaloneta.
No tenía logo. Lo había obtenido a hacer un trueque en el salón con Héctor El Diablo, quien después de una semana de negociaciones aceptó a regañadientes unos guayos a cambio. Hasta ahí le llegó la pasión por el fútbol a Sarmiento. “Nairo era delgadito y pequeño, por lo que el uniforme le quedó gigante. Ese trapo vivió tanto que hasta Dáyer lo usó en sus comienzos”, cuenta Cayetano.
Los dos entrenaban con una cachucha para evitar la inclemencia del sol. A veces don Raúl, dueño de la bicicletería Ciclorama, les prestaba un casco. Era público, el que todos habían portado, una reliquia para Raúl, que predicaba el uso de protección en la cabeza y que, irónicamente, moriría años después al caerse y golpearse en una sien. Ese día olvidó su casco.
Nairo se vio obligado a dejar las gorras y protegerse en 2006 cuando un taxi lo arrolló, le rajó la cabeza y lo dejó inconsciente. “Don Luis me llamó a contarme que por poco le matan a su muchacho. Que estaba internado en el hospital San Rafael”, recuerda Rusbel Achagua, primer entrenador de Arcabuco.
Desde ese momento don Quintana obligó a su hijo a usar un casco que parecía más una totuma para sacar el agua. “Se veía como una tortuga ninja porque el casquito era verde”, dice Cayetano, hoy corredor del Team Colombia.
Durante años subieron hasta el Alto de Sote como preparación. A las afueras del pueblo, al frente de Villa Amparito, esperaban una tractomula y se le pegaban a la rueda para medir fuerzas. En una ocasión, un conductor asustado por los robos, frenó en seco y ambos fueron a dar contra la parte trasera. “Nos pegamos en la cabeza. Nairo se puso bravo y se fue a la caza del mulero para reclamarle. Él era así. Usted lo veía pequeñito, pero no se dejaba de nadie”, dice Sarmiento.
La rabia le ayudaba a que hiciera cierto tipo de combustión y pedaleara más rápido. Sus peleas con las mulas no pararon. En otra ocasión, ya entrenando con su hermano Dáyer, un conductor le frenó, sólo que esta vez el camión estaba repleto de varillas y el impacto contra las puntas de acero les dejó unas raspaduras en la cara. Tenso como un tambor, arrancó detrás del chofer, quien al verlo alegando y manoteando paró, se bajó con un barrote y lo persiguió para pegarle. Nairo lo insultó varias veces mientras acrobáticamente esquivaba los golpes.
Las batallas con los muleros ya son un recuerdo. Ahora, cuando lo ven rodando con el uniforme de Movistar, hacen sonar la bocina y se bajan para pedirle una foto.