Daniel Martínez y una vida dedicada al ciclismo
Esta es la historia del ciclista del Education First, quien ganó la etapa 13 del Tour de Francia 2020.
Camilo Amaya
Si no hubiera sido por el descuido de Alejandro Arenas, su mejor amigo en el colegio Carlos Albán Holguín de Bosa, en Bogotá, Daniel Martínez sería jugador de fútbol y no ciclista, o por lo menos habría intentado llegar al profesionalismo. Alejandro había quedado en recogerlo en la puerta de la casa para ir juntos a inscribirse en una escuela del barrio, pero ese domingo, el último día para anotarse en la lista, Arenas olvidó lo acordado. La inútil espera generó rabia y la cólera se transformó en zozobra. Apenas tenía 13 años, un amor por Atlético Nacional más grande que su cuerpo y la idea de vivir por siempre pegándole al balón.
Jeison, su hermano mayor, lo vio tan pesaroso y frustrado que lo invitó a montar bicicleta hasta el Alto de Rosas, para que el viento en la cara borrara esa nostalgia alimentada por varias horas y así apaciguar la pena. En silencio y obediente, Daniel se subió como pudo en una cicla de hierro que no tenía freno trasero, descarrilador ni tensor, y sin importar esas carencias se fue a practicar un ciclismo precario pero puro.
Ese día terminó con las manos llenas de grasa, pues cada vez que la carretera se inclinaba tenía que poner pie en tierra, soltar la rueda trasera, cambiar la cadena de piñón y arrancar de nuevo. Con esa disposición al sacrificio se ganó el respeto de Jeison y, de paso, cada repuesto que le sobraba a su hermano. Reciclando partes —usaba un marco para una persona de 1,80 metros de altura y él medía apenas 1,67—, Daniel tuvo una bici funcional para ir a la vereda San Miguel, subir a Patios o ir hasta La Calera.
En una de sus primeras salidas sin acompañante pisó un charco en un repecho y cuando intentó meter el tenis de nuevo en el calapié, la suela del zapato resbaló y se clavó unas puntillas que había detrás del pedal. El reguero de sangre que salía de su tobillo no lo asustó, pero sí lo alarmó, ya que el goteo era cada vez más intenso. Para ahuyentar el dolor, certero y profundo, pedaleó más rápido. Con más corazón que piernas llegó a la casa y haciendo las veces de enfermero se aplicó isodine para desinfectar la herida y se tapó como pudo con un esparadrapo que había en el improvisado botiquín. A la mañana siguiente se aseguró de tener bien ajustadas las correas y entrenó como si nada. La tortura lo educó, le enseñó en apenas unas cuantas montadas la dureza del ciclismo.
En ese momento el procedimiento engorroso de cambiar la relación no era necesario, pues Daniel andaba con la solidez de un motor en marcha utilizando un plato con 42 dientes sin importar el piñón. “Las piernas me daban y prefería no bajarme para no perderle la rueda a Jeison”.
Con cada kilómetro recorrido, el fútbol pasó a ser algo efímero, así como las idas a la tienda de Nelson Henao y Adriana Marín, donde ayudaba en las ventas a cambio de que lo dejaran ver los partidos de Nacional. Tampoco volvió a comerse los dulces, los Todo Rico y las galletas de leche que compraban sus padres, Guillermo y Blanca, para vender afuera de los colegios. Por el contrario, la necesidad de tener implementos deportivos despertó una astucia maliciosa.
Cuando su mamá se descuidaba, Daniel tomaba parte del surtido y lo comercializaba en el salón para tener una mesada. “Todo lo que ganaba lo invertía en uniformes, cascos, ruedas, lo que me hiciera falta”. Con unos ahorros compró una licra del equipo Astana en la ciclovía de Soacha. Le costó $70.000, un precio alto para sus posibilidades, pero bajo en comparación con los otros uniformes. “Quería esa porque en ese entonces Alberto Contador estaba en esa escuadra”.
Debutó de manera oficial en el circuito ciclístico del barrio Kennedy, en Bogotá, prueba que corrió con una bicicleta prestada.
“Yo lo he estado viendo, Daniel. Por eso le voy a apostar en la carrera. Pero con esa cicla no puede ganar. Yo le presto la mía”. Las palabras eran de Jesús, un conductor de la empresa Unión Comercial que vivía a pocas casas de los Martínez y que salía a montar con ellos cuando tenía tiempo. La bicicleta, marca Alubike, de aluminio y con cambios profesionales, le quedaba un poco grande a Daniel, por lo que fue necesario ajustar el sillín. Con la ayuda de Jeison bloquearon algunos piñones y un plato (por reglamentación de categorías menores, sólo se les permite correr con cierta relación) y se ubicaron en la salida. “No alcancé a pedalear 100 metros y ya estaba en el suelo”.
Le puede interesar: Daniel Martínez, el nuevo campeón de la crono en los Nacionales de Ruta.
Los raspones y morados no importaron; las abolladuras en la bicicleta, sí. El manubrio y el marco fueron las partes más afectadas de un tropiezo para el que aún hoy Daniel no tiene explicación. Conscientes de que Jesús les iba a cobrar cada peso de su costosa máquina, los hermanos Martínez llevaron lo que quedó de la cicla esperando la mayor muestra de indignación.
—Tranquilo, don Jesús. Yo le pago todo lo que tenga que meterle de nuevo.
—Fresco, pelao. Después miramos.
Daniel nunca pagó un peso, aunque después de poner la cara con coraje se dispuso a guardar cada centavo a la espera de que llegara la cuenta de cobro. Unos días después vio que Jesús había cambiado todo y que la bicicleta lucía más linda que antes. “Me dio mucha pena, pero ya qué podía hacer”. El problema de conseguir una bicicleta decente para practicar y competir quedó erradicado con el triunfo en los departamentales juveniles en 2011. Bajó las órdenes del exciclista Ferney Bello (su actual entrenador), ganó la ruta y la prueba contra el reloj. La Alcaldía de Soacha premió su constancia y legitimó su esfuerzo regalándole una cicla de aluminio marca Giant, de marco amarillo y tan liviana que era posible levantarla con unos cuantos dedos de la mano. “Aún tengo esa bici en la casa. No totalmente armada, porque cada vez que necesitamos un repuesto la vamos desguazando. Eso sí, el marco está intacto”, asegura Daniel.
El destino jugó con la complicidad involuntaria de este joven para alejarlo del fútbol y tenerlo hoy como el nuevo campeón del Critérium del Dauphiné.
Nota realizada en septiembre de 2017
Si no hubiera sido por el descuido de Alejandro Arenas, su mejor amigo en el colegio Carlos Albán Holguín de Bosa, en Bogotá, Daniel Martínez sería jugador de fútbol y no ciclista, o por lo menos habría intentado llegar al profesionalismo. Alejandro había quedado en recogerlo en la puerta de la casa para ir juntos a inscribirse en una escuela del barrio, pero ese domingo, el último día para anotarse en la lista, Arenas olvidó lo acordado. La inútil espera generó rabia y la cólera se transformó en zozobra. Apenas tenía 13 años, un amor por Atlético Nacional más grande que su cuerpo y la idea de vivir por siempre pegándole al balón.
Jeison, su hermano mayor, lo vio tan pesaroso y frustrado que lo invitó a montar bicicleta hasta el Alto de Rosas, para que el viento en la cara borrara esa nostalgia alimentada por varias horas y así apaciguar la pena. En silencio y obediente, Daniel se subió como pudo en una cicla de hierro que no tenía freno trasero, descarrilador ni tensor, y sin importar esas carencias se fue a practicar un ciclismo precario pero puro.
Ese día terminó con las manos llenas de grasa, pues cada vez que la carretera se inclinaba tenía que poner pie en tierra, soltar la rueda trasera, cambiar la cadena de piñón y arrancar de nuevo. Con esa disposición al sacrificio se ganó el respeto de Jeison y, de paso, cada repuesto que le sobraba a su hermano. Reciclando partes —usaba un marco para una persona de 1,80 metros de altura y él medía apenas 1,67—, Daniel tuvo una bici funcional para ir a la vereda San Miguel, subir a Patios o ir hasta La Calera.
En una de sus primeras salidas sin acompañante pisó un charco en un repecho y cuando intentó meter el tenis de nuevo en el calapié, la suela del zapato resbaló y se clavó unas puntillas que había detrás del pedal. El reguero de sangre que salía de su tobillo no lo asustó, pero sí lo alarmó, ya que el goteo era cada vez más intenso. Para ahuyentar el dolor, certero y profundo, pedaleó más rápido. Con más corazón que piernas llegó a la casa y haciendo las veces de enfermero se aplicó isodine para desinfectar la herida y se tapó como pudo con un esparadrapo que había en el improvisado botiquín. A la mañana siguiente se aseguró de tener bien ajustadas las correas y entrenó como si nada. La tortura lo educó, le enseñó en apenas unas cuantas montadas la dureza del ciclismo.
En ese momento el procedimiento engorroso de cambiar la relación no era necesario, pues Daniel andaba con la solidez de un motor en marcha utilizando un plato con 42 dientes sin importar el piñón. “Las piernas me daban y prefería no bajarme para no perderle la rueda a Jeison”.
Con cada kilómetro recorrido, el fútbol pasó a ser algo efímero, así como las idas a la tienda de Nelson Henao y Adriana Marín, donde ayudaba en las ventas a cambio de que lo dejaran ver los partidos de Nacional. Tampoco volvió a comerse los dulces, los Todo Rico y las galletas de leche que compraban sus padres, Guillermo y Blanca, para vender afuera de los colegios. Por el contrario, la necesidad de tener implementos deportivos despertó una astucia maliciosa.
Cuando su mamá se descuidaba, Daniel tomaba parte del surtido y lo comercializaba en el salón para tener una mesada. “Todo lo que ganaba lo invertía en uniformes, cascos, ruedas, lo que me hiciera falta”. Con unos ahorros compró una licra del equipo Astana en la ciclovía de Soacha. Le costó $70.000, un precio alto para sus posibilidades, pero bajo en comparación con los otros uniformes. “Quería esa porque en ese entonces Alberto Contador estaba en esa escuadra”.
Debutó de manera oficial en el circuito ciclístico del barrio Kennedy, en Bogotá, prueba que corrió con una bicicleta prestada.
“Yo lo he estado viendo, Daniel. Por eso le voy a apostar en la carrera. Pero con esa cicla no puede ganar. Yo le presto la mía”. Las palabras eran de Jesús, un conductor de la empresa Unión Comercial que vivía a pocas casas de los Martínez y que salía a montar con ellos cuando tenía tiempo. La bicicleta, marca Alubike, de aluminio y con cambios profesionales, le quedaba un poco grande a Daniel, por lo que fue necesario ajustar el sillín. Con la ayuda de Jeison bloquearon algunos piñones y un plato (por reglamentación de categorías menores, sólo se les permite correr con cierta relación) y se ubicaron en la salida. “No alcancé a pedalear 100 metros y ya estaba en el suelo”.
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Los raspones y morados no importaron; las abolladuras en la bicicleta, sí. El manubrio y el marco fueron las partes más afectadas de un tropiezo para el que aún hoy Daniel no tiene explicación. Conscientes de que Jesús les iba a cobrar cada peso de su costosa máquina, los hermanos Martínez llevaron lo que quedó de la cicla esperando la mayor muestra de indignación.
—Tranquilo, don Jesús. Yo le pago todo lo que tenga que meterle de nuevo.
—Fresco, pelao. Después miramos.
Daniel nunca pagó un peso, aunque después de poner la cara con coraje se dispuso a guardar cada centavo a la espera de que llegara la cuenta de cobro. Unos días después vio que Jesús había cambiado todo y que la bicicleta lucía más linda que antes. “Me dio mucha pena, pero ya qué podía hacer”. El problema de conseguir una bicicleta decente para practicar y competir quedó erradicado con el triunfo en los departamentales juveniles en 2011. Bajó las órdenes del exciclista Ferney Bello (su actual entrenador), ganó la ruta y la prueba contra el reloj. La Alcaldía de Soacha premió su constancia y legitimó su esfuerzo regalándole una cicla de aluminio marca Giant, de marco amarillo y tan liviana que era posible levantarla con unos cuantos dedos de la mano. “Aún tengo esa bici en la casa. No totalmente armada, porque cada vez que necesitamos un repuesto la vamos desguazando. Eso sí, el marco está intacto”, asegura Daniel.
El destino jugó con la complicidad involuntaria de este joven para alejarlo del fútbol y tenerlo hoy como el nuevo campeón del Critérium del Dauphiné.
Nota realizada en septiembre de 2017