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En las orillas del rio Cauca, antes de llegar al ascenso de Puerto Valdivia en la tercera etapa de la Vuelta a Antioquia, la carretera parece abandonada. En las casas, desbaratadas, con la pintura desgastada y la madera roída, queda poca gente. Las bases de las estruturas hechas troncos se ven frágiles, pero soportan como pueden los embates de la corriente
Cuando saltó la emergencia de la represa de Hidroituango, y se alertó que el rio podía arrasar con varios municipios, la población del Bajo Cauca tuvo que ser evacuada. Se fueron a albergues que estaban en la cima del terreno en el que el pelotón coronó tres puertos de montaña.
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Las personas, poco a poco, han vuelto a sus hogares porque el arraigo, después de años de historias, de vidas y de lazos, supera al miedo. Sin embargo, la huella del desplazamiento se refleja en las fachadas y, por más que algunos hayan vuelto, los pueblos están desolados. Se ven abandonados porque sin las personas los lugares pierden vida.
Antes de llegar al Bajo Cauca, la caravana de la Vuelta a Antioquia salió desde las playas de Arboletes y pasó por el departamento de Córdoba para visitar su capital, Montería, y poner rumbo a Caucasia.
El camino para llegar hasta allí fue solitario. Las carreteras están rodeadas por grandes parcelas de tierra. ¡Y no hay casas! No se ve ni una choza. Son potreros llanos y extensos que sirven para alimentar a las vacas. Así, durante kilómetros. Territorios de ganaderos y terratenientes. Zonas dominadas por paramilitares en las que, con el andar del pelotón, se van revelando letreros firmados en nombre de las Autodefensas Gaitanístas de Colombia (AGC).
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A lo largo de todo el Urabá el territorio está en disputa. En unas partes gobierna el Clan del Golfo y en otros las AGC. Incluso, también está el ELN, las disidencias de las FARC y los carteles mexicanos.
Ese día, en la segunda etapa, mientras la Vuelta a Antioquia salia de Arboletes, después del plano y del tedio de una jornada sin vida, más allá del caluroso recibimiento de Montería que colmó sus calles para festejar el paso de los pedalistas, Johan Colón ganó la etapa en un esprint en meta que llegó a Caucasia.
La vida volvió al siguiente día, precisamente cuando el pelotón abandonó el calor del Urabá y empezó a tomar los caminos elevados. El grupo se fue para Santa Rosa de Osos. Otra realidad, otras circustancias. Del mar a la neblina. En dos días, de la playa a las montañas, y al Alto de Ventanas.
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Cuando la carrera volvió a entrar en Antioquia, la gente salió a las calles. Los pueblos, a recibir a los ciclistas. Y un niño, al costado de la carretera, devolvió la emoción al pelotón cuando al recibir una de las cantimploras que utilizan los ciclistas empezó a saltar y gritar con la botella abrazada a su pecho. Y corría al borde del camino, al compás de los ciclistas, diciendo: “¡gracias, gracias!”.
Las caras regresaron. Y las banderas de Antioquia y de Colombia, sostenidas por los niños y las niñas en los colegios rurales de la región, ondearon en la salida de varios pueblos. La gente, amenazada por la avalancha de un rio que en cualquier momento puede desbordarse por la mano del hombre, abrazó la carrera y la recibió entre vítores y aplausos.
En el preludio a la montaña, la Vuelta a Antioquia dejó atrás la ausencia. Una forma más de nuestro relato. De nuestra humanidad, de nuestro abandono. Un camino que fue del llano y de las grandes parcelas, a la trashumancia, al desplazamiento. A las casas vacías, con puertas abiertas y ventanas rotas. A los cementerios abandonados y las iglesias desoladas. En definitiva, al miedo.
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Y por un momento, por allí pasó la Vuelta a Antioquia. Ese día, cuando todo ya había quedado atrás con la llegada en alto en Santa Rosa de Osos, Didier Merchán, del equipo Colombia Tierra de atletas, llegó segundo por detrás de la rueda de Didier Chaparro. Etapa decisiva para sellar su campeonato, dos jornadas antes de que se acabara la carrera.