Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
A los ocho años recibió su primera bicicleta. Desde ahí empezó a comprender que cada pedalazo nutría la convicción que tenía por salir victorioso de un Tour de Francia. Sus padres eran recios con la disciplina y con la importancia heredada de nuestro sistema de asistir a una escuela como el primer paso firme para llegar lejos, pero el pequeño ciclista tenía el rasgo de ser el diferente. Solo quienes se atreven a andar al lado del camino logran descubrir que su fuerza interna está destinada para fundar gestas, para escribir una nueva historia y no calcar la que ya conoce la humanidad. Y por esa intuición, que más que intuición fue una defensa natural a su pasión, Eddy Merckx tuvo varias confrontaciones con sus papás, quienes no estaban de acuerdo con que abandonara la escuela y se dedicara al ciclismo.
Su misma seguridad, que en los valientes se termina traduciendo en terquedad y orgullo, para algunos vista como testarudez, fue la que lo blindó y lo convirtió en una leyenda del ciclismo mundial. Con 16 años empezó a correr en el ciclismo amateur de Bélgica. Su primer escalón le reafirmó enseguida su sueño. Sobre la bicicleta se sentía un héroe capaz de maniobrar su destino. Su metro ochenta y dos de estatura ya calificaba dentro de ese biotipo que suelen tener los que se suben al podio en las grandes vueltas.
Pasaron tres años en los que la asistencia y la concentración en la escuela se hacían cada vez más escasas, y el esfuerzo y los hábitos se direccionaban cada vez más a mantener un estado físico óptimo para rendir en las etapas del ciclismo amateur. Ya era el año de 1964. Con el equipo Solo-Superia, tocó los puertos del ciclismo profesional. Atrás quedó un ciclo de ochenta victorias y un campeonato mundial amateur que ya vaticinaban la promesa de una historia laureada y luchada.
Con prudencia y en silencio, logró el segundo puesto en el Campeonato de Ruta en Bélgica en 1965. El tiempo pasaba y su país seguía acumulando años sin lograr un triunfo en la carrera más anhelada por los ciclistas: el Tour de Francia. En su interior no dejó de vislumbrar el horizonte, más allá de la frontera, donde lo esperaban las altas montañas: los Pirineos franceses, donde se dio la génesis de su relato en la historia.
Del éxito existen muchos mitos, también muchas invenciones para sostener que ese es el ideal, olvidando que, más allá del triunfo, lo valioso es hacer historia, ser imprescindible. Y entre tantas cosas que se dicen del éxito la más recurrente es que se trata de un híbrido entre el talento, la inspiración y la disciplina, más la tercera que las dos restantes, pues la consistencia es la que suele determinar el desarrollo de las virtudes. Y eso lo tuvo claro Merckx, pues logró un total de 825 victorias, que se distribuyen en cinco Tours de Francia, la misma cantidad de Giros de Italia, una Vuelta a España, una triple corona en 1974 (Giro, Tour y Mundial), y 28 campeonatos de las carreras clásicas, 19 de ellas relacionadas con los monumentos del ciclismo.
A partir del 66, cuando ya tenía 21 años, la presencia de Eddy Merckx en los podios de las pruebas más importantes del ciclismo mundial fue algo habitual. En ese año y en el 67 ganó uno de los cinco monumentos: la Milán-San Remo. También se impuso en el Tour de Lombardía y se quedó con dos etapas del Giro de Italia, carrera que también ganaría en 1968, no solo adueñándose de la Maglia Rosa, sino de las camisetas de la montaña y la de la clasificación por puntos. Y en esta misma competencia vivió una de las polémicas más fuertes de su carrera, suceso que le reveló en el amanecer de su gloria que entre mortales todo puede suceder de la forma menos esperada. Era el año de 1969 y el belga quería repetir el título para aumentar esa confianza inquebrantable y devorar a sus rivales en el Tour de Francia. El transcurso de ese Giro parecía indicar que el hombre de 1,82 metros de estatura lograría quedarse una vez más con el título, pero una prueba antidopaje en las etapas finales arrojó un resultado positivo de anfetaminas. A Merckx lo descalificaron y lo sancionaron por un mes. Hasta el sol de hoy, él asegura que no se dopó y que ese título debió quedarse en su palmarés. No obstante, la edición de aquel año fue para el italiano Felice Gimondi, decisión que abrió la duda de un supuesto complot para que el trofeo se quedara en casa.
“Es mi mejor recuerdo. Mi sueño desde pequeño, y hacía treinta años que un belga no ganaba un Tour”, afirmó Eddy Merckx para el portal Mundo Deportivo en una entrevista en la que confirmó una vez más que el título que más abraza es el de ese primer Tour, el de 1969, el que logró ganar con una diferencia de 17 minutos sobre el local Pigeon, en el que tuvo esa mítica etapa en el Tourmalet, donde se escapó cuando faltaban más de 140 kilómetros para la meta, en Mourenx, y donde, faltando quince kilómetros para la parte final, el belga le dijo a su director de equipo que no tenía fuerzas, que los ocho minutos de ventaja se iban a perder, pero la audacia del director, al decirle que los demás ciclistas estaban más agotados que él, le sirvió como el último impulso para ganar una etapa atípica, que reflejó el poderío de el Caníbal, el Ogro de Tervueren o el Monstruo belga —apodos que adquirió justamente por su hidalguía y su poca compasión con los rivales—, y que significó uno de los talismanes en las memorias del ciclismo mundial. Además del maillot amarillo, el belga ganó la clasificación por puntos, la clasificación de la montaña, la clasificación de la combinada y el premio de la combatividad.
El año pasado, luego de medio siglo de aquel relato fundacional del ciclista más grande de la historia, Merckx le concedió unos minutos a El Espectador en las mismas carreteras donde se hizo leyenda. Allí habló de exciclistas como Gino Bartali, Fausto Coppi y Philippe Thys para recordar a los que fueron grandes como él, pues no se considera el mejor, y donde también tuvo un momento para elogiar a Egan Bernal, actual campeón del Tour de Francia, y señalar que el pequeño gesto de atacar en la montaña sin mirar para atrás es un rasgo de los que creen en ellos, de los deportistas que se vencen a sí mismos y de los que saben que en el destino de su condición como seres humanos está enmarcada la eternidad.