Egan Bernal, un campeón desde antes de nacer
El 12 de enero de 1997, Flor Gómez y Germán Bernal tuvieron que vivir toda una aventura para tener a su primogénito, quien llegaría al mundo un día después. Hace un año el ciclista del Ineos se convirtió en el primer colombiano en ser campeón del Tour de Francia.
Camilo Amaya / Enviado Especial Tour de Francia
Flor Gómez empezó a sentir mareo, ganas de vomitar y un dolor constante en el estómago. Pensó que era una infección intestinal. Y fue a ver al médico José Bulla, el de confianza, el que conocía la historia clínica de toda la familia. Él, con solo tocar la barriga, arrojó el diagnóstico lacónico que generó un profundo silencio. “Tienes un mes de embarazo”. Luego de una meditación efímera vino la alegría. “Déjeme escoger el nombre. Le tengo uno perfecto”. Dijo que sí, sin refutar, por el respeto que le tenía a Bulla, por lo que significaba el hombre para ella y para los suyos. “Se va a llamar Egan. En griego creo que significa campeón, como echado pa’lante. Póngale así y déjeme ser el padrino”. Al principio no le gustó. No combinaba con Bernal, el apellido de su esposo, y mucho menos rimaba con el suyo.
Tenía 22 años y trabajaba en la empresa Agrícola Guacarí, en Zipaquirá. Su labor: seleccionar los mejores claveles para la exportación. Pasaba el día entero mirando flores con ojo de cirujano. Comía muchos chitos, su único antojo a lo largo de los nueve meses, uno insaciable.
En el trabajo reventó fuente. La novatada le hizo creer que se estaba orinando. Fue varias veces al baño para limpiarse, pero se mojaba de nuevo. Le dijo a su jefa, Marina Velásquez, y ella, con más experiencia en los temas de maternidad, le pegó un grito: “A ver, Flor. Egan ya va a nacer”. La llevaron a la enfermería de la empresa y de inmediato la trasladaron al hospital del municipio. Ese día el centro de salud estaba en paro y solo atendían urgencias que implicaban un peligro inminente. Aceptaron hacerle un tacto, le dijeron que todavía contaba con tiempo y la remitieron a Bogotá.
No hubo ambulancia, sí un taxi que costó 80 mil pesos hasta la clínica San Pedro Claver. La dejaron entrar por urgencias, en medio de gente apeñuscada, de un celador despiadado y frío que decidía a voluntad quién podría ingresar y quién no. Germán, su marido, tuvo que quedarse afuera, con la incertidumbre de no poder hacer nada, de no poder acompañarla, de no poder estar al lado de su hijo.
Los médicos la ubicaron en una camilla en medio de un corredor repleto de pacientes, con enfermeras y doctores que se desvanecían como fantasmas, que cuando miraban no veían y si veían no prestaban atención. La realidad del sistema de salud. Lo único que recibió fue una dosis de pitocín, un medicamento que se utiliza para inducir el parto, el mecanismo para evacuar rápidamente y seguir atendiendo enfermos. De lo que no se dieron cuenta fue que la cantidad resultó muy alta y le generó taquicardia. Otra señora que estaba en trabajo de parto notó que Flor estaba sudando a cántaros y sangrando, y comenzó a gritar.
“Ahí sí me llevaron a la sala de partos”. Egan nació a las 11:55 p.m., el 13 de enero de 1997. Lo primero que hizo Flor, con los ojos nublados, fue mirarlo detalladamente, contar los dedos, y memorizar cada parte del recién nacido. “Había muchas mamás y me dio miedo que me lo cambiaran”. De un momento a otro empezó a ver borroso y antes de quedar en negro le entregó su hijo a una enfermera. Despertó unas horas más tarde, en cuidados intensivos, con el corazón trabajando a mil como si quisiera salírsele del pecho. No vio al bebé y se angustió. Lloró de los nervios. De a poco recuperó la calma y el conocimiento.
Le dijeron que Egan estaba en una salacuna y que por ahora no lo podía ver. Apenas pudo sentarse por sus propios medios, la bajaron de la camilla y la pusieron en una silla. “Toca así, mi señora, porque hay otra gente que necesita acostarse”. Palabras que sonaron a una orden escueta y que la dejaron alicaída. No tenía ropa interior, ni pijama. Solamente una bata y la falda con la que había llegado el día anterior. Las ganas de ver a su hijo convocaron fuerzas de donde no las había. Como pudo se puso de pie, caminó por el mismo pasillo, dejó un chorrero de sangre y llegó hasta una sala llena de bebés. No lo vio.
Reconoció a Germán en una esquina, pero él no la reconoció a ella. Estaba tan hinchada que su rostro cambió. “Llevo toda la mañana sola”, le dijo furibunda, sin saber que a su esposo no lo habían dejado entrar. A las 11 de la mañana vio a Egan. Cuando tuvo el bebé entre sus brazos, le bajó el pañal para buscar una mancha en la cadera, la misma que había visto en la minuciosa inspección que le hizo apenas nació. Ahí mismo los sacaron de la clínica con un simple “colabórenme, que este lugar está muy lleno”. Tomaron un taxi y regresaron a Zipaquirá.
Egan y sus primeras veces
La primera vez que lo hospitalizaron tenía seis meses. Flor lo llevó a un control de crecimiento y tuvo que dejarlo porque tenía neumonía. “No trabajé durante seis meses para poder cuidarlo”. La primera palabra fue papá y no mamá. Sus primeros pasos los dio al año, cuando ya daba muestras de hiperactividad. Al mismo tiempo dejó el pañal. La primera vez que montó bicicleta fue a los cinco años. Era amarilla y pesada, en la que todos los primos de la familia aprendieron. La primera carrera fue a los nueve, en el Instituto de Recreación y Deporte de Zipaquirá. Iba pasando con sus papás y vio a un montón de niños con cascos y bicicletas. César Bermúdez, un amigo de la familia, prestó el dinero para pagar la inscripción. Ganó con facilidad. Le dieron un trofeo, un uniforme y una beca para entrenar. Desde ese día se convenció de algo: “quiero ser ciclista”. Y lo logró.
Hoy, con 23 años y tras haber construido un estilo propio, Egan Bernal es el primer colombiano en ganar un Tour de Francia. La tiene en la mano desde hace un año, no en vano, desde antes de nacer, ya estaba superando todo tipo de obstáculos.
Nota publicada en febrero de 2018
Flor Gómez empezó a sentir mareo, ganas de vomitar y un dolor constante en el estómago. Pensó que era una infección intestinal. Y fue a ver al médico José Bulla, el de confianza, el que conocía la historia clínica de toda la familia. Él, con solo tocar la barriga, arrojó el diagnóstico lacónico que generó un profundo silencio. “Tienes un mes de embarazo”. Luego de una meditación efímera vino la alegría. “Déjeme escoger el nombre. Le tengo uno perfecto”. Dijo que sí, sin refutar, por el respeto que le tenía a Bulla, por lo que significaba el hombre para ella y para los suyos. “Se va a llamar Egan. En griego creo que significa campeón, como echado pa’lante. Póngale así y déjeme ser el padrino”. Al principio no le gustó. No combinaba con Bernal, el apellido de su esposo, y mucho menos rimaba con el suyo.
Tenía 22 años y trabajaba en la empresa Agrícola Guacarí, en Zipaquirá. Su labor: seleccionar los mejores claveles para la exportación. Pasaba el día entero mirando flores con ojo de cirujano. Comía muchos chitos, su único antojo a lo largo de los nueve meses, uno insaciable.
En el trabajo reventó fuente. La novatada le hizo creer que se estaba orinando. Fue varias veces al baño para limpiarse, pero se mojaba de nuevo. Le dijo a su jefa, Marina Velásquez, y ella, con más experiencia en los temas de maternidad, le pegó un grito: “A ver, Flor. Egan ya va a nacer”. La llevaron a la enfermería de la empresa y de inmediato la trasladaron al hospital del municipio. Ese día el centro de salud estaba en paro y solo atendían urgencias que implicaban un peligro inminente. Aceptaron hacerle un tacto, le dijeron que todavía contaba con tiempo y la remitieron a Bogotá.
No hubo ambulancia, sí un taxi que costó 80 mil pesos hasta la clínica San Pedro Claver. La dejaron entrar por urgencias, en medio de gente apeñuscada, de un celador despiadado y frío que decidía a voluntad quién podría ingresar y quién no. Germán, su marido, tuvo que quedarse afuera, con la incertidumbre de no poder hacer nada, de no poder acompañarla, de no poder estar al lado de su hijo.
Los médicos la ubicaron en una camilla en medio de un corredor repleto de pacientes, con enfermeras y doctores que se desvanecían como fantasmas, que cuando miraban no veían y si veían no prestaban atención. La realidad del sistema de salud. Lo único que recibió fue una dosis de pitocín, un medicamento que se utiliza para inducir el parto, el mecanismo para evacuar rápidamente y seguir atendiendo enfermos. De lo que no se dieron cuenta fue que la cantidad resultó muy alta y le generó taquicardia. Otra señora que estaba en trabajo de parto notó que Flor estaba sudando a cántaros y sangrando, y comenzó a gritar.
“Ahí sí me llevaron a la sala de partos”. Egan nació a las 11:55 p.m., el 13 de enero de 1997. Lo primero que hizo Flor, con los ojos nublados, fue mirarlo detalladamente, contar los dedos, y memorizar cada parte del recién nacido. “Había muchas mamás y me dio miedo que me lo cambiaran”. De un momento a otro empezó a ver borroso y antes de quedar en negro le entregó su hijo a una enfermera. Despertó unas horas más tarde, en cuidados intensivos, con el corazón trabajando a mil como si quisiera salírsele del pecho. No vio al bebé y se angustió. Lloró de los nervios. De a poco recuperó la calma y el conocimiento.
Le dijeron que Egan estaba en una salacuna y que por ahora no lo podía ver. Apenas pudo sentarse por sus propios medios, la bajaron de la camilla y la pusieron en una silla. “Toca así, mi señora, porque hay otra gente que necesita acostarse”. Palabras que sonaron a una orden escueta y que la dejaron alicaída. No tenía ropa interior, ni pijama. Solamente una bata y la falda con la que había llegado el día anterior. Las ganas de ver a su hijo convocaron fuerzas de donde no las había. Como pudo se puso de pie, caminó por el mismo pasillo, dejó un chorrero de sangre y llegó hasta una sala llena de bebés. No lo vio.
Reconoció a Germán en una esquina, pero él no la reconoció a ella. Estaba tan hinchada que su rostro cambió. “Llevo toda la mañana sola”, le dijo furibunda, sin saber que a su esposo no lo habían dejado entrar. A las 11 de la mañana vio a Egan. Cuando tuvo el bebé entre sus brazos, le bajó el pañal para buscar una mancha en la cadera, la misma que había visto en la minuciosa inspección que le hizo apenas nació. Ahí mismo los sacaron de la clínica con un simple “colabórenme, que este lugar está muy lleno”. Tomaron un taxi y regresaron a Zipaquirá.
Egan y sus primeras veces
La primera vez que lo hospitalizaron tenía seis meses. Flor lo llevó a un control de crecimiento y tuvo que dejarlo porque tenía neumonía. “No trabajé durante seis meses para poder cuidarlo”. La primera palabra fue papá y no mamá. Sus primeros pasos los dio al año, cuando ya daba muestras de hiperactividad. Al mismo tiempo dejó el pañal. La primera vez que montó bicicleta fue a los cinco años. Era amarilla y pesada, en la que todos los primos de la familia aprendieron. La primera carrera fue a los nueve, en el Instituto de Recreación y Deporte de Zipaquirá. Iba pasando con sus papás y vio a un montón de niños con cascos y bicicletas. César Bermúdez, un amigo de la familia, prestó el dinero para pagar la inscripción. Ganó con facilidad. Le dieron un trofeo, un uniforme y una beca para entrenar. Desde ese día se convenció de algo: “quiero ser ciclista”. Y lo logró.
Hoy, con 23 años y tras haber construido un estilo propio, Egan Bernal es el primer colombiano en ganar un Tour de Francia. La tiene en la mano desde hace un año, no en vano, desde antes de nacer, ya estaba superando todo tipo de obstáculos.
Nota publicada en febrero de 2018