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Cientos de kilómetros recorridos, caídas, madrugadas, lluvia, averías mecánicas, frío, calor y horas, muchas horas sobre la bicicleta, me permitieron llegar en un buen estado físico para afrontar el Gran Fondo Nairo Quintana. No era una etapa del Giro de Italia, ni de la Vuelta a España, tampoco del Tour de Francia, pero la emoción y la sensación fueron similares. Se respiraba, se veía, se sentía. Con un fuerte abrazo y la bendición de mi papá en el punto de partida, estaba más que listo para correr junto a Nairo Quintana, Egan Bernal, Miguel Ángel 'Superman' López, Sergio Higuita, Winner Anacona, Juan Sebastián Molano entre muchos otros capos del combo de estrellas que afrontaron los 130 kilómetros de recorrido distribuidos en descensos técnicos, largas planicies y montaña a diestra y siniestra.
El reconocimiento de la etapa semanas antes de la carrera me permitió planificar las jornadas de entrenamiento. La diversidad en el recorrido me llevó a trabajar y distribuir las cargas con ejercicios específicos. Circuitos en terreno llano para mejorar la punta de velocidad, repeticiones en ascensos prolongados para aumentar la fuerza, y los fondos, distancias superiores a 150 kilómetros de recorrido para incrementar y desarrollar la resistencia necesaria para afrontar este tipo de pruebas.
Esto va más allá de dar pedal. La alimentación y el descanso son el complemento perfecto para que el cuerpo asimile los entrenamientos y evolucione. Llevo años practicando este deporte y sé lo que implica una dieta rigurosa. Por más de 45 días la avena, los bananos y las nueces se convirtieron en mi desayuno; las verduras y carnes blancas en mi almuerzo acompañado de jugo de frutos rojos (mora, fresa, agraz y hasta remolacha) y las aguas aromáticas con galletas en mi cena.
Antes de dormir, los estiramientos, los masajes, las terapias con frío y calor y luego tratar de conciliar el sueño. El objetivo: descansar ocho horas diarias, como mínimo. Eso nunca sucedió, mi disciplina no lo logró, mi récord, cinco horas por mucho, fue lo único en lo que fallé.
El sonido aturdidor de unos cañones acompañado del himno nacional dio inicio a la competencia. Las calles empedradas de Villa de Leyva permitieron recorrer en calma los primeros kilómetros, era el momento indicado para sonreir, saludar, chocar la mano con los aficionados y responder a todos los saludos. Una vez se terminó el pavé la armonía en el grupo se disipó e iniciaron los ataques. La carretera no tardó en inclinarse y a los pocos minutos ya estábamos ascendiendo y sufriendo.
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El frío de la mañana no fue impedimento para que familias enteras salieran a ofrecer un concierto de aplausos al unísono que se prolongó por horas. Quintana y sus amigos partieron casi al final, una media hora después de que yo lo hiciera. Para ellos no era una simple salida a rodar y ni pensar en un ciclopaseo. Estaban corriendo con un ritmo fuerte, pasando grupos y dejando gente regada a lo largo y ancho del recorrido.
En el Alto de Sote un carro oficial del evento me informó que Nairo estaba por llegar a Arcabuco. Era momento de acelerar e incrementar el ritmo, pues era evidente que en cualquier instante me alcanzarían y no les podría seguir su paso demoledor, sería una víctima más del talento y la disciplina que los caracteriza.
Ahora entiendo la sensación de angustia y preocupación de los corredores profesionales cuando les informan que los “mandamás” vienen por ellos. Sin embargo, esa sensación se convirtió en una dosis de motivación para continuar y culminar el premio de montaña, para iniciar el descenso a Tunja y de dejar atrás incluso la comida que entregaban en los puntos de hidratación. Para ubicar las rodillas, brazos, incluso la cabeza en una postura aerodinámica y lograr velocidades superiores a los 85 kilómetros por hora.
Las banderas de Colombia en cada esquina de la capital boyacense adornaron la arquitectura de esta bella ciudad. Ojalá hubiese detallado más, pero mi paso por allí fue fugaz y en cuestión de minutos estaba una vez más en la carretera subiendo hacia el Puente de Boyacá.
En ese punto, los soldados con uniformes característicos del Bicentenario fueron los encargados de entregar la comida. Con un poco más de calma recibí el avituallamiento y me cargué de energía para afrontar los últimos 40 kilómetros.
El canto de las aves se convirtió en música para mis oídos, una melodía que me permitió soñar mientras pedaleaba. En mi mente escuché a los grandes narradores de este deporte comentar mi carrera, la fuga que iba a ser proeza, lo bien que lo estaba haciendo. Y aunque faltaba mucho para terminar, lo estaba logrando.
Fue tal la emoción que oí las declaraciones de algunos integrantes de mi equipo. ¡Ay, mi equipo! Y qué les puedo decir de ellos, que cualquier deportista soñaría con tenerlos. Que ni los extravagantes presupuestos que manejan las grandes firmas como el Ineos de Chris Froome podrían llegar a pagar una nómina como la mía. Un padre amoroso y soñador que se juega de director técnico, el que me indica la dureza de la ruta porque nadie se conoce los ascensos, las altimetrías y las carreteras de Colombia como él. La de mecánico, conductor, incluso la de auxiliar. Y la mejor de todas, la que más amo, la de aficionado.
Es él quien sale una hora antes de la competencia sin importar el clima para ubicarse en algún lugar estratégico de la carretera y darme ánimo, gritar, aplaudir, incluso correr por unos cuantos metros junto a mí y demostrarme que tengo una razón por la cual seguir pedaleando.
Una madre tierna y aguerrida que aplica sus conocimientos de alta cocina y nutrición. La que en cada comida y bebida me otorga los nutrientes suficientes y necesarios para afrontar este tipo de pruebas. La fisioterapeuta, enfermera e incluso psicóloga, la que también se ubica en algún punto del recorrido para alentarme y luego desplazarse a la meta sin importar los kilómetros y las horas que deba soportar hasta mi llegada.
Unos hermanos y amigos únicos que se encargan de la logística, los desplazamientos, hospedajes y avituallamiento. Los que esperan mi arribo para plasmar en la historia algún suceso que solo es importante para nosotros. Ya quisieran las grandes figuras del ciclismo tener un staff como el que tengo yo.
En un abrir y cerrar de ojos pasé Samacá y Sáchica para llegar nuevamente a la pintoresca Villa de Leyva. Al finalizar el ascenso y tomar la última curva, estaba mi más grande fan esperándome: mi papá. Valió la pena tanto esfuerzo. Junto a mi cuñado me alentaron para afrontar los últimos pedalazos. Los gritos y la emoción de mi hermano acompañado de una alegría indescriptible en los rostros de mi mamá, hermana y amigos me permitieron levantar los brazos como si hubiese ganado, de saludar a los espectadores y de mirar al cielo para agradecer a Dios por tanto.
Después de algunos minutos, los verdaderos capos de Colombia, los escarabajos que pedalazo a pedalazo van por el mundo dejando el nombre de nuestra tierra en lo más alto, llegaron a la meta en medio de una lluvia de aplausos y ovaciones. Por cierto, Quintana y los demás nunca me alcanzaron porque pararon en Combita en la casa en la que creció Nairo para comer algo y echar chisme.
Evidentemente no gané, o bueno, no me lleve los premios y el dinero que entregaba la organización, pero me quedé con la recompensa mayor, la sonrisa de oreja a oreja de los que más amo y la satisfacción de una experiencia más en la vida.
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