El lado más humano de Jonas Vingegaard, el fenómeno al que no se le caían las lágrimas
Tras su grave accidente en la Vuelta al País Vasco, el ciclista danés podría perderse el Tour de Francia. ¿Qué viene para uno de los mejores pedalistas del mundo?
Fernando Camilo Garzón
Jonas Vingegaard no lloraba. ¿Cómo podía llorar, si no era humano? Era imposible imaginarlo derrotado al verlo en la cima de la loma, siempre tan solo, cuando lanzaba sus ataques tan fulminantes que ni el mismo Pogi, el joven Tadej Pogacar, podía seguirle la pista. Hasta la sombra del ciclista danés era un chisme que no se creían los más escépticos del pelotón, pues siempre que alguien intentaba mirarla se daba cuenta de que aquel fenómeno, el vendaval escandinavo, ya se había ido solo. Adelante, alzaba los brazos y festejaba en la meta, mientras el resto apenas empezaba a encarar la cuesta.
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Jonas Vingegaard no lloraba. ¿Cómo podía llorar, si no era humano? Era imposible imaginarlo derrotado al verlo en la cima de la loma, siempre tan solo, cuando lanzaba sus ataques tan fulminantes que ni el mismo Pogi, el joven Tadej Pogacar, podía seguirle la pista. Hasta la sombra del ciclista danés era un chisme que no se creían los más escépticos del pelotón, pues siempre que alguien intentaba mirarla se daba cuenta de que aquel fenómeno, el vendaval escandinavo, ya se había ido solo. Adelante, alzaba los brazos y festejaba en la meta, mientras el resto apenas empezaba a encarar la cuesta.
No siempre fue aquel robot de la boca seca, la respiración pasmada y los ojos implacables, el pedalista invencible de los últimos años. Antes, Vingegaard también lloraba. Antes, de hecho, Vingegaard también se caía y no sorprendía a nadie ver en sus cachetes las cristalinas lágrimas que después se volvieron un mito.
La superioridad de los tiempos recientes, las escandalosas victorias en las que, cuando él quería, no dejaba que nadie se le pegara siquiera a la rueda, hacen olvidar que el danés también tuvo días terrenales. Que antes del Tour de Francia de 2021, cuando apareció insolente en el panorama para subirse al tercer lugar del podio, Jonas Vingegaard cantaba, gritaba, se lamentaba y se agitaba como los demás mortales. Respiraba como nosotros.
La que no olvida nunca, no obstante, es la muerte. Ahí, tan silenciosa, de tan buena memoria. ¿Injusta? Tal vez, pero inevitable. Ella sí se acordaba de lo que el resto olvidó, de las lágrimas que con tanta pericia Vingegaard había resguardado en la infalibilidad de su condición de aventajado. Y como nunca es bueno olvidarlo, la infructuosa caída del fenómeno danés, en plena curva de la cuarta etapa de la Vuelta al País Vasco el pasado jueves, nos recordó que no solo nuestros héroes pueden flaquear ante el destino, sino que todos somos livianos ante lo inevitable.
Las imágenes, crudas, del invencible caído, inmóvil ante el dolor de su contusión de su pulmón, sus costillas rotas y su clavícula fracturada, nos recordaron que hasta el más hábil resbala en su bicicleta. No importan los títulos, ni ser el bicampeón del Tour de Francia. En nada quedan las demostraciones de valentía, ni los retos a la gran montaña, porque cuando un obstáculo en el camino te lleva inevitablemente al piso, por más de que durante años ni una lágrima haya caído por tu rostro, ante la tempestad no queda más que acurrucarse y aguantar la embestida. Y ahí, cuando el temor nos hace verdaderamente humanos, solo nos deja seguir el alivio de poder seguir contando el cuento.
Somos también lo que contamos después de nuestras lágrimas. Somos, en realidad, más eso que lo que decimos cuando alzamos los brazos y festejamos nuestros logros. Porque las grandes épicas, las historias que mueven nuestros relatos como humanidad, vienen de las más tristes tragedias. Nadie olvidará, sin duda, al Vingegaard que no lloraba, pero ahora queremos ver al Vingegaard que se levanta. El fenómeno danés, el que no tenía rival, ahora emergerá para vencerse a sí mismo.
Hay belleza en esa crudeza. En la quietud del cuerpo roto que no le permitía al ciclista, después de haberse reventado contra el piso, mover ni un milímetro de la carne magullada, los huesos que pinchaban desde adentro como astillas y las extremidades que se sentían mutiladas. Y hay belleza, no en el dolor, tan abominable, pero sí en el ciclismo, tan humano. En esa imagen tan humana, la caída. Es el más humano de todos los deportes. Por la tragedia, la épica, los relatos, el miedo, el triunfo y la alegría, que incluso cuando la sentimos tan duradera, en realidad, es brutalmente efímera.
Si esto no fuera ciclismo —si esto no fuera la vida— sería fácil presumir que Jonas Vingegaard ganaría sobrado las siguientes cinco ediciones del Tour de Francia. Pero, hasta el más incrédulo adulador del fenómeno al que no le caían las lágrimas, sabía que el día llegaría. Que ninguno es verdaderamente infalible. Nadie puede decir si danés llegará este año al Tour para batirse, una vez más, con el otro fenómeno, el de los pelos que se salen por encima del casco, Tadej Pogacar. Sí estamos listos para su regreso, que sea cuando tenga que ser, para algún día contar el relato del genio que se montaba en bicicleta, que era indestronable, que no lloraba y que un día, que cayó de nuevo como el resto, volvió a ser humano, volvió a ser nuestro héroe.
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