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Fabián Puerta: volver a enamorarse de la bicicleta

El ciclista, quien ya cumplió la suspensión por dopaje que le aplicaron en 2018, habló con El Espectador sobre su regreso. De la depresión de caer de la cima, a la ilusión de volver a competir.

Fernando Camilo Garzón
21 de agosto de 2022 - 02:00 a. m.
En 2018, el año que la UCI lo suspendió por dopaje, Fabián Puerta se había consagrado campeón del mundo en el ciclismo de pista. / AFP / EMMANUEL DUNAND
En 2018, el año que la UCI lo suspendió por dopaje, Fabián Puerta se había consagrado campeón del mundo en el ciclismo de pista. / AFP / EMMANUEL DUNAND
Foto: AFP - EMMANUEL DUNAND
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Todo cambió cuando llegó ese correo. Fabián Puerta estaba en el gimnasio. El remitente, la Unión Ciclística Internacional (UCI). Y en lo que pudo leer del mensaje, pues no sabía inglés, el pedalista solo entendió una palabra: doping. El cuerpo se le heló. Un frío le recorrió la espalda y el vacío en el estómago lo dejó sin aire. ¡Shock! Sus ojos saltaban entre las palabras para ver por todas partes, como una tortura, siempre las mismas letras. La condena que se repetía entre las líneas: “¡doping, doping, doping!”.

“¿Qué pasa, Fabián?”, le preguntaban sus compañeros ante la palidez de su rostro, pero él no atinaba respuesta. En esos instantes se le paró el mundo. Cuando pudo volver en sí empezó a mandar pantallazos a sus amigos, buscando que, en la traducción, el mensaje no fuera tan fatídico como el que se estaba imaginando. Pero, no. “Hermano, eso es un resultado adverso por una prueba de dopaje”, le escribieron. La vida se le partió en dos.

Había que actuar. Superado el primer impacto, Fabián Puerta llamó a su médico. “Tranquilo, vení al consultorio, no te preocupés”, le dijo. Y allá le explicaron que en las muestras le habían encontrado boldedona, un esteroide anabólico prohibido por la Agencia Mundial Antidopaje (AMA), desarrollado para uso veterinario y que en Colombia suele aplicarse para estimular el crecimiento del ganado. “Es un caso común –le dijo el doctor–, yo ya ayudé a una chica que le pasó lo mismo. Vas a salir de esta, Fabián”.

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Y pasó el tiempo. Era 2018. Con la suspensión provisional por dopaje, Fabián Puerta empezó la defensa de su caso, pero cada día era peor que el anterior. La ansiedad de una respuesta negativa de la UCI a sus reclamos no lo dejaba dormir. A veces le respondían de inmediato, pero otras, se demoraban semanas. Fueron dos años de noches en vela en los que, entre correos y audiencias, alejado de la pista y sin poder montarse a la bicicleta, se acumuló la tristeza.

Recuerda que en 2020 lo llamó Robert Farah, campeón de Wimbledon y el US Open en dobles, a quien también le encontraron boldedona en el cuerpo. Sin embargo, el gramaje era mucho menor que el de Puerta. El proceso del tenista se resolvió en semanas, mientras que el del ciclista seguía su litigio. En su conversación, Farah le dijo que lamentaba lo que le sucedía y le pidió que se acompañara de su familia, que encontrara calma en medio de tanta tempestad. Puerta agradeció las palabras, tuvo un poco de consuelo con ellas. Pero unas semanas después salió el fallo y el caso se resolvió en su contra. La sentencia: cuatro años suspendido. La confirmación del miedo. Y el recuerdo de la tortura todavía duele: “Nunca supe cuál fue el peor infierno, si los primeros dos años y la incertidumbre o los siguientes dos, cuando me confirmaron que era culpable”.

De la cima al pozo: odiar la bicicleta y mirar el vacío

Lo peor eran las miradas. Todos los ojos eran un juicio. Fabián Puerta sentía puñaladas en el pecho, como si quisieran sacarle el corazón, de solo encontrarse con los demás. Todos lo veían y lo juzgaban culpable. No quería hablar con nadie, ni encontrarse con otros. Por eso se alejó y decidió vivir mucho tiempo su dolor en soledad.

Empezó a odiar la bicicleta. Sentía impulsos de golpearla y destruirla. Se hizo tan insoportable, que tuvo que esconderla en un cuarto para no tener que volver a verla. La pasión se fue. Ya no quería montar, no se quería mover. Pasó de pesar 90 kilos a estar por encima de los 120.

“Odié lo que me hizo amar la vida, el impulso que me dio felicidad”. La primera vez que Fabián Puerta se montó en una bicicleta fue a los cinco años, por un regalo de navidad que le hicieron sus papás. Fue su mamá la que lo acompañó en sus primeras pedaladas, pues su papá, que trabajaba como camionero, estaba poco en casa y solo lo veía cada 15 días. Al principio le costó, daba tumbos y siempre se caía. Su mamá lo subía en el sillín, volvía a acomodarlo y le ajustaba las rueditas. Hasta que un día le dijo: “Si quiere aprender, le toca quitar esas ruedas. Hágale, mijo. Usted puede”.

Cuando era pequeño, Puerta era hiperactivo. De ahí viene su apodo: Chispas. La psicóloga le recomendó a la familia que metieran al niño a hacer deporte. Intentaron karate y también fútbol, pero él se aburría en la cancha cuando no le pasaban la pelota. Y una tarde en la que por el frente de su casa pasó un ciclista, Chispas le dijo a su mamá que quería volver a montar en bicicleta. Ahí nació el amor.

Primero compitió en ciclomontañismo, pero a los 18 años se pasó a la pista para probarse en la velocidad. Y en el velódromo brillaba como ningún otro. Con el keirin como especialidad, Puerta se hizo dominante. Campeón nacional, suramericano, centroamericano y panamericano, el antioqueño se empezó a proyectar para conseguir su mayor aspiración: la camiseta arcoíris que lo certificara como el mejor del mundo.

Y fue en ese 2018 cuando alcanzó la cúspide y quedó campeón. “Era mi sueño. Ese año fue el mejor de mi vida, pero también el peor”. De la cima, Fabián Puerta cayó al pozo cuando la UCI lo sancionó por dopaje y le quitó la posibilidad de montar en una bicicleta durante cuatro años. Era el mejor del mundo, el más veloz sobre la pista, pero su vida cambió de un golpe. La bicicleta ya no importaba.

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Fabián Puerta perdió la emoción. Alejado del mundo, ni siquiera quería estar con su hijo Maximiliano. Y una tarde, acostado en su cama, miró al balcón. El cuarto estaba en silencio y él, sin pensarlo, se asomó al abismo. Con un pie en la baranda estaba listo para dar el salto, pero al mirar al vacío se quebró. Mil imágenes en solo un instante. Recordó esa bicicleta de rueditas con la que su mamá le enseñó a amar la vida. Y pensó en ella, en sus sacrificios. Todavía suspendido en el aire, con sus manos en el marco sosteniéndolo de la tragedia, pudo ver el rostro de su hijo y se echó para atrás. Pasos torpes en reversa, volvió a la cama y se acostó a llorar. Mirada al techo y los ojos quebrados. Su llanto, el miedo de descubrir que vivir ya no valía la pena.

Fue un quiebre, estaba desesperado. Y en medio de la angustia se sintió atado al mundo por su hijo, él fue su polo a tierra; el descubrimiento de que, en medio de su dolor, su soledad y su tristeza, valía la pena salir del pozo para encontrar en la sonrisa de su niño el motivo para volver a amar la vida.

Volverse a enamorar

Las tristezas se curan de la mano de los otros. El ser humano se entiende en comunidad y Fabián Puerta, acompañado de su psicólogo, encontró la respuesta a su depresión en los brazos de su hijo, el cariño de su novia, los ojos de su madre y el apoyo de sus amigos. Poco a poco, el antioqueño se reencontró con la bicicleta y volvió a entusiasmarse con la idea de montarse en ella para competir en una pista.

Se dio cuenta del tiempo perdido hace un año, cuando volvió al velódromo. Estaba solo. Sentado en las gradas miró el óvalo y no contuvo las lágrimas. ¿Cómo era posible haber odiado su pasión? ¿Qué había pasado con ese amor tan puro que lo hizo ser feliz? Todavía le quedaba un año de sanción, pero ese día se prometió su regreso, empezó a entrenar para volver a sentir.

¿El problema? El tiempo. Cuando lo suspendieron, el primer choque fue económico, porque perdió el apoyo de las instituciones deportivas. ¿De qué vivir si lo único que había hecho era montar en bicicleta? Puerta estaba decidido a dar la pelea. Montó un negocio de comida rápida, una empresa de fotografía deportiva (Capturesports) y otra de papas congeladas (Costipapas). El antioqueño encontró en su amigo Carlos Ramírez, medallista olímpico en BMX y su socio en dos de sus empresas, un apoyo crucial.

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Sus nuevos trabajos le quitan tiempo, pero no puede abandonarlos porque ya sabe que el ciclismo es efímero. Que, aunque está intentando volver, pronto tendrá que retirarse. Y en ese momento no quiere volver a quedarse en el aire. Pero la bicicleta lo llama. Espera volver a entrar al velódromo en septiembre.

Chispas se ríe mucho. Le gusta sonreír, sobre todo al hablar de lo que vivió. Dice que aprendió a sobrellevar el estigma y el juzgamiento. Le duele recordar, cuando habla de eso primero se ríe, después guarda unos segundos de silencio y finalmente explica. Superar la tristeza también está en afrontar los temores. Hace poco salió a rodar con un grupo de ciclistas aficionados y uno le dijo: “Ah, ¿usted es el tramposo?”. Puerta sintió el vacío en el pecho. Pero contuvo la tristeza. “Sí, soy yo”, le respondió. “Hoy en día ya me importa un bledo. Pagué por eso cuatro años, los peores de mi vida. Quiero seguir adelante”.

Para competir la tiene difícil, lo sabe. Sin embargo, eso poco le importa. Quiere montar la bicicleta porque se quiere volver a enamorar. Por el fuego, por la llama, por la pasión. Ese primer amor que Fabián Puerta quiere recuperar.

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