Vingegaard: la consagración del retador de la hegemonía en el Tour de Francia
El corredor del Jumbo-Visma acabó las aspiraciones de Tadej Pogacar de lograr el tricampeonato. Nairo Quintana quedó sexto en la general.
Fernando Camilo Garzón
Hautacam marcó el final de la batalla. Y Jonas Vingegaard fue el vencedor, derrotando al que todos imaginaban imbatible. Ese jueves, en la etapa 18 tras un mano a mano que le reveló a Tadej Pogacar —bicampeón de la carrera— la ferocidad del rival que se atrevió a retar su hegemonía, los Pirineos testificaron la irrupción de un nuevo monarca, el segundo danés en la historia que cruzó la meta vestido de amarillo en los Campos Elíseos de París, tras el campeonato de Bjarne Riis en 1996.
Ni siquiera Vingegaard lo creía. Negaba lo que para todos era una sentencia y no se permitió sentirse campeón hasta que culminó la última fracción del Tour. “Ya no puede pasar nada, realmente gané el Tour. Nadie me lo puede quitar”, dijo al subir al podio y pararse frente al Arco del Triunfo. La realidad se sobrepuso finalmente al miedo de perderlo todo.
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Vingegaard ya había logrado el subcampeonato en 2021, pero, para la edición 109 de la ronda gala, el danés no llegaba como jefe de filas. El favorito del Jumbo-Visma era Primoz Roglic, el adversario por excelencia de Pogacar, “el hombre sin contrincantes”. Déjà vu. Como había sucedido hace un año, Roglic fue a dar al piso en la primera semana y después tuvo que retirarse de la carrera, lesionado y con el hombro dislocado, temeroso de perderse la Vuelta a España, en la que buscará su cuarto título consecutivo.
Eso sucedió en la quinta etapa, crucial para el devenir de la carrera. Mientras Roglic resignaba sus oportunidades, Pogacar danzaba en sus pedales y sobre el pavé exhibía sus condiciones de privilegiado. Y en las fracciones siguientes, la antesala de la montaña, el esloveno se llevó dos victorias, embalando en repechos, feliz de no tener rivales. El pronóstico parecía real, Pogacar iba a ganar otra vez el Tour sin oposición.
Vingegaard, en cambio, aquel día para el olvido del Jumbo-Visma en el que Roglic sufrió su fatal caída, se pinchó y tuvo que cambiar dos veces de bicicleta. Rezagado del pelotón, el pedalista danés llegó por puro milagro a solo unos segundos del favorito. Y de no haber sido por Wout van Aert —el gran espectáculo este año del Tour—, que para entonces era líder en la carrera y que se quedó a ayudarlo para reintegrarlo al pelotón, el corredor de Dinamarca habría resignado esa tarde buena parte de sus probabilidades.
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Ese fue el día en el que Pogacar debió tumbar a su retador, que, confiado en su buena forma, agazapado y silencioso entre el grupo principal, esperó su momento para atacar en el Col du Granon. Fue en los Alpes donde dio el primer zarpazo y ahí, por primera vez, Pogacar demostró flaqueza.
¿Cómo, si era imbatible? Algo se percibía en el pelotón. Nairo Quintana, que culminó sexto en la carrera y entró por sexta ocasión en el top diez de la Grande Boucle, lo advirtió antes de la segunda semana. “No sé si yo, pero a Pogacar se le puede ganar. Hay equipos con hombres muy fuertes. Jugando estrategias locas, desestabilizando la carrera, se le puede poner en dificultad”.
Los tiburones olían la sangre. Era instintivo. No se veía, pero los pedalistas sentían que Pogacar no estaba tan fuerte como otros años. Los del Jumbo corrieron el riesgo y, diez etapas después, en París, coronaron el título histórico en el Tour de Francia más rápido de la historia: se corrió a un ritmo de 42 kilómetros por hora. Lo dijo también Nairo: “En el Tour solo hubo tres días tranquilos, los tres de descanso”.
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Una estadística posibilitada por la aerodinámica y la preparación física revolucionaria de una generación de ciclistas que ya irrumpió en el deporte de las bielas. Vingegaard, que de niño sonó con ser futbolista y que se dedicaba a limpiar pescado en Dinamarca antes de ser profesional, se consolidó, tras su título, como uno de los nuevos baluartes del deporte del pedal. El retador que venció a Pogacar, el líder inesperado del Jumbo de Van Aert, su gregario de lujo y el dueño del espectáculo en la edición 109 del Tour de Francia, que terminó el domingo, pero dejó sentadas las bases de las luchas venideras por los tronos de las grandes vueltas del ciclismo mundial.
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Hautacam marcó el final de la batalla. Y Jonas Vingegaard fue el vencedor, derrotando al que todos imaginaban imbatible. Ese jueves, en la etapa 18 tras un mano a mano que le reveló a Tadej Pogacar —bicampeón de la carrera— la ferocidad del rival que se atrevió a retar su hegemonía, los Pirineos testificaron la irrupción de un nuevo monarca, el segundo danés en la historia que cruzó la meta vestido de amarillo en los Campos Elíseos de París, tras el campeonato de Bjarne Riis en 1996.
Ni siquiera Vingegaard lo creía. Negaba lo que para todos era una sentencia y no se permitió sentirse campeón hasta que culminó la última fracción del Tour. “Ya no puede pasar nada, realmente gané el Tour. Nadie me lo puede quitar”, dijo al subir al podio y pararse frente al Arco del Triunfo. La realidad se sobrepuso finalmente al miedo de perderlo todo.
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Vingegaard ya había logrado el subcampeonato en 2021, pero, para la edición 109 de la ronda gala, el danés no llegaba como jefe de filas. El favorito del Jumbo-Visma era Primoz Roglic, el adversario por excelencia de Pogacar, “el hombre sin contrincantes”. Déjà vu. Como había sucedido hace un año, Roglic fue a dar al piso en la primera semana y después tuvo que retirarse de la carrera, lesionado y con el hombro dislocado, temeroso de perderse la Vuelta a España, en la que buscará su cuarto título consecutivo.
Eso sucedió en la quinta etapa, crucial para el devenir de la carrera. Mientras Roglic resignaba sus oportunidades, Pogacar danzaba en sus pedales y sobre el pavé exhibía sus condiciones de privilegiado. Y en las fracciones siguientes, la antesala de la montaña, el esloveno se llevó dos victorias, embalando en repechos, feliz de no tener rivales. El pronóstico parecía real, Pogacar iba a ganar otra vez el Tour sin oposición.
Vingegaard, en cambio, aquel día para el olvido del Jumbo-Visma en el que Roglic sufrió su fatal caída, se pinchó y tuvo que cambiar dos veces de bicicleta. Rezagado del pelotón, el pedalista danés llegó por puro milagro a solo unos segundos del favorito. Y de no haber sido por Wout van Aert —el gran espectáculo este año del Tour—, que para entonces era líder en la carrera y que se quedó a ayudarlo para reintegrarlo al pelotón, el corredor de Dinamarca habría resignado esa tarde buena parte de sus probabilidades.
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Ese fue el día en el que Pogacar debió tumbar a su retador, que, confiado en su buena forma, agazapado y silencioso entre el grupo principal, esperó su momento para atacar en el Col du Granon. Fue en los Alpes donde dio el primer zarpazo y ahí, por primera vez, Pogacar demostró flaqueza.
¿Cómo, si era imbatible? Algo se percibía en el pelotón. Nairo Quintana, que culminó sexto en la carrera y entró por sexta ocasión en el top diez de la Grande Boucle, lo advirtió antes de la segunda semana. “No sé si yo, pero a Pogacar se le puede ganar. Hay equipos con hombres muy fuertes. Jugando estrategias locas, desestabilizando la carrera, se le puede poner en dificultad”.
Los tiburones olían la sangre. Era instintivo. No se veía, pero los pedalistas sentían que Pogacar no estaba tan fuerte como otros años. Los del Jumbo corrieron el riesgo y, diez etapas después, en París, coronaron el título histórico en el Tour de Francia más rápido de la historia: se corrió a un ritmo de 42 kilómetros por hora. Lo dijo también Nairo: “En el Tour solo hubo tres días tranquilos, los tres de descanso”.
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